Heron Ryan, periodista

Un viejo amigo mío solía decir. «Aprendemos un 25 por ciento con el maestro, un 25 por ciento escuchando, un 25 por ciento con los amigos y el otro 25 con el tiempo». En la primera reunión en casa de Athena, en la que ella pretendía terminar la clase interrumpida en el teatro, todos aprendieron con… no sé.

Nos enseñaba en la pequeña sala de su apartamento, con su hijo. Vi que el lugar era totalmente blanco, vacío, salvo por un mueble sobre el que había un reproductor y un montón de CD. Me extrañó la presencia del niño, que debía de aburrirse con la conferencia; esperaba que siguiese en el momento en el que había parado (órdenes a través de palabras). Pero ella tenía otros planes; nos explicó que iba a poner música procedente de Liberia, y simplemente teníamos que escuchar.

Nada más.

—Yo no soy capaz de llegar a ningún sitio a través de la meditación —dijo—. Veo a esa gente sentada con los ojos cerrados, una sonrisa en los labios, sus caras serias, la postura arrogante, concentradísima en absolutamente nada, convencida de que está en contacto con Dios o con la Diosa. Por lo menos, escucharemos música juntos.

Otra vez, aquella sensación de malestar, como si Athena no supiese exactamente lo que hacía. Pero casi todos los actores de teatro estaban allí, incluso el director, que según Andrea había ido a inspeccionar el campo enemigo.

La música terminó.

—Esta vez, bailad a un ritmo que no tenga nada, absolutamente nada que ver con la melodía.

Athena la puso de nuevo, con el volumen bastante más alto, y empezó a mover su cuerpo sin ninguna armonía. Sólo el hombre más viejo, que en la obra representaba a un rey borracho, hizo lo que nos habían mandado. Nadie más se movió; la gente parecía un poco perdida. Una de ellas miró el reloj: no habían pasado más que diez minutos.

Athena paró y miró a su alrededor:

—¿Por qué estáis parados?

—Me parece… un poco ridículo hacer eso —se oyó la tímida voz de una actriz—. Aprendemos armonía, no lo opuesto.

—Pues haced lo que os digo. ¿Necesitáis una explicación intelectual? Os la doy: los cambios sólo se dan cuando hacemos algo que va en contra, totalmente en contra de todo a lo que estamos acostumbrados.

Y volviéndose hacia el «rey borracho»:

—¿Por qué has aceptado seguir la música fuera del ritmo?

—Muy fácil: nunca he aprendido a bailar.

Todos se rieron, y la nube oscura que acechaba el lugar pareció desaparecer.

—Muy bien, empezaré de nuevo, y vosotros podéis hacer lo que digo, o marcharos; esta vez soy yo la que decide a qué hora termina la conferencia. Una de las cosas más agresivas en el ser humano es ir en contra de lo que piensa que es bonito, y eso es lo que vamos a hacer hoy. Vamos a bailar mal. Todo el mundo.

No era más que otra experiencia, y para no hacer que la dueña de las casa se sintiese incómoda, todo el mundo bailó mal. Yo luchaba conmigo mismo, porque la tendencia era seguir aquella percusión maravillosa, misteriosa. Me sentía como si estuviese agrediendo a los músicos que la tocaban, al compositor que la imaginó. Mi cuerpo quería luchar contra la falta de armonía, y yo lo obligaba a comportarse como nos habían mandado. El niño también bailaba, riéndose todo el tiempo, pero en un determinado momento se detuvo y se sentó en el sofá, tal vez exhausto por el esfuerzo que estaba haciendo. El CD se apagó en medio de un acorde.

—Esperad.

Todos esperaron.

—Voy a hacer algo que nunca he hecho.

Cerró los ojos y puso la cabeza entre las manos.

—Nunca he bailado sin seguir el ritmo…

Entonces, la prueba parecía haber sido peor para ella que para cualquiera de nosotros.

—Estoy mal…

Tanto el director como yo nos levantamos. Andrea me miró con cierta furia, aun así me acerqué a Athena. Antes de que la tocase, nos pidió que volviésemos a nuestros sitios.

—¿Alguien quiere decir algo? —su voz parecía frágil, trémula, y no apartaba las manos de su cara.

—Yo sí.

Era Andrea.

—Antes, coge a mi hijo y dile que su madre está bien. Pero tengo que seguir así mientras sea necesario.

Viorel parecía asustado; Andrea lo sentó en su regazo y lo acarició.

—¿Qué quieres decir?

—Nada. He cambiado de idea.

—El niño te ha hecho cambiar de idea. Pero sigue.

Lentamente, Athena fue descubriendo su cara, levantando la cabeza; su fisonomía era la de un extraña.

—No voy a hablar.

—Está bien. Entonces, tú —señaló al actor viejo—, vete al médico mañana. Eso de no poder dormir, de ir al baño toda la noche, es serio. Es un cáncer de próstata.

El hombre se puso pálido.

—Y tú —señaló al director—, asume tu identidad sexual. No tengas miedo. Acepta que detestas a las mujeres y que te gustan los hombres.

—Lo que estás…

—No me interrumpas. No lo digo por culpa de Athena. Me refiero simplemente a tu sexualidad: te gustan los hombres, y no creo que haya nada de malo en eso.

¿No lo digo por culpa de Athena? ¡Pero si Athena era ella!

—Y tú —me señaló a mí—, ven aquí. Arrodíllate delante de mí.

Con miedo por Andrea, con vergüenza por todos, hice lo que me pedía.

—Baja la cabeza. Déjame tocar tu nuca.

Sentí la presión de sus dedos, nada más aparte de eso.

Nos quedamos así casi un minuto, luego me mandó levantar y volver a mi sitio.

—Ya no necesitarás tomar más pastillas para dormir. A partir de hoy, el sueño vuelve.

Miré a Andrea, creía que iba a decir algo, pero su mirada parecía tan atónita como la mía.

Una de las actrices, tal vez la más joven, levantó la mano.

—Quiero hablar. Pero necesito saber a quién me estoy dirigiendo.

—Santa Sofía.

—Quiero saber si…

Era la actriz más joven de nuestro grupo. Miro a su alrededor, avergonzada, pero el director le hizo una seña con la cabeza, pidiéndole que siguiera.

—… si mi madre está bien.

—Está a tu lado. Ayer, cuando saliste de casa, ella hizo que te olvidaras el bolso. Volviste a recogerlo y descubriste que la llave estaba dentro de casa, no podías entrar. Perdiste una hora buscando el cerrajero, aunque podrías haber ido a tu cita, haberte encontrado con el hombre que te esperaba y haber conseguido el empleo que querías. Pero si todo hubiese ocurrido tal y como lo habías planeado por la mañana, dentro de seis meses habrías muerto en un accidente de coche. Ayer, al olvidarte el bolso, cambió tu vida.

La chica se echó a llorar.

—¿Alguien más quiere preguntar algo?

Levantaron otra mano; era el director.

—¿Él me ama?

Entonces era verdad. La historia de la madre de aquella chica había provocado un torbellino de emociones en la sala.

—Tu pregunta es equivocada. Lo que necesitas saber es si estás en condiciones de darle el amor que él necesita. Y lo que venga o no venga será igual de gratificante. Saberse capaz de amar ya es bastante.

»Si no es él, será otro. Porque has descubierto una fuente, la dejaste correr y ella inundará tu mundo. No intentes mantener una distancia segura para ver lo que pasa; tampoco intentes estar seguro antes de dar el paso. Lo que des, recibirás, aunque a veces venga del lugar de donde menos te lo esperas.

Aquellas palabras también valían para mí. Y Athena —o quien fuera— se volvió hacia Andrea.

—¡Tú!

Se me heló la sangre.

—Tienes que estar preparada para perder el universo que has creado.

—¿Qué es el «universo»?

—Es lo que crees que ya tienes. Has hecho prisionero tu mundo, pero sabes que tienes que liberarlo. Sé que entiendes lo que estoy diciendo, aunque no deseases oírlo.

—Comprendo.

Estaba seguro de que estaban hablando de mí. ¿Sería todo aquello una representación de Athena?

—Se acabó —dijo—. Tráeme al niño.

Viorel no quería ir, estaba asustado con la transformación de su madre; pero Andrea lo cogió cariñosamente de la mano y lo llevó hasta ella.

Athena —o Santa Sofía, o Sherine, no importa quién estuviera allí— hizo lo mismo que había hecho conmigo, tocando con firmeza la nuca del niño.

—No te asustes con las cosas que ves, hijo mío. No intentes apartarlas, porque se van a ir en cualquier caso; aprovecha la compañía de los ángeles mientras puedas. En este momento tienes miedo, pero no tienes tanto miedo como deberías, porque sabes que somos muchos en esta sala. Dejaste de reír y de bailar cuando viste que abrazaba a tu madre, y le pedía que me dejase hablar a través de su boca. Que sepas que ella me dio permiso, o yo no lo habría hecho. Siempre me he aparecido en forma de luz, y sigo siendo esa luz, pero hoy he decidido hablar.

El niño la abrazó.

—Podéis salir. Dejadme a solas con él.

Uno a uno, fuimos saliendo del apartamento, dejándola con el niño. En el taxi que nos llevaba a casa, intenté hablar con Andrea, pero ella me pidió que, si teníamos que hablar de algo, no debíamos referirnos a lo que acababa de ocurrir.

Me quedé callado. Mi alma se llenó de tristeza: perder a Andrea era muy difícil. Por otro lado, sentí una paz inmensa; los acontecimientos habían provocado los cambios, y yo no tenía que sentarme delante de esa mujer a la que tanto amaba y decirle que también estaba enamorado de otra.

En ese caso, escogí quedarme callado. Llegué a casa, puse la tele, Andrea fue a ducharse. Cerré los ojos, y cuando los abrí, al sala estaba inundada de luz; ya era de día, había dormido casi diez horas seguidas. A mi lado había una nota, en la que Andrea decía que no quería despertarme, que había ido directamente al teatro, pero que había dejado el café preparado. La nota era romántica, adornada con la marca del pintalabios y un pequeño corazón.

Ella no estaba dispuesta ni por asomo a «soltar su universo». Iba a luchar. Y mi vida se iba a convertir en una pesadilla.

Aquella tarde, ella llamó, y su voz no dejaba entrever ninguna emoción especial. Me contó que el actor había ido al médico, lo habían explorado, y habían descubierto que su próstata estaba anormalmente inflamada. El paso siguiente fue un análisis de sangre, con el que detectaron un aumento significativo de un tipo de proteína llamada PSA. Le extrajeron muestras de tejidos para una biopsia, pero, por el cuadro clínico, las posibilidades de que tuviera un tumor maligno eran grandes.

—El médico le dijo: tiene suerte, aunque la situación se presente peliaguda, todavía es posible operar, y hay un 99 por ciento de posibilidades de que se cure.