—El otro día hablaste de Gaia, que se creó a sí misma, y que tuvo un hijo sin necesidad de un hombre. Dijiste, con toda la razón, que la Gran Madre acabó cediéndoles lugar a los dioses masculinos. Pero olvidaste a Hera, una de las descendientes de tu diosa favorita.
»Hera es más importante, porque es más práctica. Gobierna los cielos y la tierra, las estaciones del año y las tempestades. Según los mismos griegos que citaste, la Vía Láctea que vemos en el cielo es la leche que salió de su pecho. Un hermoso pecho, dicho sea de paso, porque el todopoderoso Zeus cambió de forma, se convirtió en pájaro, sólo para poder besarla sin ser rechazado.
Caminábamos por un gran centro comercial de Knightsbridge. La llamé y le dije que me gustaría charlas un poco, y ella me invitó a ir a las rebajas de invierno; habría sido mucho más agradable tomar un té juntas o comer en un restaurante tranquilo.
—Tu hijo puede perderse entre esta multitud.
—No te preocupes. Sigue con lo que me estabas contando.
—Hera descubrió el truco, y obligó a Zeus a casarse. Pero, después de la ceremonia, el gran rey del Olimpo volvió a su vida de playboy, seduciendo a todas las diosas o humanas con las que se cruzaba. Hera permaneció fiel: en vez de echarle la culpa a su marido, decía que las mujeres deberían comportarse mejor.
—¿No es eso lo que hacemos todas?
No sabía adónde quería llegar, así que seguí como si no la hubiera oído:
—Hasta que decidió pagarle con la misma moneda, encontrar un dios o un hombre y llevárselo a la cama. ¿No podríamos parar un rato y tomar un café?
Pero Athena acababa de entrar en una tienda de lencería.
—¿Te gusta? —me preguntó, enseñándome un provocativo conjunto de braguita y sujetador de color carne, hecho de encaje.
—Mucho. Cuando lo uses, ¿va a verlo alguien?
—Claro, ¿o acaso crees que soy una santa? Pero sigue con lo que me estabas contando de Hera.
—Zeus se asustó con su comportamiento. Pero ahora, ya independiente, Hera se preocupaba poco por su matrimonio. ¿Tienes novio?
Ella miró a un lado y a otro. Hasta que vio que el niño no podía oírnos, no me respondió de forma monosilábica:
—Sí.
—Nunca lo he visto.
Fue hasta la caja, pagó la lencería y la metió en el bolso.
—Viorel tiene hambre y estoy segura de que no le interesan las leyendas griegas. Acaba la historia de Hera.
—Tiene un final medio loco: por miedo a perder a su amada, fingió que se casaba de nuevo. Cuando Hera lo supo, se dio cuenta de que las cosas estaban yendo demasiado lejos: aceptaba amantes, pero el divorcio era impensable.
—Nada original.
—Decidió ir hasta en el que se iba a celebrar la ceremonia, armar un escándalo, y entonces se dio cuenta de que él le estaba pidiendo la mano a una estatua.
—¿Qué hizo Hera?
—Se rió mucho. Eso rompió el hilo entre los dos, y volvió a ser la reina de los cielos.
—Excelente. Si te pasa algún día…
—¿… el qué?
—Si tu pareja se va con otra mujer, no te olvides de reírte.
—Yo no soy una diosa. Sería mucho más destructiva. ¿Por qué nunca he visto a tu novio?
—Porque siempre está ocupado.
—¿Dónde lo conociste?
Ella se detuvo con el bolso en la mano.
—Lo conocí en el banco en el que trabajaba, tenía una cuenta allí. Y ahora, si me perdonas, mi hijo me está esperando. Tienes razón, puede perderse entre toda esta gente si no le presto la atención necesaria. Vamos a reunirnos en casa la semana que viene; por supuesto, estás invitada.
—Sé quién lo ha organizado.
Athena me dio dos besos cínicos en la cara y se fue; por lo menos había entendido mi mensaje.
Aquella tarde, en el teatro, el director me dijo que estaba enfadado por mi comportamiento: yo había organizado un grupo para ir a ver a aquella mujer. Le expliqué que la idea no había sido mía: Heron se había quedado fascinado con aquella historiadle ombligo y me preguntó si algunos actores estarían dispuestos a seguir la conferencia que había sido interrumpida.
—Pero él no manda en ti.
Claro que no, pero lo que menos deseaba en este mundo era que fuese él solo a casa de Athena.
Los actores ya estaban reunidos, pero, en vez de otra lectura de la nueva obra, el director decidió cambiar el programa.
—Hoy vamos a hacer otro ejercicio de psicodrama (N. R.: Técnica en la que las personas dramatizan experiencias personales).
No había necesidad; ya sabíamos todos cómo se iban a comportar los personajes en las situaciones creadas por el autor.
—¿Puedo sugerir el tema?
Todos se volvieron hacia mí. Él parecía sorprendido.
—¿Qué es esto, una rebelión?
—Escucha hasta el final: crearemos una situación en el que un hombre, después de luchar mucho, consigue reunir a un grupo de gente para celebrar un rito importante dentro de la comunidad. Por ejemplo, algo que tenga que ver con la cosecha del otoño siguiente. Sin embargo, llega una extranjera a la ciudad, y a causa de su belleza y de los rumores que corren acerca de ella (dicen que es una diosa disfrazada), el grupo que el buen hombre había reunido para mantener las tradiciones de su aldea se dispersa en seguida y va a reunirse con la recién llegada.
—¡Pero eso no tiene nada que ver con la obra que estamos ensayando! —dijo una de las actrices.
El director, sin embargo, había entendido el mensaje.
—Es una idea excelente, podemos empezar.
Y volviéndose hacia mí:
—Andrea, tú serás la recién llegada. Así puedes comprender mejor la situación de la aldea. Yo seré el buen hombre que intenta mantener las costumbres intactas. Y el grupo estará formado por parejas que frecuenten la iglesia, se reúnen los sábados para hacer trabajos comunitarios y se ayudan mutuamente.
Nos acostamos en el suelo, nos relajamos, y empezamos el ejercicio, que en realidad es muy simple: el personaje central (en este caso, yo misma) va creando situaciones, y los otros reaccionan a medida que son provocados.
Al terminar la relajación, me convertí en Athena. En mi fantasía, ella recorría el mundo como Satanás en busca de súbditos para su reino, pero se disfrazaba de Gaia, la diosa que todo lo sabe y todo lo creó. Durante quince minutos, se formaron las «parejas», se conocieron, inventaron una historia en común en la que había hijos, casas, comprensión y amistad. Cuando sentí que el universo estaba listo, me senté en una esquina del escenario y empecé a hablar de amor.
—Estamos aquí, en esta pequeña aldea, y vosotros pensáis que soy extranjera, por eso os interesa lo que tengo que contaros. Nunca habéis ido de viaje, no sabéis lo que pasa más allá de las montañas, pero puedo deciros que no hace falta alabar a la tierra. Ella siempre será generosa con esta comunidad. Lo importante es alabar al ser humano. ¿Decís que queréis viajar? Estáis usando la palabra equivocada: el amor es una relación entre las personas.
»¿Deseáis que la cosecha sea fértil y por eso habéis decidido amar la tierra? Otra tontería: el amor no es deseo, no es conocimiento, no es admiración. Es un desafío, un fuego que arde sin que podamos verlo. Por eso, pensáis que soy una extraña en esta tierra, estáis equivocados: todo me es familiar, porque vengo con esta fuerza, con esta llama, y cuando me vaya, ya nadie será el mismo. Traigo el amor verdadero, no el que enseñan en los libros y los cuentos de hadas.
El «marido» de una de las «parejas» empezó a mirarme. La mujer se quedó perdida con su reacción.
Durante el resto del ejercicio, el director —mejor dicho, el buen hombre— hacía lo posible por explicarle a la gente la importancia de mantener las tradiciones, alabar la tierra, pedirle que fuese generosa este año como había sido el año anterior. Yo simplemente hablaba de amor.
—¿Dice que la tierra quiere ritos? Pues yo os garantizo que si hay el amor suficiente entre vosotros, la cosecha será abundante, porque éste es un sentimiento que todo lo transforma. ¿Pero qué veo? Amistad. La pasión ya se ha extinguido hace mucho tiempo, porque os habéis acostumbrado los unos a los otros. Es por eso por lo que la tierra sólo da lo mismo que dio el año anterior, ni más ni menos. Y es por eso por lo que, en la oscuridad de vuestras almas, os quejáis silenciosamente de que en vuestras vidas no cambian nada. ¿Por qué? Porque habéis intentado controlar la fuerza que todo lo transforma, para que vuestras vidas pudieran continuar sin grandes desafíos.
El buen hombre explicaba:
—Nuestra comunidad siempre ha sobrevivido porque ha respetado las leyes, e incluso el amor es guiado por ellas. El que se apasiona sin tener en cuenta el bien común vivirá siempre en constante angustia: por herir a su compañero, por enfadar a su nueva pasión, por perder todo lo que ha construido. Una extranjera sin lazos y sin historia puede decir lo que quiera, pero no sabe las dificultades que hemos tenido antes de llegar hasta donde hemos llegado. No sabe el sacrificio que hicimos por nuestros hijos. Desconoce el hecho de que trabajamos sin descanso para que la tierra sea generosa, que la paz esté con nosotros, que las provisiones se puedan almacenar para el día de mañana.
Durante una hora, yo defendí la pasión que todo lo devora, mientras el buen hombre hablaba del sentimiento que trae la paz y la tranquilidad. Al final, me quedé hablando sola, mientras la comunidad entera se reunía en torno a él.
Había representado mi papel con un entusiasmo y una fe que nunca creía que tuviese; a pesar de todo, a la extranjera partía de la pequeña aldea sin haber convencido a nadie.
Y eso me ponía muy, muy contenta.