Antoine Locadour, historiador

Heron empezó a gastar una fortuna en llamadas a Francia, pidiéndome que le consiguiera todo el material posible hasta aquel fin de semana, insistiendo en esa historia del ombligo, que me parecía la cosa menos interesante y menos romántica del mundo. Pero, en fin, los ingleses no acostumbran a ver lo mismo que los franceses, y en vez de hacer preguntas, intenté investigar lo que la ciencia decía al respecto.

Después me di cuenta de que los acontecimientos históricos no eran suficientes: podía localizar un monumento aquí, un dolmen allá, pero lo curioso es que las culturas antiguas parecían concordar en torno al mismo tema y usar la misma palabra para definir los lugares que consideraban sagrados. Nunca le había prestado atención a eso, y el asunto empezó a interesarme. Cuando vi el exceso de coincidencias, fui en busca de algo complementario: el comportamiento humano y sus creencias.

La primera explicación, más lógica, en seguida fue descartada: nos alimentamos a través del cordón umbilical, es el centro de la vida. Después un psicólogo me dijo que esta teoría no tenía sentido alguno: la idea central del hombre siempre es «cortar» el cordón, y a partir de ahí, el cerebro o el corazón se convierten en símbolos más importantes.

Cuando nos interesa un asunto, todo a nuestro alrededor parece referirse a ello (los místicos lo llaman «señales», los escépticos «coincidencia» y los psicólogos «foco concentrado», aunque yo aún tenga que definir cómo deben referirse al tema los historiadores). Una noche, mi hija adolescente apareció en casa con un piercing en el ombligo.

—¿Por qué lo has hecho?

—Porque me ha dado la gana.

Explicación absolutamente natural y verdadera, incluso para un historiador que tiene que encontrar un motivo para todo. Cuando entré en su habitación, vi un póster de su cantante favorita: tenía el vientre descubierto, y el ombligo; también aquella foto de la pared parecía ser el centro del mundo.

Llamé a Heron y le pregunté por qué estaba interesado. Me contó por primera vez lo que había ocurrido en el teatro, cómo las personas habían reaccionado de manera espontánea, pero inesperada, a un orden. Imposible sacarle más información a mi hija, de modo que decidí consultar con especialistas.

Nadie parecía prestarle mucha atención al asunto, hasta que conocí a François Shepka, un psicólogo indio (N. R.: Nombre y nacionalidad cambiados por expreso deseo del científico) que estaba empezando a revolucionar las terapias utilizadas actualmente: según él, esta historia de volver a la infancia para resolver los traumas nunca había llevado al ser humano a ningún lugar (muchos problemas que ya habían sido superados por la vida acaban volviendo, y la gente adulta volvía a culpar a sus padres por los fracasos y las derrotas). Shepka estaba en plena guerra con las sociedades psicoanalíticas francesas, y una conversación sobre temas absurdos —como el ombligo— pareció relajarlo.

Se entusiasmó con el tema, pero no lo abordó inmediatamente. Dijo que para uno de los más respetados psicoanalistas de la historia, el suizo Carl Gustav Jung, todos bebemos de la misma fuente. Se llama «alma del mundo»; aunque siempre intentemos ser individuos independiente, una parte de nuestra memoria es la misma. Todos buscan el ideal de la belleza, de la danza, de la divinidad, de la música.

La sociedad, sin embargo, se encarga de definir cómo se van a manifestar estos ideas en el plano real. Así, por ejemplo, hoy en día el ideal de belleza es ser delgada, mientras que hace miles de años las imágenes de las diosas eran gordas. Lo mismo sucede con la felicidad: hay una serie de reglas que, si no las sigues, tu subconsciente no aceptará la idea de que es feliz.

Jung solía clasificar el progreso individual en cuatro etapas: la primera era la Persona, máscara que usamos todos los días, fingiendo lo que somos. Creemos que el mundo depende de nosotros, que somos excelentes padres y que nuestros hijos no nos comprenden, que los jefes son injustos, que el sueño del ser humano es no trabajar nunca y pasarse la vida entera viajando. Mucha gente se da cuenta de que hay un error en esta historia, pero como no quieren cambiar nada, acaban por apartar rápidamente el asunto de sus cabezas. Unas pocas intentan entender cuál es el error, y acaban encontrando la Sombra.

La Sombra es nuestro lado negro, que nos dice cómo debemos reaccionar y comportarnos. Cuando intentamos librarnos de la Persona, encendemos una luz dentro de nosotros, y vemos las telas de araña, la cobardía, la mezquindad. La Sombra está ahí para impedir nuestro progreso, y generalmente lo consigue, volvemos inmediatamente a ser quienes éramos antes de dudar. Sin embargo, algunos sobreviven a este combate con sus telas de araña, diciendo: «Sí, tengo una serie de defectos, pero soy digno y quiero seguir adelante».

En ese momento, Jung no está definiendo nada religioso; habla de un regreso a esa Alma del Mundo, fuente de conocimiento. Los instintos empiezan a agudizarse, las emociones son radicales, las señales de vida son más importantes que la lógica, la percepción de la realidad ya no es tan rígida. Empezamos a enfrentarnos a cosas a las que no estamos acostumbrados, reaccionamos de manera inesperada para nosotros mismos.

Y descubrimos que, si somos capaces de canalizar todo ese chorro de energía continua, lo organizaremos en un centro muy sólido, que Jung llama el Viejo Sabio para los hombres o la Gran Madre para las mujeres.

Permitir esta manifestación es algo peligroso. Generalmente, el que llega ahí tiene tendencia a considerarse santo, domador de espíritus, profeta. Hace falta mucha madurez para entrar en contacto con la energía del Viejo Sabio o de la Gran Madre.

—Jung enloqueció —dijo mi amigo, después de explicarme las cuatro etapas descritas por el psicoanalista suizo—. Cuando entró en contacto con su Viejo Sabio, empezó a decir que lo guiaba un espíritu llamado Philemon.

—Y finalmente…

—… llegamos al símbolo del ombligo. No sólo las personas, sino también las sociedades están constituidas por estos cuatro pasos. La civilización occidental tiene una Persona, ideas que nos guían.

»En su tentativa de adaptarse a los cambios, entra en contacto con la Sombra. Hay grandes manifestaciones de masas en las que la energía colectiva puede ser manipulada tanto para el bien como para el mal. De repente, por alguna razón, ni la Persona no la Sombra satisface al ser humano, y llega el momento de un salto, en el que hay una conexión inconsciente con el Alma. Empiezan a surgir nuevos valores.

—Lo he notado. Me he dado cuenta del resurgimiento del culto a la parte femenina de Dios.

—Excelente ejemplo. Y, al final de este proceso, para que estos nuevos valores se instalen, toda la raza empieza a entrar en contacto con los símbolos, el lenguaje cifrado con el que las generaciones actuales se comunican con el conocimiento ancestral. Uno de estos símbolos de renacimiento es el ombligo. En el ombligo de Vishnú, divinidad india responsable de la creación y de la destrucción, se sienta el dios que regirá cada ciclo. Los yoguis lo consideran como uno de los chacras, puntos sagrados del cuerpo humano. Las tribus más primitivas solían poner monumentos en el lugar en el que creían que se encontraba el ombligo del planeta. En Sudamérica, las personas en trance dicen que la verdadera forma del ser humano es un huevo luminoso que se conecta con los otros a través de filamentos que brotan de su ombligo.

»El mandala, dibujo que estimula la meditación, es una representación simbólica de eso.

Mandé toda esa información a Inglaterra antes de la fecha que habíamos marcado. Le dije que una mujer que es capaz de despertar en un grupo la misma reacción absurda debe de tener un poder enorme, y no me sorprendería que fuese una especie de algo paranormal. Le sugerí que intentase estudiarla más de cerca.

Nunca había pensado en el tema, e intenté olvidarlo inmediatamente; mi hija me dijo que me estaba comportando de manera extraña, sólo pensaba en mí mismo, ¡sólo me miraba el ombligo!