Sin que lo supiese, yo había seguido los mismos pasos que ella les había sugerido a los actores, obedeciendo a todo lo que había mandado, con la única diferencia de que mantenía los ojos abiertos para seguir lo que ocurría en el escenario. En el momento en que había dicho «gesto de centro», yo puse la mano en mi ombligo y, para mi sorpresa, vi que todos, incluso el director, habían hecho lo mismo. ¿Qué era aquello?
Aquella tarde tenía que escribir un artículo aburridísimo sobre la visita de un jefe de Estado a Inglaterra, una verdadera prueba de paciencia. En el intervalo de las llamadas, para distraerme, decidí preguntarles a mis colegas de redacción qué gesto harían si les pidiera que designasen el «centro». La mayor parte bromearon, haciendo comentarios sobre partidos políticos. Uno señaló hacia el «centro» del planeta. Otro puso la mano en el corazón. Nadie, absolutamente nadie, entendía el ombligo como el centro de la nada.
Finalmente, una de las personas con las que pude hablar aquella tarde me contó algo interesante. Al volver a casa, Andrea ya se había duchado, había puesto la mesa y me esperaba para cenar. Abrió una botella de vino carísimo, llenó dos copas y me ofreció una.
—Entonces, ¿cómo fue la cena de anoche?
¿Durante cuánto tiempo puede vivir un hombre con una mentira? No quería perder a la mujer que tenía frente a mí, que me hacía compañía en las horas difíciles, que siempre estaba a mi lado cuando me sentía incapaz de darle un sentido a mi vida. Yo la amaba, pero, en la locura de mundo en el que estaba sumergido sin saberlo, mi corazón estaba distante, intentando adaptarse a algo que tal vez conociera, pero que no podía aceptar: ser lo suficientemente grande para dos personas.
Como yo nunca me arriesgaría a dejar lo seguro por la duda, intenté minimizar lo que había pasado en el restaurante. Sobre todo porque no había pasado absolutamente nada, aparte de los intercambios de versos de un poeta que había sufrido mucho por amor.
—Athena es una persona difícil de llevar.
Andrea se rió.
—Y justamente por eso debe ser muy interesante para los hombres; despierta ese instinto de protección que tenéis vosotros y que cada vez usáis menos.
Mejor cambiar de asunto. Siempre he tenido la seguridad de que las mujeres tienen una capacidad sobrenatural para saber lo que pasa en el alma de un hombre. Son todas hechiceras.
—He estado haciendo algunas averiguaciones sobre lo que sucedió hoy en el teatro. Tú no lo sabes, pero yo tenía los ojos abiertos durante los ejercicios.
—Tú siempre tienes los ojos abiertos; creo que forma parte de tu profesión. Y vas a hablarme de los momentos en los que todos nos comportamos de la misma manera. Hablamos mucho de eso en el bar, después de salir de los ensayos.
—Un historiador me dijo que, en el templo de Grecia en el que se profetizaba el futuros (N. R.: Delfos, dedicado a Apolo), había una piedra de mármol, precisamente llamada «ombligo». Los relatos de la época cuentan que allí estaba el centro del planeta. Fui a los archivos del periódico para hacer algunas averiguaciones: en Petra, en Jordania, hay otro «ombligo cónico», que no sólo simboliza el centro del planeta, sino de todo el universo. Tanto el de Delfos como el de Petra intentan mostrar el eje por el que transita la energía del mundo, marcando de manera visible algo que sólo se manifiesta en el plano, digamos, «invisible». Jerusalén también es llamada ombligo del mundo, como una isla en el océano Pacífico, y otro sitio que he olvidado, porque nunca he asociado una cosa con otra.
—¡El baile!
—¿Qué dices?
—Nada.
—Sé a que te refieres: las danzas orientales del vientre, las más antiguas de las que se tiene noticia y en las que todo gira en torno al ombligo. Quisiste evitar el asunto, porque te conté que en Transilvania había visto bailar a Athena. Ella estaba vestida, aunque…
—… aunque el movimiento empezase en el ombligo, para después extenderse por el resto del cuerpo.
Tenía razón.
Mejor cambiar de asunto de nuevo, hablar sobre teatro, sobre las cosas aburridas del periodismo, beber un poco, acabar en la cama haciendo el amor mientras se pone a llover allá fuera. Me di cuenta de que, en el momento del orgasmo, el cuerpo de Andrea giraba en torno al ombligo: ya lo había visto cientos de veces, pero nunca le había prestado atención.