Andrea McCain, actriz

Claro que soy culpable. Si no hubiese sido por mi culpa, Athena nunca habría ido al teatro aquella mañana, ni habría reunido al grupo, ni nos hubiera pedido que nos acostásemos todos en el suelo del escenario para empezar una relajación completa, que incluía respiración y conciencia de cada parte del cuerpo.

«Ahora relajad las piernas…».

Todos obedecíamos, como si estuviésemos ante una Diosa, alguien que sabía más que todos nosotros juntos, aunque ya hubiésemos hecho ese ejercicio cientos de veces.

«Ahora relajad la cara, respirad profundamente», etc.

¿Creía que nos estaba enseñando algo nuevo? Esperábamos una conferencia, ¡una charla! Tengo que controlarme, volvamos al pasado; nos relajamos, y llegó aquel silencio, que nos desorientó por completo. Hablando después con algunos compañeros, todos tuvimos la sensación de que el ejercicio se había acabado; era hora de sentarse, de mirar a nuestro alrededor, pero nadie lo hizo. Permanecimos acostados, en una especie de meditación forzada, durante quince interminables minutos.

Entonces su voz se hizo oír de nuevo:

—Habéis tenido tiempo de dudar de mí. Alguno se ha mostrado impaciente. Pero ahora os voy a pedir sólo una cosa: cuando cuente hasta tres, levantaos y sed diferentes.

»No digo: sed otra persona, un animal, una casa. Evitad hacer todo lo que habéis aprendido en los cursos de teatro; no os estoy pidiendo que seáis actores y que demostréis vuestras cualidades. Os estoy ordenando que dejéis de ser humanos y que os transforméis en algo que no conocéis.

Estábamos con los ojos cerrados, tumbados en el suelo, sin saber cómo estaban reaccionando los demás. Athena jugaba con esa inseguridad.

—Voy a decir algunas palabras, y vais a asociar imágenes a ellas. Recordad que estáis intoxicados por conceptos, y si yo digo «destino», tal vez empecéis a imaginar vuestras vidas en el futuro. Si yo digo «rojo», haréis una interpretación psicoanalítica. No es eso lo que quiero. Quiero que seáis diferentes, como he dicho.

Ni siquiera era capaz de explicar bien lo que quería. Como nadie protestó, tuve la certeza de que estaban intentando ser educados, pero, cuando acabase la «conferencia», no volverían a inventarla. Y me dirían lo ingenua que había sido por haberla buscado.

—La primera palabra es: sagrado.

Para no morirme de aburrimiento, decidí formar parte del juego: imaginé a mi madre, a mi novio, a mis futuros hijos, una carrera brillante.

—Haced un gesto que signifique «sagrado».

Crucé mis brazos en el pecho, como si estuviera abrazando a todos los seres queridos. Supe más tarde que la mayoría habían abierto los brazos en cruz, y una de las chicas abrió las piernas, como si estuviera haciendo el amor.

—Volved a relajaros. Olvidadlo todo otra vez y mantened los ojos cerrados. Mi intención no es criticaros, pero, por los gestos que he visto, le estáis dando una forma a lo que consideráis sagrado. Y no quiero eso: os pido que la próxima palabra no intentéis definirla como se manifiesta en este mundo. Abrid vuestros canales, dejad que esa intoxicación de realidad se aleje. Sed abstractos y así estaréis entrando en el mundo al que os estoy guiando.

La última frase sonó con tal autoridad que sentí cómo cambiaba la energía del lugar. Ahora la voz sabía a qué lugar deseaba conducirnos. Una maestra, en vez de una conferenciante.

—Tierra —dijo.

De repente, entendí a qué se refería. Ya no era mi imaginación, sino mi cuerpo en contacto con el suelo. Yo era la Tierra.

—Haced un gesto que represente la Tierra.

No me moví; yo era el suelo de aquel escenario.

—Perfecto —dijo ella—. Nadie se ha movido. Todos, por primera vez, habéis experimentado el mismo sentimiento; en vez de describir algo, os habéis transformado en la idea.

Se quedó de nuevo en silencio durante lo que yo imaginé que serían unos largos cinco minutos. El silencio nos dejaba perdidos, incapaces de distinguir si ella no sabía cómo continuar o si no conocía nuestro intenso ritmo de trabajo.

—Voy a decir una tercera palabra.

Hizo una pausa.

—Centro.

Yo sentí —y eso fue un movimiento inconsciente— que toda mi energía vital se iba al ombligo, y allí brillaba como si fuese una luz amarilla. Aquello me dio miedo: si alguien lo tocaba, podría morirme.

—¡Gesto de centro!

La frase llegó como una orden. Inmediatamente, puse las manos en el vientre, para protegerme.

—Perfecto —dijo Athena—. Podéis sentaros.

Abrí los ojos y noté las luces del escenario allá arriba, distantes, apagadas. Me froté la cara, me levanté del suelo, notando que mis compañeros estaban sorprendidos.

—¿Es esto la conferencia? —dijo el director.

—Puedes llamarlo conferencia.

—Gracias por haber venido. Ahora, si no te importa, tenemos que empezar el ensayo de la próxima obra.

—Pero todavía no he terminado.

—Lo dejamos para otro momento.

Todos parecían confusos con la reacción del director. Después de la duda inicial, creo que a todos nos estaba gustando: era algo diferente, nada de representar personas o cosas, nada de imaginar imágenes como manzanas o velas. Nada de sentarse en círculo, de la mano que se está practicando un ritual sagrado. Era simplemente algo absurdo, y queríamos saber adónde iba a parar.

Athena, sin mostrar ninguna emoción se agachó para coger su bolso. En ese momento, oímos una voz e la platea:

—¡Qué maravilla!

Heron había venido con ella. Y el director le temía, porque conocía a los críticos de teatro del periódico en el que trabajaba, y tenía excelentes relaciones en los medios.

—¡Habéis dejado de ser individuos para ser ideas! Qué pena que estéis tan ocupados, pero no te preocupes, Athena, encontraremos otro grupo en el que yo pueda ver cómo termina tu conferencia. Tengo mis contactos.

Yo aún me acordaba de la luz viajando por todo mi cuerpo y concentrándose en mi ombligo. ¿Quién era aquella mujer? ¿Habrían experimentado mis compañeros lo mismo?

—Un momento —dijo el director, viendo la cara de sorpresa de todos los que estaban allí—. A lo mejor podemos retrasar los ensayos de hoy y…

—No podéis. Porque yo tengo que volver al periódico ahora para escribir sobre esta mujer. Seguid haciendo lo que siempre habáis hecho: acabado de descubrir una excelente historia.

Si Athena estaba confundida en medio de la discusión de los dos hombres, no lo demostró. Bajó del escenario y acompañó a Heron. Nosotros nos volvimos hacia el director, preguntándole por qué había reaccionado así.

—Con todos mis respetos por Andrea, creo que nuestra conversación sobre el sexo en el restaurante fue mucho más enriquecedora que todas estas tonterías que acabamos de hacer. ¿Os habéis dado cuenta de cómo se quedaban en silencio? ¡No tenía ni la menor idea de cómo seguir!

—Pero yo he sentido algo extraño —dijo uno de los actores mayores—. En el momento en el que dijo «centro», me pareció que toda mi fuerza se concentraba en mi ombligo. Nunca había experimentado algo así.

—¿Estás …seguro? —era una actriz que, por el tono de sus palabras, había sentido lo mismo.

—Esa mujer parece una bruja —dijo el director, interrumpiendo la conversación—. Volvamos al trabajo.

Empezamos con estiramientos, calentamiento, meditación, todo según el manual. Luego, algunas improvisaciones, y después nos pusimos a leer el nuevo texto. Poco a poco, la presencia de Athena parecía ir disolviéndose todo volvía a ser lo que era: un teatro, un ritual creado por los griegos hacía miles de años, en el que solíamos fingir que éramos gente diferente.

Pero no era más que una representación. Athena era diferente, y yo estaba dispuesta a volver a verla, sobre todo después de lo que el director había dicho de ella.