Heron Ryan, periodista

Antes de la primera clase con los actores, Athena vino a mi casa. Desde que había publicado el artículo sobre Sara, estaba convencida de que entendía su mundo, lo cual no es verdad en absoluto. Mi único interés era llamar su atención. Aunque yo intentase aceptar que podía haber una realidad invisible capaz de interferir en nuestras vidas, el único motivo que me llevaba a eso era un amor que yo no aceptaba, pero que seguía evolucionando de manera sutil y devastadora.

Y yo estaba satisfecho con mi universo, no quería cambiarlo bajo ningún concepto, aunque me viese empujado a ello.

—Tengo miedo —me dijo en cuanto entró—. Pero debo seguir adelante, hacer lo que me piden. Tengo que creer.

—Tienes una gran experiencia de vida. Has aprendido con los gitanos, con los derviches en el desierto, con…

—En primer lugar, no es exactamente así. ¿Qué significa aprender: acumular conocimiento? ¿O transformarlo en vida?

Le sugerí que saliésemos esa noche a cenar y a bailar un poco. Aceptó la cena, pero rechazó el baile.

—Respóndeme —insistió, mirando mi apartamento—. ¿Aprender es colocar las cosas en la estantería o deshacerse de todo lo que no sirve y seguir el camino más fácil?

Allí estaban las obras que tanto me había costado comprar, leer, subrayar. Allí estaba mi personalidad, mi formación, mis verdaderos maestros.

—¿Cuántos libros tienes? Más de mil, imagino. Y, sin embargo, la mayoría de ellos no los vas a abrir nunca más. Guardas todo esto porque no crees.

—¿No creo?

—No crees, y punto. El que cree leerá sobre teatro como hice yo cuando Andrea me preguntó al respecto. Pero después, es cuestión de dejar que la Madre hable por ti, y a medida que hablas, descubres. Y, a medida que descubre, puedes completar los espacios en blanco que dejaron los escritores a propósito, para provocar la imaginación del lector. Y, cuando completas esos espacios, empiezas a creer en tu propia capacidad.

»¿A cuánta gente le gustaría leer los libros que tienes aquí pero no tienen dinero para comprarlos? Mientras tanto, tú te quedas con esta energía estancada, para impresionar a los amigos que te visitan. O porque no crees que hayas aprendido nada con ellos y vas tener que consultarlos de nuevo.

Pensé que estaba siendo dura conmigo. Y eso me fascinaba.

—¿Crees que no necesito esta biblioteca?

—Creo que tienes que leer, pero no tienes que guardar todo esto. ¿Sería mucho pedir que salgamos ahora, y antes de ir al restaurante, repartiésemos la mayoría de ellos entre la gente que nos crucemos por el camino?

—No caben en mi coche.

—Alquilamos un camión.

—En ese momento, nunca llegaríamos al restaurante a tiempo para cenar. Además, has venido aquí porque te sientes insegura, y no para decirme lo que tengo que hacer con mis libros. Sin ellos, me sentiría desnudo.

—Ignorante, quieres decir.

—Inculto, si buscas la palabra correcta.

—Entonces, tu cultura no está en tu corazón, sino en las estanterías de tu casa.

Ya era suficiente. Cogí el teléfono, reservé la mesa, dije que llegaría al cabo de quince minutos. Athena quería huir del asunto que la había llevado allí: su profunda inseguridad la hacía ponerse a la defensiva, en vez de mirarse a sí misma. Necesitaba un hombre a su lado, y quién sabe si no me estaba tanteando para ver hasta dónde podía llegar yo, usando esos artificios femeninos para descubrir que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por ella.

Cada vez que estaba con Athena, mi existencia parecía justificada. ¿Era eso lo que ella quería oír? Pues bien, hablaría con ella durante la cena. Podría hacer cualquier cosa, incluso dejar a la mujer con la que estaba ahora, pero, por supuesto, no iba a repartir mis libros nunca.

Volvimos al tema del grupo de teatro en el taxi, aunque en aquel momento yo estaba dispuesto a decir lo que nunca había dicho: hablar de amor, un tema que para mí era mucho más complicado que Marx, Jung, el Partido Laborista de Inglaterra o los problemas cotidianos de las redacciones de los periódicos.

—No tienes que preocuparte —le dije, sintiendo ganas de cogerle la mano—. Todo irá bien. Háblales de caligrafía. Háblales del baile. Háblales de cosas que tú sabes.

—Si lo hago, nunca descubriré lo que no sé. Cuando esté allí, tengo que dejar que mi mente esté callada y que mi corazón empiece a hablar. Pero es la primera vez que lo hago, y tengo miedo.

—¿Te gustaría que fuese contigo?

Ella aceptó al momento. Llegamos al restaurante, pedimos vino y empezamos a beber. Yo, porque necesitaba coraje para decir lo que pensaba que estaba sintiendo, aunque me pareciese absurdo amar a alguien a quien no conocía bien. Ella, porque tenía miedo de decir lo que no sabía.

A la segunda copa, me di cuenta de que sus nervios estaban a flor de piel. Intenté coger su mano, pero ella la retiró delicadamente.

—No puedo tener miedo.

—Claro que puedes, Athena. Muchas veces siento miedo. Y aun así, cuando es necesario, sigo adelante y me enfrento a todo.

Noté que mis nervios también estaban a flor de piel. Llené nuestras copas de nuevo; el camarero venía a cada momento a preguntar por la comida, y yo le decía que ya escogeríamos más tarde.

Hablaba compulsivamente sobre cualquier tema que me viniera a la cabeza, Athena escuchaba con educación, pero parecía estar lejos, es un universo oscuro, lleno de fantasmas. En un determinado momento me habló de nuevo de la mujer de Escocia, y me contó lo que ella le había dicho. Le pregunté si tenía sentido enseñar lo que no se sabe.

—¿Alguien te ha enseñado a amar alguna vez? —fue su respuesta.

¿Acaso estaba leyendo mis pensamientos?

—Y aun así, como cualquier ser humano, sabes hacerlo. ¿Cómo aprendiste? No aprendiste: crees. Crees, por tanto, amas.

—Athena…

Vacilé, pero conseguí acabar la frase, aunque mi intención era decir algo diferente.

—… tal vez sea hora de pedir la comida.

Me di cuenta de que todavía no estaba preparado para hablar de cosas que perturbaran mi mundo. Llamé al camarero, le mandé traer los entrantes, más entrantes, plato principal, postre y otra botella de vino. Cuanto más tiempo, mejor.

—Estás raro. ¿Es por mi comentario sobre tus libros? Haz lo que quieras, no estoy aquí para cambiar tu mundo. Siempre me meto donde no me llaman.

Yo había pensado en esa historia de «cambiar el mundo» unos segundos antes.

—Athena, siempre me dices… mejor, tengo que decirte algo que sucedió en aquel bar de Sibiu, con la música gitana…

—En el restaurante, quieres decir.

—Sí, en el restaurante. Antes estábamos hablando de libros, cosas que se acumulan y que ocupan espacio. Tal vez tengas razón. Hay algo que deseo darte desde que te vi bailando aquel día. Se hace cada vez más pesado en mi corazón.

—No sé qué te refieres.

—Claro que lo sabes. Hablo de un amor que estoy descubriendo ahora y haciendo todo lo posible por destruirlo antes de que se manifieste. Me gustaría que lo recibieses; es lo poco que tengo de mí mismo, pero que no poseo. No es exclusivamente tuyo, porque hay alguien en mi vida, pero me haría feliz si lo aceptases, de todos modos.

»Dice un poeta árabe de tu tierra, Khalil Gibran: “Es bueno dar cuando alguien pide, pero es mejor todavía poder dárselo todo al que nada pidió”. Si no digo todo lo que estoy diciendo esta noche, seguiré siendo aquel que simplemente es testigo de lo que pasa, no seré el que vive.

Respiré hondo: el vino me había ayudado a liberarme.

Ella apuró la copa y yo hice lo mismo. El camarero apareció con la comida, haciendo algunos comentarios respecto a los platos, diciéndonos los ingredientes y la manera de cocinarlos. Nosotros dos manteníamos los ojos fijos el uno en el otro (Andrea me había comentado que Athena se había comportado así la primera vez que se habían visto, y estaba convencida de que era una manera de intimidar a los demás).

El silencio era horrible. Yo la imaginaba levantándose de la mesa, hablando de su famoso e invisible novio de Scotland Yard, o comentando que se sentía muy halagada, pero que estaba muy preocupada por las clases del día siguiente.

—«¿Y hay algo que se pueda guardar? Todo lo que poseemos un día será dado. Los árboles dan su fruto para seguir viviendo, pues guardarlo es poner fin a sus existencias».

Su voz, aunque baja y un poco pausada por culpa del vino, lo calaba todo a nuestro alrededor.

—«Y el mayor mérito no es el del que ofrece, sino el del que recibe sin sentirse deudor. El hombre da poco cuando sólo dispone de los bienes materiales que posee; pero da mucho cuando se entrega a sí mismo».

Decía todo eso sin sonreír. Me parecía estar hablando con una esfinge.

—Es del mismo poeta que acabas de citar; lo aprendí en el colegio, pero no necesito el libro en el que lo escribió; guardé sus palabras en mi corazón.

Bebió un poco más. Yo hice lo mismo. Ahora ya no creí oportuno preguntarle si lo había aceptado o no; me sentía mejor.

—Puede que tengas razón; voy a donar mis libros a una biblioteca pública, sólo conservaré algunos que realmente vuelvo a releer.

—¿Quieres hablar de eso ahora?

—No. No sé cómo seguir la conversación.

—Pues entonces cenemos y degustemos la comida. ¿Te parece una buena idea?

No, no me parecía buena idea; yo quería oír algo diferente. Pero me daba miedo preguntar, de modo que seguí hablando de bibliotecas, de libros, de poetas, hablando compulsivamente, arrepentido de haber pedido tantos platos; era yo el que deseaba salir corriendo, porque no sabía cómo seguir aquella cita.

Al final, me hizo prometerle que iría al teatro para asistir a su primera clase, y aquello fue para mí una señal. Ella me necesitaba, había aceptado lo que yo inconscientemente soñaba con ofrecerle desde que la vi bailando en restaurante en Transilvania, pero no lo había comprendido hasta esa noche.

O creer, como decía Athena.