Es muy difícil intentar ser imparcial, contar una historia que empezó con admiración y que terminó con rencor. Pero voy a intentarlo, voy a hacer un esfuerzo sincero por describir a la Athena que vi la primera vez en un apartamento de Victoria Street.
Acababa de volver de Dubai, con dinero y con ganas de compartir todo lo que sabía sobre los misterios de la magia. Esta vez, sólo se había quedado cuatro meses en Oriente Medio: vendió terrenos para la construcción de dos supermercados, ganó una enorme comisión, dijo que había ganado el dinero suficiente para vivir ella y su hijo los tres años siguientes, y que podría volver a trabajar siempre que quisiera; ahora era el momento de aprovechar el presente, de vivir lo que le quedaba de juventud y de enseñar todo lo que había aprendido.
Me recibió sin mucho entusiasmo:
—¿Qué quieres?
—Hago teatro y vamos a representar una obra sobre el lado femenino de Dios. Supe por un amigo periodista que habías estado en el desierto y en las montañas de los Balcanes, con los gitanos, y que tienes información al respecto.
—¿Has venido hasta aquí para aprender sobre la Madre sólo porque vas a hacer una obra?
—¿Y tú por qué razón aprendiste?
Athena paró, me miró de arriba abajo y sonrió:
—Tienes razón. Ésa fue mi primera lección como maestra: enseña a quien quiera aprender. El motivo no importa.
—¿Cómo?
—Nada.
—El origen del teatro es sagrado. Empezó en Grecia, con himnos a Dionisio, el dios del vino, del renacimiento y de la fertilidad. Pero se cree que desde épocas remotas los seres humanos hacían el ritual en el que fingían ser otras personas, y de esa manera intentaban la comunicación con lo sagrado.
—Segunda lección, gracias.
—No entiendo. He venido aquí a aprende, no a enseñar.
Aquella mujer estaba empezando a enfurecerme. Puede que estuviese siendo irónica.
—Mi protectora…
—¿Protectora?
—… otro día te lo explico. Mi protectora me dijo que sólo aprenderé lo que necesito si me provocan. Y, desde que volví de Dubai, tú has sido la primera persona que me lo ha demostrado. Tiene sentido lo que ella me dijo.
Le expliqué que en el proceso de investigación para la obra de teatro había ido de un maestro a otro. Pero no había nada excepcional en sus enseñanzas, salvo el hecho de que mi curiosidad iba aumentando a medida que progresaba en la cuestión. También le dije que la gente que trataba el tema parecía confusa, y no sabía exactamente lo que quería.
—¿Como por ejemplo?
El sexo, por ejemplo. En algunos sitios a los que fui, estaba totalmente prohibido. En otros, no sólo era totalmente libre, sino que a veces se organizaban orgías. Me pidió más detalles, y no entendí si lo hacía para ponerme a prueba o si no sabía nada de lo que estaba pasando.
Athena siguió antes de que yo pudiese responder a su pregunta.
—¿Cuando bailas sientes deseo? ¿Sientes que estás provocando una energía superior? ¿Cuándo bailas, hay momentos en lo que dejas de ser tú?
Me quedé sin saber qué decir. En realidad, en las discotecas y en las fiestas de amigos, la sensualidad estaba siempre presente en el baile. Yo empezaba provocando, me gustaba ver la mirada de deseo de los hombres, pero a medida que la noche avanzaba, parecía entrar más en contacto conmigo, el hecho de estar seduciendo a alguien o no dejaba de importarme…
Athena siguió:
—Si el teatro es un ritual, el baile también. Además, es una manera ancestral de acercarse a la pareja. Como si los hilos que nos conectan con el resto del mundo quedasen limpios de prejuicios y de miedos. Cuando bailas, puedes permitirte el lujo de ser tú mismo.
Empecé a escucharla con respeto.
—Después, volvemos a ser lo que éramos antes; personas asustadas, que intentan ser más importantes de lo que creen que son.
Exactamente igual que me sentía yo. ¿O es que todo el mundo experimenta lo mismo?
—¿Tienes novio?
Recordé que, en uno de los lugares a lo que había ido para aprender la «Tradición de Gaia», uno de los «druidas» me había pedido que hiciera el amor delante de él. Ridículo y de temer, ¿cómo esa gente osaba utilizar la búsqueda espiritual para sus propósitos más siniestros?
—¿Tienes novio? —repitió.
—Sí.
Athena no dijo nada más. Sólo se puso la mano en los labios, pidiéndome que guardase silencio.
Y de repente me di cuenta de que resultaba tremendamente difícil estar en silencio delante de alguien a quien acabas de conocer. La tendencia es hablar sobre cualquier cosa: el tiempo, los problemas de tráfico, los mejores restaurante. Estábamos las dos sentadas en el sofá de su sala totalmente blanca, con un reproductor de CD y una pequeña estantería en la que estaban guardados los discos. No veía libros por ninguna parte, ni cuadros en las paredes. Como había viajado, esperaba encontrarme objetos y recuerdos de Oriente Medio.
Pero estaba vacío, y ahora el silencio.
Sus ojos grises estaban fijos en los míos, pero permanecí firme y no aparté la mirada. Instinto, tal vez. Maneras de decir que estamos asustados, sino afrontando el desafío. Sólo que, con el silencio y la sala blanca, el ruido del tráfico allá fuera, todo empezó a parecer irreal. ¿Cuánto tiempo íbamos a estar allí, sin decir nada?
Empecé a acompañar mis pensamientos; ¿había ido allí en busca de material para mi obra, o quería el conocimiento, la sabiduría, los… poderes? No era capaz de definir lo que me había llevado a una…
¿A una qué? ¿Una bruja?
Mis sueños de adolescente volvieron a la superficie: ¿quién no le gustaría encontrarse con una bruja de verdad, aprender magia, ser vista con respeto y temor por sus amigas? ¿Quién, siendo joven, no ha sentido la injusticia de los signos de represión de la mujer, y sentía que ésa era la mejor manera de rescatar la identidad perdida? Aunque ya hubiese pasado esta fase, era independiente, hacía lo que me gustaba en un terreno tan competitivo como el teatro, ¿por qué nunca estaba contenta, tenía que poner siempre a prueba mí… curiosidad?
Debíamos de tener más o menos la misma edad… ¿o era mayor? ¿Tendría ella también un novio?
Athena se dirigió hacia mí. Ahora estábamos separadas por menos de un brazo, y empecé a sentir miedo. ¿Sería lesbiana?
Sin desviar los ojos, sabía dónde estaba la puerta y podía salir en el momento que quisiera. Nadie me había obligado a ir a aquella casa, a buscar a alguien que no había visto en mi vida, y quedarme allí perdiendo el tiempo, sin decir nada, sin aprender absolutamente nada. ¿Adónde quería llegar?
Al silencio, tal vez. Mis músculos empezaron a ponerse tensos. Estaba sola, desprotegida. Necesitaba desesperadamente hablar, o hacer que mi mente dejase de decirme que todo me estaba amenazando. ¿Cómo podía saber quién soy? ¡Somos lo que decimos!
¿No me hizo preguntas sobre mi vida? Quiso saber si tenía novio, ¿no? Yo intenté hablar más de teatro, pero no fui capaz. ¿Y las historias que oí, de su ascendencia gitana, de su encuentro en Transilvania, la tierra de los vampiros?
Mi cabeza no paraba: ¿cuánto me iba a costar aquella consulta? Me entró el pavor, debería haber preguntado antes. ¿Una fortuna? ¿Y si no pagaba, me iba a lanzar un hechizo que acabaría destruyéndome?
Sentí el impulso de levantarme, darle las gracias y decirle que no había ido allí para quedarme en silencio. Si vas al psiquiatra tienes que hablar. Si vas a una iglesia, oyes un sermón. Si buscas la magia, encuentras un maestro que quiere explicarte el mundo y te hace una serie de rituales. ¿Pero silencio? ¿Y por qué me hacía sentir tan incómoda?
Era una pregunta tras otra, y yo no era capaz de dejar de decir nada. De repente, tal vez después de unos largos cinco o diez minutos sin que nada se moviese, ella sonrió.
Yo también sonreí y me relajé.
—Intenta ser diferente. Sólo eso.
—¿Sólo eso? ¿Quedarse en silencio es ser diferente?
—Ahora que estás hablando y reorganizando el universo, acabarás convenciéndote de que tienes razón y de que yo estoy equivocada. Pero lo has visto: quedarse en silencio es diferente.
—Es desagradable. No se aprende nada.
A ella pareció no importarle mi reacción.
—¿En qué teatro trabajas?
¡Por fin mi vida parecía interesarle! Yo volvía a la condición de ser humano, ¡con profesión y todo! La invité a ir a ver la obra que estábamos representando en ese momento; fue la única manera que encontré de vengarme, demostrándole que era capaz de hacer cosas que Athena no sabía hacer. Aquel silencio me había dejado un sabor a humillación en la boca.
Me preguntó si podía llevar a su hijo, y le respondí que no: era para adultos.
—Bien, puedo dejarlo con mi madre; hace mucho tiempo que no voy al teatro.
No me cobró nada por la consulta. Cuando me vi con los otros miembros de mi equipo, les conté mi encuentro con las misteriosa criatura; tenían curiosidad por conocer a alguien que, en el primer contacto, todo lo que te pide es que estés en silencio.
Athena apareció el día señalado. Vio la obra, fue al camerino a felicitarme, no dijo si le había gustado o no. Mis compañeros sugirieron que la invitase al bar al que solíamos ir después del espectáculo. Allí, en vez de quedarse callada, empezó a hablar de una pregunta que había quedado sin contestar en nuestro primer encuentro:
—Nadie, ni incluso la Madre, desearía nunca que la actividad sexual se practicase sólo por celebración; el amor tiene que estar presente. Dijiste que habías conocido a gente de esta clase, ¿no? Ten cuidado.
Mis amigos no entendieron nada, pero les gustó el tema, y empezaron a bombardearla a preguntas. Algo me hacía sentir incómoda: sus respuestas eran muy técnicas, como si no tuviese mucha experiencia en el tema. Habló del juego de la seducción, de los ritos de fertilidad, y acabó con una leyenda griega; seguro que porque en nuestro primer encuentro yo le había dicho que en Grecia estaban los orígenes del teatro. Debía de haberse pasado toda la semana leyendo sobre el tema.
—Después de milenios de dominación masculina, estamos volviendo al culto de la Gran Madre. Los griegos la llaman Gaia, y cuenta el mito que ella nació del caos, el vacío que imperaba antes del universo. Con ella, vino Eros, el dios del amor, y después creó el Mar y el Cielo.
—¿Quién fue el padre? —preguntó uno de mis amigos.
—Nadie. Hay un término técnico, llamado partenogénesis, que significa ser capaz de dar a luz sin la interferencia masculina. También hay un técnico místico, al que estamos más acostumbrados: la Inmaculada Concepción.
»De Gaia vinieron todos los dioses que más tarde poblarían los Campos Elíseos de Grecia, incluido nuestro querido Dionisio, vuestro ídolo. Pero, a medida que el hombre se iba afirmando como el principal elemento político en las ciudades, Gaia fue cayendo en el olvido, siendo sustituida por Júpiter, Marte, Apolo, Saturno, todos muy competentes, pero sin el mismo encanto que la Madre que todo lo creó.
Después, hizo un verdadero cuestionario respecto a nuestro trabajo. El director le preguntó si le gustaría darnos algunas clases.
—¿Sobre qué?
—Sobre lo que tú sabes.
—A decir verdad, he estado estudiando sobre los orígenes del teatro durante esta semana. Lo aprendo todo a medida que lo necesito, eso fue lo que me dijo Edda.
¡Confirmado!
—Pero puedo compartir con vosotros otras cosas que la vida me ha enseñado.
Todos estuvieron e acuerdo. Nadie preguntó quién era Edda.