Sentada en completa oscuridad.
El niño, está claro, salió inmediatamente de la sala —la noche es el reino del terror, de los monstruos del pasado, de la época en la que andábamos como los gitanos, como mi antiguo maestro—, que la Madre tenga compasión de su alma y esté siendo cuidado con cariño hasta el momento de volver.
Athena no sabe que hacer desde que apagué la luz. Pregunta por su hijo, le digo que no se preocupe, que lo deje de mi cuenta. Salgo, enciendo la televisión, pongo un canal de dibujos animados, le quito el sonido; el niño se queda hipnotizad, y en seguida el problema está resuelto. Me pongo a pensar cómo sería en el pasado, porque las mujeres iban al mismo ritual que Athena, llevaban a sus hijos, pero no había televisión. ¿Qué hacía la gente que estaba allí para enseñar?
Bueno, no es mi problema.
Lo que el niño está experimentando frente a la televisión —una puerta a una realidad diferente— es lo mismo que voy a provocar en Athena. ¡Es todo tan simple, y al mismo tiempo, tan complicado! Simple, porque basca con cambiar de actitud. No voy a buscar más la felicidad. A partir de ahora soy independiente, veo la vida con mis propios ojos, y no con los de los demás. Voy a buscar la aventura de estar viva.
Y complicado: ¿por qué no voy a buscar la felicidad si la gente me ha enseñado que es el único objetivo que merece la pena? ¿Por qué me voy a arriesgar a tomar un camino que otros no se arriesgaron a tomar?
Después de todo, ¿qué es la felicidad?
Amor, responden. Pero el amor no da, y nunca ha dado felicidad. Todo lo contrario, siempre es una angustia, un campo de batalla, muchas noches en vela, preguntándonos si estamos haciendo lo correcto. El verdadero amor está hecho de éxtasis y agonía.
Paz, entonces. ¿Paz? Si miramos a la Madre, ella nunca está en paz. El invierno lucha con el verano, el sol y la luna nunca se ven, el tigre persigue al hombre, que tiene miedo del perro, que perdigue al gato, que persigue al ratón, que asusta al hombre.
El dinero da la felicidad. Muy Bien: entonces todas las personas que tienen el dinero suficiente para vivir con un altísimo tren de vida podrían dejar de trabajar. Pero siguen más nerviosas que antes, como si temieran perderlo todo. El dinero da más dinero, eso es verdad. La pobreza puede provocar la infelicidad, pero al contrario no es cierto.
He buscado la felicidad durante mucho tiempo de mi vida; ahora lo que quiero es alegría. La alegría es como el sexo: empieza y acaba. Yo quiero placer. Quiero estar contenta, ¿pero felicidad? Ya no caigo en esa trampa.
Cuando estoy con un grupo de personas y decido provocarlas mediante una de las cuestiones más importantes de nuestra existencia, todas dicen: «Soy feliz».
Sigo: «¿Pero no quieres tener más, no quieres seguir creciendo?». Todos responden: «Claro».
Insisto: «Entonces no eres feliz». Todos cambian de tema.
Es mejor que vuelva a la sala en la que está Athena ahora. Oscura. Ella escucha mis pasos, la cerilla que se rasca y enciende una vela.
—Todo lo que nos rodea es el Deseo Universal. No es la felicidad; es un deseo. Y los deseos siempre son incompletos: cuando se realizan, dejan de ser deseos, ¿no?
—¿Dónde está mi hijo?
—Tu hijo está bien, viendo la tele. Sólo quiero que mires esta vela, que no hables, que no digas nada. Sólo cree.
—Creer que…
—Te he pedido que no dijeras nada. Estás viva, y esta vela es el único punto de tu universo, tienes que creer en eso. Olvida para siempre esa idea de que el camino es una manera de llegar a un destino: en realidad, siempre estamos llegando, a cada paso. Repítelo todas las mañanas: «He llegado». Verás que es mucho más fácil estar en contacto con cada segundo del día.
Hice una pausa.
—La llama de la vela está iluminando tu mundo. Pregúntale: ¿Quién soy yo?
Esperé un poco más. Y seguí:
—Imagino tu respuesta: soy fulana de tal, he vivido esta y aquellas experiencias. Tengo un hijo, trabajo en Dubai. Ahora vuelve a preguntarle a la vela: ¿Quién no soy yo?
Esperé de nuevo. Y de nuevo seguí:
—Debes de haber respondido: no soy una persona alegre. No soy una típica madre de familia que sólo se preocupa de su hijo, de su marido, de tener una casa con jardín y un sitio en el que pasar las vacaciones todo el verano. ¿He acertado? Puedes hablar.
—Has acertado.
—Entonces estamos en el camino correcto. Eres, igual que yo, una persona insatisfecha. Tu «realidad» no encaja con la «realidad» de los demás. Y te da miedo que tu hijo siga el mismo camino ¿no?
—Sí.
—Aun así sabes que no puedes parar. Luchas, pero no eres capaz de controlar tus dudas. Mira bien esta vela: en este momento, es tu universo; concentra tu atención, ilumina un poco a tu alrededor. Respira hondo, retén el aire en los pulmones el máximo tiempo posible, y expira. Repítelo cinco veces.
Ella obedeció.
—Este ejercicio debería haber calmado tu alma. Ahora recuerda lo que te he dicho. Tienes que creer. Tienes que creer que eres capaz, que ya has llegado a donde querías. En un determinado momento de tu vida, como me contaste esta tarde mientras tomábamos té, dijiste que había cambiado el comportamiento de la gente del banco en el que trabajabas, porque les habías enseñado a bailar. No es verdad.
»Lo cambiaste todo, porque cambiaste tu realidad con el baile. Creíste en esa historia del Vértice, que me parece interesante, aunque jamás haya oído hablar de ella. Te gustaba bailar, creías en lo que estabas haciendo. No se puede creer en algo que no nos gusta, ¿entiendes?
Athena asintió con la cabeza, manteniendo loso ojos fijos en la llama de la vela.
—La fe no es un deseo. La fe es una Voluntad. Los deseos siempre son cosas que se rellenan, la Voluntad es una fuerza. La Voluntad cambia el espacio que está a nuestro alrededor, como hiciste con tu trabajo en el banco. Pero, para ello, es necesario el Deseo. ¡Por favor, concéntrate en la vela!
»Tu hijo salió de aquí y se fue a ver la tele porque la oscuridad le da miedo. ¿Por qué motivo? En la oscuridad podemos proyectar cualquier cosa, y generalmente sólo proyectamos nuestros fantasmas. Eso vale para los niños y para los adultos. Levanta el brazo derecho lentamente.
El brazo se movió hacia lo alto. Le pedí que hiciera lo mismo con el izquierdo. Pude ver bien sus senos, mucho más bonitos que los míos.
—Puedes bajarlos, pero también lentamente. Cierra los ojos, respira hondo, voy a encender la luz. Ya está: se acabó el ritual. Vamos a la sala.
Se levantó con dificultad; las piernas se le habían dormido por culpa de la postura que le había mandado adoptar.
Viorel ya se había dormido; yo apagué la tele, fuimos a la cocina.
—¿Para qué ha servido todo eso? —preguntó.
—Sólo para sacarte de la realidad cotidiana. Podría haber sido cualquier cosa en la que pudieses fijar tu atención, pero a mí me gusta la oscuridad y la llama de una vela. Bueno, te refieres adónde quiero llegar ¿no?
Athena me comentó que había viajado casi tres horas en el tren, con su hijo en brazos, cuando tenía que estar haciendo la maleta para volver al trabajo; podría haberse quedado mirando una vela en su habitación, no hacía falta venir hasta Escocia.
—Sí que hacía falta —respondí. Para saber que no estás sola, que hay otras personas que están en contacto con lo mismo que tú. El simple hecho de entender eso te permite creer.
—¿Creer en qué?
—Que estás en el camino correcto. Y como te he dicho antes, llegando a cada paso.
—¿Qué camino? Pensé que, al ir a buscar a mi madre a Rumania, por fin encontraría la paz de espíritu que tanto necesitaba, pero no fue así. ¿De qué camino estás hablando?
—De eso no tengo la menor idea. No lo descubrirás hasta que empieces a enseñar. Cuando vuelvas a Dubai, busca un discípulo o una discípula.
—¿Enseñar baile o caligrafía?
—De eso ya sabes. Tienes que enseñar aquello que no sabes. Aquello que la Madre desea revelar a través de ti.
Ella me miró como si yo me hubiese vuelto loca.
—Eso mismo —insistí—. ¿Por qué te pedí que levantases los brazos y que respiraras hondo? Para que pensaras que sabía algo más que tú. Pero no es cierto; no era más que una manera de sacarte del mundo al que estás acostumbrada. No te pedí que le dieras las gracias a la Madre, que dijeras lo maravillosa que es, ni que su rostro brilla en las llamas de una hoguera. Sólo te pedí el gesto absurdo e inútil de levantar los brazos, y que concentrases tu atención en una vela. Eso es suficiente, intentar siempre que sea posible, hacer algo que no encaja con la realidad que nos rodea.
»Cuando empieces a crear rituales para que los haga tu discípulo, serás guiada. Ahí es donde comienza el aprendizaje, eso es lo que decía mi protector. Si quieres escuchar mis palabras, muy bien. Si no quieres, sigue tu vida como hasta este momento, y acabarás dando con una pared llamada “insatisfacción”.
Llamé a un taxi, hablamos un poco de moda y de hombres, y Athena se fue. Estaba segura de que me escucharía, sobre todo porque formaba parte de ese tipo de personas que nunca renuncian a un desafío.
—Enséñale a la gente a ser diferente. ¡Sólo eso! —le grité mientras el taxi se alejaba.
Eso es la alegría. La felicidad sería estar satisfecha con todo lo que tenía; un amor, un amor, un hijo, un empleo. Y Athena, al igual que yo, no había nacido para ese tipo de vida.