En cuanto Sherine entró en casa dando gritos y abrazando a un asustado Viorel, entendí que todo había ido mejor de lo que me imaginaba. Sentí que Dios había escuchado mis oraciones, y ahora ya no tenía nada más que descubrir sobre sí misma. Por fin podía adaptarse a una vida normal, criar a su hijo, casarse otra vez, y apartarse de toda aquella ansiedad que la ponía eufórica y depresiva al mismo tiempo.
—Te quiero, mamá.
Fue mi turno para agarrarla y estrecharla en mis brazos. Durante algunas de aquellas noches en las que estuvo fuera, confieso que me aterrorizaba la idea de que mandase a alguien a buscar a Viorel, y que no volviesen nunca más.
Después de comer, ducharse, contarme su encuentro con su madre biológica, describirme los paisajes de Transilvania (yo no me acordaba bien, ya que sólo fui en busca de un orfanato), le pregunté cuándo volvía a Dubai.
—La semana que viene. Antes tengo que ir a Escocia a ver a una persona.
¡Un hombre!
—Una mujer —continuó ella, notando posiblemente mi sonrisa de complicidad—. Siento que tengo una misión. He descubierto cosas que no creía que existiesen mientras celebraba la vida y la naturaleza. Lo que creí que sólo podía encontrar en el baile está en todas partes. Y tiene rostro de mujer: yo la vi en…
Me asusté. Le dije que su misión era cuidar a su hijo, intentar ser mejor en su trabajo, ganar más dinero, casarse de nuevo, respetar a Dios tal y como lo conocemos.
Pero Sherine no me estaba escuchando.
—Fue una noche en la que estábamos sentados alrededor de la hoguera, bebiendo, riendo con historias, escuchando música. Salvo una vez en el restaurante, todos los días que pasé allí no sentí la necesidad de bailar, como si estuviese acumulando energía para algo diferente. De repente sentí que todo a mi alrededor estaba vivo, latiendo; la Creación y yo éramos una sola cosa. Lloré de alegría cuando las llamas de la hoguera parecieron convertirse en el rostro de una mujer, llena de compasión, que me sonreía.
Sentí un escalofrío; hechicería gitana, seguro. Y al mismo tiempo me volvió la imagen de la niña en el colegio, que decía que había visto a «una mujer de blanco».
—No te dejes llevar por esas cosas, que son del demonio. Siempre has tenido un buen ejemplo en nuestra familia, ¿es que no puedes llevar una vida normal?
Por lo visto, me había precipitado al creer que el viaje en busca de su madre biológica le había sentado bien. Pero, en vez de reaccionar con la agresividad de siempre, ella continuó sonriendo:
—¿Qué es normal? ¿Por qué papá vive sobrecargado de trabajo, si ya tenemos dinero suficiente como para mantener a tres generaciones? Es un hombre honesto, se merece lo que gana, pero siempre dice, con cierto orgullo, que tiene demasiado trabajo. ¿Para qué? ¿Adónde quiere llegar?
—Es un hombre que dignifica su vida.
—Cuando vivía con vosotros, siempre que llegaba a casa me preguntaba por los deberes, me daba unos cuantos ejemplos de lo necesario que era su trabajo para el mundo, ponía la televisión, hacía comentarios sobre la situación política en el Líbano, antes de dormir se leía uno u otro libro técnico, estaba siempre ocupado.
»Y contigo, lo mismo; yo era mejor vestida en el colegio, me llevabas a fiestas, cuidabas de las cosas de casa, siempre has sido buena, cariñosa, y me has dado una educación impecable. Pero ahora que se acerca la vejez: ¿qué pensáis hacer en la vida, ahora que ya he crecido y soy independiente?
—Vamos a viajar. Recorrer el mundo, disfrutar de nuestro merecido descanso.
—¿Por qué no lo hacéis ya, mientras todavía tenéis salud?
Ya me había preguntado lo mismo. Pero sentía que mi marido necesitaba su trabajo; no por el dinero, sino por la necesidad de ser útil, de demostrar que un exiliado cumple con sus compromisos. Cuando cogía vacaciones y se quedaba en la ciudad, siempre hacía lo posible por ir al despacho, hablar con sus amigos, tomar una u otra decisión que podría esperar. Intentaba forzarlo a ir al teatro, al cine, a los museos, hacía todo lo que yo le pedía, pero sentí que se aburría; lo único que le interesaba era la firma, el trabajo, lo negocios.
Por primera vez hablé con ella como si fuera una amiga, y no mi hija, pero usando un lenguaje que no me comprometiese, y que ella pudiese entender fácilmente.
—¿Crees que tu padre también intenta rellenar eso que tú llamas «espacios en blanco»?
—El día que se retire, aunque yo creo que ese día no va a llegar nunca, puedes estar segura de que se va a deprimir. ¿Qué hacer con esa libertad tan arduamente conquistada? Todos lo felicitarán por su brillante carrera, por la herencia que nos dejó, por la integridad con la que ha dirigido su firma. Pero nadie tendrá tiempo para él: la vida sigue su curso, y todos están inmersos en ella. Papá se sentirá un exiliado de nuevo, sólo que esta vez no tendrá un país para refugiarse.
—¿Tienes alguna idea mejor?
—Sólo tengo una: no quiero que eso me pase a mí. Soy demasiado nerviosa, y no me entiendas mal, no estoy echándole la culpa al ejemplo que me habéis dado. Pero necesito cambiar.
»Cambiar rápido.