Durante toda aquella mañana de 1990, todo lo que podía ver desde la ventana del sexto piso de aquel hotel era el edificio del gobierno. Acababan de poner en el techo una bandera del país, que indicaba el lugar exacto en el que el dictador megalómano había huido en helicóptero, para encontrarse con la muerte pocas horas después, a manos de aquellos a los que había oprimido durante veintidós años. Las casas antiguas habían sido arrasadas por Ceausescu, según su plan para hacer una capital que rivalizase con Washington. Bucarest ostentaba el título de la ciudad que había sufrido la mayor destrucción fuera de una guerra o de una catástrofe natural.
El día de mi llegada, todavía intenté caminar un poco por sus calles con mi intérprete, pero no había mucho que ver, además de miseria, desorientación, sensación de que no había futuro, pasado, ni presente: la gente vivía en una especie de limbo, sin saber exactamente qué pasaba en su país ni en el resto del mundo. Diez años más tarde, cuando volví y vi el país entero resurgiendo de las cenizas, entendí que el ser humano puede superar cualquier dificultad, y el pueblo rumano era un ejemplo de eso.
Pero en aquella mañana gris, en aquella recepción de hotel gris y triste, todo lo que me interesaba era saber si el intérprete iba a conseguir un coche y combustible suficiente para que yo pudiera hacer aquella investigación final del documental para la BBC. Estaba tardando, y empecé a dudar: ¿me vería obligado a volver a Inglaterra sin conseguir mi objetivo? Ya había invertido una cantidad significativa de dinero en contratos con historiadores, en la elaboración de la ruta, en el rodaje de algunas entrevistas, pero la televisión, antes de firmar el compromiso final, me exigía que fuese a un determinado castillo para saber en qué estado se encontraba. El viaje me estaba saliendo más caro de lo que había imaginado.
Intenté llamar a mi novia; me dijeron que para conseguir línea que esperar casi una hora. Mi intérprete podía llegar en cualquier momento con el coche, no había tiempo que perder; decidí no correr el riesgo.
Traté de conseguir algún periódico en inglés, pero no fue posible. Para matar la ansiedad, empecé a fijarme, de la manera más discreta posible, en la gente que estaba allí tomando té, ajena posiblemente a todo lo que había sucedido el año anterior: las revueltas populares, los asesinatos de civiles a sangre fría en Timisoara, los tiroteos en las calles entre el pueblo y temido servicio secreto, que intentaba desesperadamente mantener el poder que se les escapaba de las manos. Vi a un grupo de tres americanos, a una mujer interesante, pero que no apartaba los ojos de una revista de moda, y una mesa llena de hombres que hablaban en voz alta, pero cuya lengua no era capaz de identificar.
Iba a levantarme por enésima vez, caminar hasta la puerta de entrada para ver si llegaba el intérprete, cuando ella entró. Debía de tener poco más de veinte años (N. R.: Athena tenía veintitrés años cuando visitó Rumania). Se sentó, pidió algo para desayunar, y vi que hablaba inglés. Ninguno de los hombres presentes pareció notar la llegada, pero la mujer interrumpió la lectura de la revista de moda.
Tal vez por culpa de mi ansiedad, o del lugar, que me estaba haciendo caer en una depresión, tuve coraje y me acerqué.
—Disculpa, no acostumbro a hacer esto. Creo que el desayuno es la comida más íntima del día.
Ella sonrió, me dijo su nombre, y yo inmediatamente me puse en guardia. Había sido muy fácil; podía ser una prostituta. Pero su inglés era perfecto, e iba discretamente vestida. Decidí no preguntar nada, y empecé a hablar compulsivamente de mí, dándome cuenta de que la mujer de la mesa de al lado había dejado la revista y prestaba atención a nuestra conversación.
—Soy un productor independiente, trabajo para la BBC de Londres, y en este momento estoy intentando descubrir una manera de llegar hasta Transilvania…
Noté que el brillo de sus ojos cambiaba.
—… para completar mi documentación sobre el mito del vampiro.
Esperé: el asunto siempre despertaba curiosidad en la gente, pero ella perdió el interés en cuanto mencioné el motivo de mi visita.
—Sólo tienes que tomar el autobús —respondió—. Aunque no creas que vas a encontrar lo que buscas. Si quieres saber más sobre Drácula, lee el libro. El autor nunca estuvo en esta región.
—¿Y tú conoces Transilvania?
—No lo sé.
Aquello no era una respuesta; tal vez fuese un problema con la lengua inglesa, a pesar de su acento británico.
—Pero también me dirijo allí —continuó—. En autobús, claro.
Por su ropa no parecía ser una aventurera que anda por el mundo visitando lugares exóticos. La teoría de la prostituta volvió a mi cabeza; tal vez estuviera intentando acercarse.
—¿Quieres que te lleve?
—Ya he comprado mi billete.
Yo insistí, creyendo que aquel primer rechazo formaba parte del juego. Pero ella volvió a negarse, diciendo que tenía que hacer el viaje sola. Le pregunté de dónde era, y noté que dudaba mucho antes de responderme:
—De Transilvania, ya te lo he dicho.
—No has dicho exactamente eso. Pero, si es verdad. Podrías ayudarme a hacer los exteriores para la película y…
Mi inconsciente me decía que debía explorar el terreno un poco más, todavía tenía la idea de la prostituta en la cabeza, y me habría gustado mucho, muchísimo, que ella me acompañase. Con palabras educadas, ella rechazó mi oferta. La otra mujer entró en la conversión como si decidiese proteger a la chica, yo pensé que estaba siendo impertinente y decidí apartarme.
El intérprete llegó poco después, apurado, diciendo que había conseguido todo lo necesario, pero que iba a costar un poco más caro (ya me lo esperaba). Subí a mi habitación, cogí la maleta, que ya estaba preparada, entré en un coche ruso que se caía a trozos, atravesé largas avenidas casi sin tráfico, y comprobé que llevaba mi pequeña cámara fotográfica, mis pertenencias, mis preocupaciones, botellas de agua mineral, bocadillos y la imagen de alguien que insistía en no salir de mi cabeza.
Los días siguientes, al mismo tiempo que intentaba construir una ruta de esperar —a campesinos e intelectuales respecto al mito del vampiro—, me iba dando cuenta de que ya no sólo intentaba hacer un documental para la televisión inglesa. Me habría gustado encontrarme de nuevo a aquella chica arrogante, antipática, autosuficiente, que había visto en un café, en un hotel de Bucarest, y que en aquel momento debía de estar allí, cerca de mí; sobre la cual yo no sabía absolutamente nada aparte de su nombre, pero que, como el mito del vampiro, parecía chupar toda mi energía.
Un absurdo, algo sin sentido, algo inaceptable para mi mundo, y para el mundo de aquellos que convivían conmigo.