Me alegra mucho saber que Athena tenía una foto mía en el sitio de honor de su apartamento, pero no creo que lo que le enseñé sea de ninguna utilidad. Vino aquí, en medio del desierto, con un niño de tres años de la mano. Abrió el bolso, sacó una grabadora y se sentó delante de mi tienda. Sé que la gente en la ciudad solían darles mi nombre a los extranjeros que quería probar la cocina local, pero le dije que todavía era muy temprano para cenar.
—He venido por otra razón —dijo ella—. He sabido por si sobrino Hamid, cliente del banco en el que trabajo, que es usted un sabio.
—Hamid no es más que un joven alocado, que aunque diga que soy sabio, jamás ha seguido mis consejos. Sabio era Mahoma, el Profeta, que Dios lo bendiga.
Señalé su coche.
—No debería usted conducir sola por un terreno al que no está acostumbrada, ni aventurarse a venir por aquí sin una guía.
En vez de responderme, ella encendió el aparato. De pronto, todo lo que podía ver era a aquella mujer flotando en las dunas, al niño mirando atónito y alegre, y el sonido que parecía inundar todo el desierto. Cuando acabó, me preguntó si me había gustado.
Le dije que sí. En nuestra religión hay una secta que baila para encontrarse con Alá, ¡alabado sea su nombre! (N. R.: La secta en cuestión es el sufismo).
—Pues bien —continuó prestándose como Athena—. Desde niña siento que debo acercarme a Dios, pero la vida me aparta de Él. La música fue una de las maneras que encontré, pero no es suficiente. Siempre que bailo, veo una luz, y ahora esa luz me pide que siga adelante. No puedo seguir aprendiendo sola, necesito que alguien me enseñe.
—Cualquier cosa es suficiente —respondí—. Porque Alá, el misericordioso, está siempre cerca. Lleva una vida digna, con eso basta.
Pero parecía no estar convencida. Le dije que estaba ocupado, que tenía que preparar la cena para los pocos turistas que iban a venir. Ella respondió que esperaría lo que fuera necesario.
—¿Y el niño?
—No se preocupe.
Mientras tomaba las providencias de siempre, observaba a la mujer y a su hijo, los dos parecían tener la misma edad; corrían por el desierto, ser reían, hacían batallas de arena, se tiraban por el suelo y rodaban por las dunas. Llegó el guía con tres turistas alemanes, que comieron y pidieron cerveza; tuve que explicarles que mi religión me impedía beber y servir bebidas alcohólicas. La invité a ella y a su hijo a cenar, y uno de los alemanes se animó bastante con la inesperada presencia femenina. Comentó que estaba pensando en comprar terrenos, había acumulado una gran fortuna, y creía en el futuro de la región.
—Muy bien —fue la respuesta de ella—. Yo también lo creo.
—¿No estaría bien que cenásemos en otro sitio para poder hablar mejor sobre la posibilidad de…?
—No —cortó ella, dándole la tarjeta—. Si quiere, puede buscar mi oficina.
Cuando los turistas se marcharon, nos sentamos frente a la tienda. El niño se quedó dormido en seguida en su regazo; cogí mantas para los tres y nos quedamos mirando el cielo estrellado. Finalmente ella rompió el silencio.
—¿Por qué Hamid dice que es usted un sabio?
—Tal vez porque tengo más paciencia que él. Hubo una época en la que intenté enseñarle mi arte, pero a Hamid le interesaba más ganar dinero. Ahora debe de estar convencido de que es más sabio que yo; tiene un apartamento, un barco, mientras que yo sigo aquí, en medio del desierto, sirviendo a los pocos turistas que vienen. No entiende que me satisface lo que hago.
—Lo entiende perfectamente, porque le habla a todo el mundo de usted con mucho respeto. ¿Y qué significa su «arte»?
—Hoy te he visto bailando. Yo hago lo mismo, sólo que, en vez de mover mi cuerpo, son las letras las que bailan.
Ella pareció sorprendida.
—Mi manera de acercarme a Alá, ¡si nombre sea alabado!, fue a través de la caligrafía, la búsqueda del sentido perfecto de cada palabra. Una simple letra requiere que pongamos en ella toda la fuerza que contiene, como si estuviésemos esculpiendo su significado. Así, al escribir los textos sagrados, está en ellos el alma del hombre que sirvió de instrumento para divulgarlas al mundo.
»Y no sólo los textos sagrados, sino cada cosa que escribimos en un papel. Porque la mano que traza las líneas refleja el alma de quien las escribe.
—¿Me enseñaría usted lo que sabe?
—En primer lugar, no creo que una persona tan llena de energía tenga paciencia para eso. Además, no forma parte de tu mundo, en el que las cosas se imprimen, sin pensar demasiado en lo que se está publicando, si me permites el comentario.
—Me gustaría intentarlo.
Y durante más de seis meses, aquella mujer que yo creía nerviosa, exuberante, incapaz de quedarse quiera ni un solo momento, me visitó el viernes. El hijo se sentaba en un rincón, cogía algunos papeles y pinceles, y también se dedicaba a manifestar en sus dibujos aquello que los cielos determinaban.
Yo notaba su esfuerzo por mantenerse quieta, con la postura adecuada, y le preguntaba: «¿No crees que es mejor intentar otra cosa para distraerte?». Ella respondía: «Lo necesito, necesito calmar mi alma, y todavía no he aprendido todo lo que usted puede enseñarme. La luz del Vértice me dice que debo seguir adelante». Nunca le pregunté qué era el Vértice; no me interesaba.
La primera lección, y tal vez la más difícil fue:
—¡Paciencia!
Escribir no era tan sólo el acto de expresar un pensamiento, sino reflexionar sobre el significado de cada palabra. Juntos empezamos a trabajar los textos de un poeta árabe, ya que no creo que el Corán fuese adecuado para una persona educada en otra fe. Yo le iba dictando cada letra, y así ella se concentraba en lo que estaba haciendo, en vez de querer saber ya el significadote la palabra, de la frase o del verso.
—Una vez, alguien me dijo que la música había sido creada por Dios, y que era necesario un movimiento rápido para que las personas entrasen en contacto consigo misma —me dijo Athena una de las frases que pasamos juntos—. Durante años he visto que eso era verdad, y ahora me veo forzada a hacer la cosa más difícil del mundo: desacelerar mis pasos. ¿Por qué la paciencia es tan importante?
—Porque nos hace prestar atención.
—Pero yo puedo bailar obedeciendo solamente a mi alma, que me obliga a concentrarme en algo superior a mí misma, y que me permite entrar en contacto con Dios, si puedo utilizar esa palabra. Eso me ha ayudado a transformar muchas cosas, incluso mi trabajo. ¿No es más importante el alma?
—Claro. Sin embargo, si tu alma es capaz de comunicarse con tu cerebro, podrás transformar más cosas todavía.
Seguimos nuestro trabajo juntos. Yo sabía que, en un momento u otro, iba a tener que decirle algo que ella no estaba preparada para escuchar, de modo que aproveché cada momento para ir disponiendo su espíritu. Le expliqué que antes de la palabra está el pensamiento. Y, antes del pensamiento, está un centella divina que lo puso allí. Todo, absolutamente todo en esta tierra tenía sentido, y las cosas más pequeñas tienen que ser tomadas en consideración.
—He educado mi cuerpo para que pueda manifestar totalmente las sensaciones de mi alma —decía ella.
—Ahora educa tus dedos, de modo que puedan manifestar totalmente las sensaciones de tu cuerpo. Así tu inmensa fuerza estará concentrada.
—Es usted un maestro.
—¿Qué es un maestro? Pues yo te respondo: no es aquel que enseña algo, sino aquel que inspira al alumno para que dé lo mejor de sí mismo y descubra lo que ya sabe.
Presentí que Athena ya lo había experimentado, aunque todavía fuese muy joven. Igual que la escritura revela la personalidad de cada persona, descubrí que era consciente de que era amada no sólo por su hijo, sino por su familia, y puede que por un hombre. Descubrí también que tenía dones misteriosos, pero intenté no decírselo nunca, ya que esos dones podían provocar su encuentro con Dios, pero también su perdición.
No me limitaba a adiestrarla en la técnica; también intentaba transmitirle la filosofía de los calígrafos.
—La pluma con la que ahora escribes estos versos no es más que el instrumento. No tiene conciencia, sigue el deseo del que la sujeta. Y en eso se parece mucho a lo que llamamos «vida». Muchas personas están en este mundo simplemente desempeñando un papel, sin entender que hay una Mano Invisible que las guía.
»En este momento, en tus manos en el pincel que traza cada letra, están todas las intenciones de tu alma. Intenta entender la importancia de eso.
—Lo entiendo, y me doy cuenta de que es importante mantener cierta elegancia. Porque usted me exige que me siente en una determinada posición, que respete el material que voy a utilizar y que no empiece hasta que haya hecho eso.
Claro. A medida que respetaba el pincel, descubría que era necesario tener serenidad y elegancia para aprender a escribir. Y la serenidad viene del corazón.
—La elegancia no es algo superficial, sino la manera que el hombre encontró para honrar la vida y el trabajo. Por eso, cuando sientas que la postura te es incómoda, no pienses que es falsa o artificial: es verdadera porque es difícil. Hace que tanto el papel como la pluma se sientan orgullosos de tu esfuerzo. El papel deja de ser una superficie plana e incolora, y pasa a tener la profundidad de las cosas que se ponen en él.
»La elegancia es la postura más adecuada para que la escritura sea perfecta. En la vida también es así: cuando se descarta lo superfluo, el ser humano descubre la simplicidad y la concentración: cuanto más simple y más sobria es la postura, más bella será ésta, aunque al principio parezca incómodo.
De vez en cuando, ella me hablaba de su trabajo. Decía que le entusiasmaba lo que hacía, y que acababa de recibir una propuesta de un poderoso emir. Había ido al banco a ver a un amigo suyo que era director (los emires nunca van al banco a sacar dinero, tienen muchos empleados para que lo hagan) y, hablando con ella, comentó que estaba buscando a alguien para encargarse de la venta de terrenos, y le gustaría saber si estaba interesada.
¿A quién le iba a interesar comprar terrenos en medio del desierto o en un puerto que no estaba en el centro del mundo? Decidí no decir nada; al mirar atrás, me alegro de haber permanecido en silencio.
Sólo habló del amor de un hombre una única vez, aunque siempre que llegaban los turistas a cenar, y la veían allí, intentasen seducirla de alguna manera. Normalmente, Athena ni siquiera se molestaba, hasta que un día uno de ellos insinuó que conocía a su novio. Ella se puso pálida, y miró inmediatamente al niño, que por suerte no estaba prestando atención a la conversación.
—¿De qué lo conoce?
—Estoy de broma —dijo el hombre—. Sólo quería saber si estaba libre.
Ella no dijo nada, pero entendí que el hombre que en aquel momento estaba en su vida no era el padre del niño.
Un día llegó más temprano que de costumbre. Me dijo que había dejado su trabajo en el banco, había empezado a vender terrenos, y así tendría más tiempo libre. Le expliqué que no podía enseñarle antes de la hora prevista; tenía cosas que hacer.
—Puedo unir las dos cosas: movimiento y quietud; alegría y concentración.
Fue hasta el coche, cogió la grabadora, y a partir de aquel momento, Athena bailaba en el desierto antes de empezar las clases, mientras el niño corría y sonreía a si alrededor. Cuando se sentaba para practicar caligrafía, su mano era más segura que normalmente.
—Hay dos tipos de letras —le explicaba yo—. La primera se hace con precisión, pero sin alma. En este caso, aunque el calígrafo tenga un gran dominio sobre la técnica, se ha concentrado exclusivamente en el oficio y por eso no ha evolucionado, se ha hecho repetitivo, no ha conseguido crecer y algún día dejará el ejercicio de la escritura, porque piensa que se ha convertido en una rutina.
»En segundo tipo es la letra que se hace con técnica, pero también con alma. Para ello, es necesario que la intención de quien escribe esté de acuerdo con la palabra; en este caso, los versos más tristes dejan de revestirse de tragedia y se convierten en simples hechos que se hallaban en nuestro camino.
—¿Qué hace usted con sus dibujitos? —preguntó el niño en perfecto árabe. Aunque no entendiese nuestra conversación, hacía lo posible por participar en el trabajo de su madre.
—Los vendo.
—¿Puedo vender mis dibujos?
—Debes vender tus dibujos. Un día te harás rico con ellos, y ayudarás a tu madre.
Él se puso contento con mi comentario y siguió con lo que estaba haciendo en ese momento: una mariposa de colores.
—¿Y qué hago con mis textos? —preguntó Athena.
—Sabes el esfuerzo que te ha costado sentarte en posición correcta, tranquilizar tu alma, tener clara tu intención respetar cada letra de cada palabra. Pero, por ahora, sólo sigue practicando.
»Después de mucho practicar, ya no pensamos en todos los movimientos necesarios: pasan a formar parte de nuestra propia existencia. Antes de llegar a ese estado, sin embargo, hay que practicar, repetir. Y, por si fuera suficiente, repetir y practicar.
»Fíjate en un buen herrero trabajando el acero. Para el que no sabe, repite los mismos martillazos.
»Pero el que conoce el arte de la caligrafía sabe que, cada vez que él levanta el martillo y lo hace bajar, la intensidad del golpe es diferente. La mano repite el mismo gesto, pero, a medida que se acerca al hierro, entiende que debe tocarlo con más dureza o con más suavidad. Con la repetición sucede lo mismo: aunque parezca igual, es siempre distinta.
»Llegará un momento en el que no tendrás que pensar en lo que estás haciendo. Pasarás a ser la letra, la tinta, el papel y la palabra.
Eso llegó casi un año después. En ese momento, Athena ya era conocida en Dubai, me mandaba clientes a cenar a mi tienda, y por ellos pude saber que su carrera iba muy bien: ¡estaba vendiendo trozos de desierto! Una noche, precedido de un gran séquito, apareció el emir en persona. Yo me asusté; no estaba preparado para aquello, pero él me tranquilizó y me agradeció lo que estaba haciendo por su empleada.
—Es una persona excelente, y atribuye sus cualidades a lo que está aprendiendo con usted. Estoy pensando en darle una parte de a sociedad. Tal vez sea buena idea enviarle a mis vendedores para que aprendan caligrafía, sobre todo ahora que Athena tiene que irse un mes de vacaciones.
—No le iba a servir de nada —respondí—. La caligrafía simplemente es uno de los métodos que Alá, ¡alabado sea su nombre!, nos ofreció. Enseña objetividad y paciencia, respeto y elegancia, pero podemos aprender todo eso…
—… con el baile —completó la frase Athena, que estaba cerca.
—O vendiendo inmuebles —sugerí.
Cuando todos se fueron, cuando el niño se echó en un rincón de la tienda, con los ojos cerrándosele de sueño, cogí el material de caligrafía y e pedí que escribiese algo. En mitad de la palabra, el quité la pluma de la mano. Era el momento de decir lo que tenía que ser dicho. Le sugerí que caminásemos un poco por el desierto.
—Ya has aprendido todo lo que necesitabas —dije—. Tu caligrafía es cada vez más personal, más espontánea. Ya no es una simple repetición de la belleza, sino un gesto de creación personal. Has comprendido lo que los grandes pintores entienden, que para olvidar las reglas, hay que conocerlas y respetarlas.
»Ya no necesitas los instrumentos con los que aprendiste. Ya no necesitas el papel, ni la tinta, ni la pluma, porque el camino es más importante que aquello que te llevó a caminar. Una vez me contaste que la persona que te enseñó a bailar se imaginaba música en su cabeza, y aun así, era capaz de repetir los ritmos necesarios y precisos.
—Eso mismo.
—Si las palabras estuvieran todas unidas, no tendrían sentido, o sería muy complicado entenderlas: tiene que haber espacios entre ellas.
Athena asistió con la cabeza.
—Pero, a pesar de que dominas las palabras, todavía no dominas los espacios en blanco. Tu mano, cuando estas concentrada, es perfecta. Cuando salta de una palabra a la otra, se pierde.
—¿Cómo sabe usted eso?
—¿Tengo razón?
—Tiene toda la razón. Por algunas fracciones de segundo antes de concentrarme en la siguiente palabra, me pierdo. Cosas en las que no quiero pensar insisten en dominarme.
—Y sabes exactamente qué es.
Athena lo sabía, pero no dijo nada, hasta que volvimos a la tienda y pudo coger a su hijo dormido en brazos. Sus ojos parecían estar llenos de lágrimas, aunque hacía lo posible por controlarse.
—El emir dijo que te ibas de vacaciones.
Ella abrió la puerta del coche, puso la llave en el contacto y arrancó. Durante algún momento, sólo el ruido del motor rompía el silencio del desierto.
—Sé a qué se refiere —dijo ella al final—. Cuando escribo, cuando bailo, me guía la Mano que todo lo creó. Cuando veo a Viorel durmiendo, sé que sabe que es el fruto de mi amor por su padre, aunque no lo vea desde hace más de un año. Pero yo…
Se quedó en silencio de nuevo; el silencio que era el espacio en blanco entre las palabras.
—… pero yo no conozco la mano que me meció por primera vez. La mano que me inscribió en el libro de este mundo.
Yo sólo asentí con la cabeza.
—¿Cree usted que eso es importante?
—No siempre. Pero en tu caso, mientras no toques esa mano, no mejorará… digamos… tu caligrafía.
—No creo que sea necesario descubrir a quien jamás se tomó la molestia de amarme.
Cerró la puerta, sonrió y se marchó con el coche. A pesar de sus palabras, yo sabía cuál sería su siguiente paso.