Acepté a Athena simplemente porque su familia era una de nuestros más importantes; después de todo, el mundo gira en torno a los intereses mutuos. Como era demasiado nerviosa, la puse a trabajar en un departamento burocrático, con la dulce esperanza de que acabase pidiendo la dimisión; de esta manera podría decirle a su padre que había intentado ayudarla, sin éxito.
Mi experiencia como director me había enseñado a conocer el estado de ánimo de las personas aunque no dijeran nada. Me lo habían enseñado en un curso de gerencia: si quieres librarte de alguien, haz todo lo que puedas para que acabe faltándote al respeto y así poder despedirlo por una causa justa.
Hice todo lo posible para alcanzar mi objetivo con Athena; como ella no dependía de ese dinero para sobrevivir, acabaría descubriendo que el esfuerzo de despertarse temprano, dejar al niño en casa de su madre, trabajar todo el día en un empleo repetitivo, volver a coger al niño, ir al supermercado, cuidar del niño, ponerlo a dormir, al día siguiente volver a perder tres horas en el transporte público, todo absolutamente innecesario, ya que había otras maneras interesantes de pasar el tiempo. Poco a poco, estaba cada vez más irritable, y me sentí orgulloso de mi estrategia: iba a conseguirlo. Ella empezó a quejarse del sitio en el que vivía, diciendo que, en su apartamento, el propietario acostumbraba a poner la música altísima por las noches y que ya ni siquiera podía dormir bien.
De repente, algo cambió. Primero, sólo en Athena. Y después en toda la oficina.
¿Cómo pude notar ese cambio? Bueno, un grupo de personas que trabajaban juntas es como una especie de orquesta; un buen gerente es el director, y sabe qué instrumento está desafinado, cuál transmite más emoción y cuál simplemente sigue al resto del grupo. Athena parecía tocar su instrumento sin el menor entusiasmo, siempre distante, sin compartir jamás con sus compañeros las alegrías ni las tristezas de su vida personal, dando a entender que, cuando salía del trabajo, el resto del tiempo se resumía en cuidar a su hijo y nada más. Hasta que empezó a parecer más descansada, más comunicativa, y le contaba a quien quisiera escuchar que había descubierto una técnica de rejuvenecimiento.
Claro que eso es una palabra mágica: rejuvenecimiento. Viniendo de alguien con tan sólo ventiún años de edad, suena absolutamente fuera de contexto, y aun así, la gente la creyó y empezaron a pedirle el secreto de esa fórmula.
Su eficiencia aumentó, aunque la cantidad de trabajo seguía siendo la misma. Sus compañeros de trabajo, que antes se limitaban a darle los «buenos días» y las «buenas noches», empezaron a invitarla a comer. Cuando volvían, parecían satisfechos, y la productividad del departamento dio un salto gigantesco.
Sé que las personas enamoradas acaban contagiando el ambiente en el que vive: deduje inmediatamente que Athena debía de haber encontrado a alguien muy importante en su vida.
Se lo pregunté y dijo que sí, y añadió que jamás había salido con un cliente, pero que en ese caso le había sido imposible rechazar la invitación. En una situación normal, habría sido despedida de inmediato: las reglas del banco eran claras, los contactos personales estaban totalmente prohibidos. Pero, para entonces, me había dado cuenta de que su comportamiento había contagiado prácticamente a todo el mundo; algunos de sus colegas empezaron a reunirse con ella después del trabajo, y por lo que sé, al menos dos o tres de ellos habían estado en su casa.
La situación me resultaba muy complicada; la joven aprendiz, sin ninguna experiencia laboral anterior, que antes era tímida y a veces agresiva, se había convertido e una especie de líder natural de mis empleados. Si la despedía, creerían que era por celos, y perdería su respeto. Si la mantenía, corría el riesgo de perder el control del grupo en pocos meses.
Decidí esperar un poco, mientras tanto, la «energía» (detesto esta palabra, porque en realidad no quiere decir nada en concreto, a no ser que estemos hablando de electricidad) de la oficina empezó a mejorar. Los clientes parecían más satisfechos, y comenzaron a recomendarnos a otros. Los trabajadores estaban alegres, y aunque la cantidad de trabajo se hubiese doblado, no me vi obligado a contratar a más gente para hacerlo, ya que todos asumían sin problemas sus obligaciones.
Un día recibí una carta de mis superiores. Querían que fuese a Barcelona, donde se iba a celebrar una convención del grupo, para que les explicase el método administrativo que estaba usando. Según ellos, habían conseguido aumentar el beneficio sin elevar los gastos, y eso es lo único que le interesa a los ejecutivos (en todo el mundo, dicho sea de paso).
¿Qué método?
Mi único mérito era saber dónde había empezado todo, y decidí llamar a Athena a mi despacho. La felicité por la excelente productividad, ella me lo agradeció con una sonrosa.
Actué con cuidado, ya que no quería que me interpretase mal:
—¿Y cómo está tu novio? Siempre he pensado que el que recibe amor da más amor. ¿Qué hace?
—Trabaja en Scotland Yard (N. R.: Departamento de investigación ligado a la policía metropolitana de Londres).
Preferí no entrar en más detalles. Pero tenía que seguir la conversación a toda costa, y no podía perder demasiado tiempo.
—He notado un gran cambio en ti, y …
—¿Ha notado un gran cambio en la oficina?
¿Cómo responder a una pregunta así? Por un lado, le estaría dando más poder de lo que sería aconsejable; por otro, si no era directo, jamás obtendría las respuestas que necesitaba.
—Sí, he notado un gran cambio. Y estoy pensando en promocionarte.
—Necesito viajar. Quiero salir un poco de Londres, conocer nuevos horizontes.
¿Viajar? Ahora que todo iba bien en mi ambiente de trabajo, ¿quería irse? Pero, pensándolo mejor, ¿no era eso lo que yo deseaba?
—Puedo ayudar al banco si me da más responsabilidades —continuó.
Entendido; me estaba dando una excelente oportunidad. ¿Cómo no había pensado antes en es? «Viajar» significaba apartarla, recuperar mi liderazgo, sin tener que cargar con los costes de mi dimisión o de la rebelión. Pero necesitaba reflexionar sobre el asunto, porque, antes de ayudar al banco, tenía que ayudarme a mí. Ahora que mis jefes habían notado el crecimiento de nuestra productividad, sabía que debía conservarla, con el riesgo de perder el prestigio y quedar en peor posición que antes. A veces entiendo por qué gran parte de mis compañeros no intentan hacer demasiado para mejorar: si no l o consiguen, los llaman incompetentes. Si lo consiguen, se ven obligados a crecer siempre, y acaban sus días con un infarto de miocardio.
Di el siguiente paso con cuidado: no es aconsejable asustar a la persona antes de que revele el secreto que queremos saber; mejor fingir que estamos de acuerdo con lo que pide.
—Intentaré hacer llegar tu petición a mis superiores. Por cierto, voy a reunirme con ellos en Barcelona, y por eso he decidido llamarte. ¿Estaría en lo cierto si dijese que nuestra oficina mejoró desde que, digamos, la gente ha empezado una mejor relación contigo?
—Digamos …una mejor relación consigo mismos.
—Sí. Pero provocada por ti, ¿o me equivoco?
—Usted sabe que no está equivocado.
—¿Has estado leyendo algún libro sobre gerencia que yo no conozco?
—No leo ese tipo de cosas. Pero me gustaría que me prometiera que realmente se va a considerar lo que le he pedido.
Pensé en su novio de Scotland Yard; si se lo prometía y no lo cumplía, ¿iba a sufrir represalias? ¿Le habría enseñado a alguna tecnología punta para conseguir resultados imposibles?
—Puedo contárselo absolutamente todo, aunque no cumple usted su promesa. Pero no sé si dará resultado, si no hace lo que le enseñe.
—¿La «técnica de rejuvenecimiento»?
—Eso mismo.
—¿Y no es suficiente con conocer la teoría?
—Tal vez. A la persona que me lo enseñó a mí le tengo a través de unas hojas de papel.
Me alegro que no me forzase a tomar decisiones que están más allá de mi alcance y de mis principios. Pero, en el fondo, debo confesar que tenía un interés personal en esa historia, ya que también soñaba con un reciclaje de mi potencial. Le prometí que haría todo lo posible, y Athena empezó a hablar de una larga y esotérica danza en busca de un Vértice (o Eje, ya no me acuerdo bien). A medida que íbamos hablando, yo intentaba ordenar de manera objetiva sus reflexiones alucinatorias. Una hora no fue suficiente, y juntos preparamos el informe para presentar a los directivos del banco. En un determinado momento de nuestra conversación, ella me dijo sonriendo:
—No tema escribir algo demasiado parecido a lo que estamos hablando. Creo que incluso los directivos de un banco son gente como nosotros, de carne y hueso, y seguro que están interesadísimos en métodos no convencionales.
Athena estaba completamente equivocada: en Inglaterra las tradiciones siempre hablan más alto que las innovaciones. ¿Pero qué me costaba arriesgarme un poco, siempre que no pusiera mi trabajo en peligro? Como aquello me parecía completamente absurdo, tenía que resumirlo y ordenarlo de forma que todos pudiesen entenderlo. Eso era suficiente.
Antes de empezar mi conferencia en Barcelona, me repetí durante toda la mañana: «mi» estrategia está dando resultado, y eso es lo que importa. Leí algunos manuales y descubrí que, para presentar una idea nueva con el mayor impacto posible, también hay que estructurarla para que provoque a la audiencia, así que lo primero que les dije a los ejecutivos reunidos en un hotel de lujo fue una frase de san Pablo: «Dios escondió las cosas más importantes de los sabios, porque no son capaces de entender lo simple, y decidió revelárselas a los simples de corazón». (N. R.: Imposible saber aquí si se refiere a una cita de Mateo el Evangelista [11, 25], que dice: «Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla». O a una frase de Pablo [Cor. 1, 27]: «Al contrario, Dios eligió lo que el mundo tiene por necio para confundir a los sabios; lo que el mundo tiene por débil, para confundir a los fuertes»).
Al decir eso, todo el auditorio, que había pasado dos días analizando gráficos y estadísticas, se quedó en silencio. Pensé que había perdido mi empleo, pero decidí continuar. Primero, porque había investigado sobre el tema, estaba seguro de lo que decía y merecía el crédito. Segundo, porque en determinados momentos me viese obligado a omitir la gran influencia de Athena en todo este proceso, tampoco estaba mintiendo.
—He descubierto que, para motivar hoy en día a los trabajadores, hace falta algo más que un buen entrenamiento en nuestros centros perfectamente cualificados. Todos nosotros tenemos una parte desconocida que cuando sale a la luz puede hacer milagros.
»Todos trabajamos por alguna razón: alimentar a nuestros hijos, ganar dinero para vivir, justificar una vida, conseguir una cota de poder. Pero hay etapas tediosas durante este recorrido, y el secreto consiste en convertir esas etapas en un encuentro con uno mismo.
»Por ejemplo: no siempre la búsqueda de la belleza está asociada a algo práctico, y aun así, la buscamos como si fuese lo más importante de este mundo. Los pájaros aprenden a cantar, lo cual no significa que eso les vaya a ayudar a conseguir comida, a evitar a los depredadores, ni a librarse de los parásitos. Los pájaros cantan, según Darwin, porque es la única manera de conseguir atraer a la pareja y perpetuar la especie.
Me interrumpió un ejecutivo de Ginebra, que insistía en que hiciese una presentación más objetiva. Pero el director general me animó a seguir adelante, lo cual me entusiasmó.
—También según Darwin, que escribió un libro capaz de cambiar el curso de la humanidada (N. R.: El origen de las especies, 1871, en el que demuestra que el hombre es una evolución natural de una especie de mono), todos aquellos que son capaces de despertar pasiones están repitiendo algo que ya sucede desde la época de las cavernas, en la que los ritos para cortejar a l otro eran fundamentales para que la especie humana pudiese sobrevivir y evolucionar. Bien, ¿qué diferencia hay entre la evolución de la especie humana y la evolución de una oficina bancaria? Ninguna. Las dos obedecen a las mismas leyes: sólo sobreviven y se desarrollan los más capacitados.
En ese momento, me vi obligado a decir que había desarrollado esa idea gracias a la espontánea colaboración de una de mis trabajadoras, Sherien Khalil.
—Sherine, a la que le gusta que la llamen Athena, trajo a su lugar de trabajo un nuevo tipo de comportamiento, o sea, la pasión. Eso mismo, la pasión, algo que nunca consideramos cuando estamos tratando de préstamos o de plantillas de gastos. Mis trabajadores empezaron a utilizar la música como estímulo para atender mejor a sus clientes.
Me interrumpió otro ejecutivo diciendo que eso era una idea antigua: los supermercados hacían lo mismo, utilizando melodías que inducían a la gente a comprar.
—No he dicho que pongamos música en el lugar de trabajo. Han empezado a vivir de forma diferente, porque Sherine, o Athena, si lo prefieren, les ha enseñado a bailar antes de enfrentarse a su trabajo diario. No sé exactamente qué mecanismo puede despertar eso en la gente; como gerente, soy responsable de los resultados, no del proceso. Yo no he bailado, pero he comprendido que, a través de ese tipo de baile, todos se sentían más unidos a lo que hacían.
»Nacemos, crecemos y hemos sido educados con la máxima de que el tiempo es dinero. Sabemos exactamente qué es el dinero, pero ¿sabemos cuál es el significado de la palabra tiempo? El día tiene veinticuatro horas y una infinidad de momentos. Tenemos que ser conscientes de cada minuto, saber aprovecharlo para lo que hacemos o simplemente para la contemplación de la vida. Si desaceleramos, todo dura más. Claro, puede durar más el lavar los platos, o la suma de saldos, o la compilación de créditos, o el listado de las notas provisionales, pero ¿por qué no utilizarlo en cosas agradables, alegrarse por el hecho de estar vivo?
El principal ejecutivo del banco me miraba con sorpresa. Estoy seguro de que quería que siguiese explicando detalladamente todo lo que había aprendido, pero algunos de los presentes empezaban a sentirse inquietos.
—Entiendo perfectamente lo que quiere decir —comentó. Sé que sus trabajadores trabajan con más entusiasmo, porque hay al menos un momentos al día en el que entran en contacto consigo mismos. Me gustaría felicitarlo por haber sido lo suficientemente flexible como para permitir la integración de enseñanzas no ortodoxas, que están dando tan excelentes resultados.
»Pero como estamos en una convención, y estamos hablando de tiempo, dispone de cinco minutos para concluir su presentación. ¿Sería posible intentar elaborar una lista de puntos principales que nos permitan aplicar esos principios en otras oficinas?
Tenía razón. Todo aquello podía ser bueno para el trabajo, pero también podía ser fatal para mi carrera, así que decidí resumir lo que habíamos escrito juntos.
—Basándome en observaciones personales, he desarrollado junto a Sherine Khalil algunos puntos, sobre lo que estoy dispuesto a debatir con quien esté interesado. Ésos son los principales:
»A) Todos tenemos una capacidad desconocida, y que permanecerá desconocida para siempre. Aun así, puede ser nuestra aliada. Como es imposible medirla o darle a esta capacidad un valor económico, nunca es tendida en consideración, pero como estoy hablando con seres humanos, seguro que entienden a qué me refiero, al menos en teoría.
»B) En mi oficina, tal capacidad fue provocada a través de una danza, basada en un ritmo que, si no me equivoco, procede de los desiertos de Asia. Pero el lugar en el que surgió es irrelevante, siempre que la gente pueda expresar con su cuerpo lo que quiere decir su alma. Sé que la palabra “alma” aquí puede ser malinterpretada, así que sugiero que la cambiemos por “intuición”. Y si esta palabra tampoco es asimilable, podemos utilizar “emociones primarias”, que parece que tiene una connotación más científica, aunque exprese menos fuerza que las palabras anteriores.
»C) Antes de ir a trabajar, animé a mis trabajadores a que bailasen por lo menos una hora, en vez de hacer gimnasia o ejercicios de aeróbic. Bailar estimula el cuerpo y la mente, empiezan el día exigiéndose creatividad a sí mismos, y utilizan esa energía acumulada en sus tareas de la oficina.
»D) Los clientes y los empleados viven en un mismo mundo: la realidad son simples estímulos eléctricos en nuestro cerebro. Lo que creemos que “vemos” es un impulso de energía en una zona completamente oscura de la cabeza. Así que podemos intentar modificar esta realidad si entramos en la misma sintonía. De alguna manera que no puedo entender, la alegría es contagiosa, igual que el entusiasmo y el amor. O como la tristeza, la depresión, el odio; cosas que pueden percibir “intuitivamente” los clientes y los demás empleados. Para mejorar la eficacia, hay que crear mecanismos que mantengan estos estímulos positivos presentes.
—Muy esotérico —comentó una mujer que dirigía los fondos de acciones de una oficina de Canadá.
Perdí un poco la compostura: no había conseguido convencer a nadie. Fingiendo ignorar su comentario, y utilizando toda mi creatividad, busqué un final técnico:
—El banco debería destinar una partida del presupuesto a investigar cómo se produce este contagio, así obtendríamos muchos más beneficios.
Aquel final me parecía razonablemente satisfactorio, así que decidí no utilizar los dos minutos que todavía me quedaban. Cuando acabó el seminario, al final de un día agotador, el director general me llamó para cenar (delante de todos los colegas, como si intentara demostrar que me apoyaba en todo lo que había dicho). Nunca antes había tenido esta oportunidad, e intenté aprovecharla lo mejor posible; empecé a hablar de objetivos, plantillas, dificultades de las bolsas de valores, nuevos mercados. Pero él me interrumpió: le interesaba más saber todo lo que yo había aprendido con Athena.
Al final, para mi sorpresa, llevó la conversación al terreno personal.
—Sé a qué se refiere usted en la conferencia cuando mencionó tiempo. A principios de este año, mientras disfrutaba de las vacaciones durante las fiestas, decidí sentarme un rato en el jardín de mi casa. Cogí el periódico del buzón, nada importante, salvo las cosas que los periodistas habían decidido que debíamos saber, seguir, posicionarnos al respecto.
»Pensé en llamar a alguien de mi equipo, pero habría sido absurdo, ya que todos estaban con sus familias. Comí con mi mujer, con mis hijos y mis nietos, me eché una siesta, cuando me desperté tomé una serie de notas y de repente me di cuenta de que todavía eran las dos de la tarde, me quedaban otros tres días sin trabajar, y por más que adorase la convivencia con mi familia, empecé a sentirme inútil.
»Al día siguiente, aprovechando el tiempo libre, fui a hacerme una prueba del estómago, cuyo resultado, afortunadamente, fue satisfactorio. Fui al dentista, que me dijo que no había problema alguno. Volví a comer con mi mujer, mis hijos y mis nietos, volví a dormir, me desperté de nuevo a las dos de la tarde y me di cuenta de que no tenía absolutamente nada en que concentrar mi atención.
»Me asusté: ¿no debería estar haciendo algo? Si quisiera pensar en algo que hacer, no sería un gran esfuerzo (siempre tenemos proyectos que desarrollar, bombillas que hay que cambiar, hojas secas que hay que barrer, ordenar libros, organizar archivos en le ordenador, etc.). ¿Qué tal si afrontaba el vacío total? Y fue en ese momento en el que recordé algo que me pareció muy importante: tenía que ir hasta el buzón, que queda a un kilómetro de mi casa de campo, y enviar unas tarjetas de Navidad que había olvidado encima de la mesa.
»Y me sorprendí: ¿por qué tengo que enviar hoy esas tarjetas? ¿Acaso es imposible quedarme como estoy ahora sin hacer nada?
»Una serie de pensamientos cruzaron mi cabeza: amigos que se preocupan por cosas que todavía no han sucedido, conocidos que saben llenar cada minuto de sus vidas con tareas que me parecen absurdas, conversaciones sin sentido, largas llamadas para no decir nada importante. Ya he visto a mis directores inventando trabajo para justificar su cargo, o a trabajadores que sienten miedo porque no les ha sido entregado nada importante para hacer ese día y eso puede significar que ya no son útiles. Mi mujer que se tortura porque mi hijo se ha divorciado, mi hijo que se tortura porque mi nieto ha sacado notas bajas en el colegio, mi nieto que se muere de miedo por poner triste a sus padres, aunque todos sepamos que esas notas no son tan importantes…
»Me interné en una larga y difícil lucha conmigo mismo para no levantarme de allí. Poco a poco, la ansiedad fue dando paso a la contemplación, y empecé a escuchar mi alma, o intuición, o emociones primitivas, según en lo que crea usted. Sea lo que sea, esa parte de mí estaba ansiosa por hablar, pero siempre estoy ocupado.
»En este caso no fue el baile, sino la completa ausencia de ruido y de movimiento, el silencio, el que me hizo entrar en contacto conmigo mismo. Y, créame, supe muchas cosas sobre los problemas que me preocupaban, aunque todos esos problemas hubiesen desaparecido mientras yo estaba allí sentado. No vi a Dios, pero pude entender con más claridad las decisiones que tenía que tomar.
Antes de pagar la cuenta, me sugirió que le enviase a esa trabajadora a Dubai, donde el banco iba a abrir una nueva oficina y el riesgo era alto. Como un excelente director, sabía que yo ya había aprendido todo lo que necesitaba, y que ahora era cuestión de darle continuidad, la trabajadora podía ser más útil en otro lugar. Sin saberlo, me estaba ayudando a cumplir la promesa que había hecho.
Cuando volví a Londres, le comuniqué la invitación inmediatamente a Athena. Ella aceptó al momento; dijo que hablaba árabe con fluidez (yo lo sabía, debido a los orígenes de su padre). Pero no pretendíamos hacer negocios con los árabes, sino con los extranjeros. Le agradecí su ayuda, ella no mostró el menor interés por mi conferencia en la convención; sólo me preguntó cuándo debía preparar las maletas.
Todavía hoy no se si era una fantasía esa historia del novio de Scotland Yard. Creo que, si fuera verdad, el asesino de Athena ya estaría en la cárcel, porque no me creo en absoluto lo que contaron los periódicos respecto al crimen. En fin, puedo entender mucho de ingeniería financiera, puedo incluso darme el lujo de decir que el baile ayuda a los empleados de banca a trabajar mejor, pero jamás conseguiré entender por qué la mejor policía del mundo es capaz de cazar a algunos asesinos y dejar a otros sueltos.
Pero eso ya no tiene importancia.