EN EL MAR
María ha salido sobre cubierta a respirar el aire de la noche.
El Clyde marcha a toda máquina en medio de una oscuridad densa.
El cielo está cerrado y sin estrellas; las olas sombrías se agitan como una manada confusa de caballos negros, y van y vienen en el misterio del mar.
En medio de las tinieblas, de este abismo caótico de agua y de sombra, María respira con fuerza y se siente segura y tranquila. El aire salobre le azota el rostro con ráfagas impetuosas; silba el viento, y las olas cargadas de espuma parecen cantar y quejarse en los costados del buque.
La hélice se hunde en el agua; las máquinas retiemblan, y estos rumores roncos son como hurras de triunfo, voces atronadoras de un dios padre y protector de la civilización bastante fuerte para vencer las cóleras del viento unidas a las cóleras del mar.
De cuando en cuando la sirena del Clyde lanza un aullido formidable en medio de la negrura de la noche, y se oyen a lo lejos, muy amortiguadas por la distancia, las señales de otros barcos que pasan.
A veces una ráfaga de aire viene empapada en lluvia; después cambia el viento y gime y suspira con una hipócrita mansedumbre.
En algunos instantes la nave parece cansada; se cree sentir que la hélice se hinca con menos fuerza en el agua; pero luego, como con una decisión súbita, se agita el barco, tiembla con un estremecimiento de todas sus paredes y se lanza a hender las olas oscuras, mientras la máquina zumba sordamente y un silbido agudo, seguido de una nube de humo, sale de la chimenea.
Como esos pájaros de presa audaces y soberbios que revolotean entre las aguas irritadas y amenazadoras, y levantando el vuelo y lanzando un grito estridente se pierden en la niebla, así marcha el Clyde sobre el mar de los ruidos tempestuosos.
María respira como un hálito de vigor, de energía, al sentirse volar como una flecha en medio de la oscuridad y de las olas.
Vuelve a la cámara, en donde se ha refugiado su padre; las luces eléctricas colgadas del techo oscilan suavemente. Aracil, pálido, demacrado, envuelto en una manta, con la cabeza más baja que los pies, permanece inmóvil.
«Mañana —dice María— estaremos en Londres».
Y Aracil, postrado por el mareo, hace un gesto de indiferencia.
Madrid, enero 1908.