SE VAN
A las tres semanas de estar en el pueblo, el minero inglés les dijo que había recibido la noticia de que un barco, el Clyde, saldría al día siguiente de Lisboa para Londres, sin parar en ningún puerto de España. Además, convenía que se fueran, porque en el pueblo se comenzaba a hablar mucho de ellos, lo cual podía ser peligroso.
Se decidieron; el minero les entregó una carta de Gray para un hotel-pensión de Londres, y ordenó a su secretario que les acompañara a Lisboa y les dejara instalados en el vapor.
Después de almorzar salieron los tres en coche, y cruzaron durante una hora por entre pinares. El cielo estaba nublado, amenazando lluvia.
Llegaron a la estación, esperaron una media hora, y tomaron el sudexpreso. El mozo del tren les hizo pasar a un departamento en el cual iba sólo un joven de quevedos y sobretodo gris. María se acurrucó en un rincón y cerró los ojos.
Pensaba en los incidentes del viaje a pie, que en pocos días tomaban en su imaginación la vaguedad de recuerdos lejanos, interrumpidos por impresiones de una extraordinaria viveza.
La rotura brusca de la vida normal le había modificado de tal manera las perspectivas de las cosas y de las personas, que la vida suya, la de su padre y la de su familia las encontraba distintas a como las había visto siempre.
El joven del sobretodo gris se puso a hablar con el doctor y con el secretario del inglés. Este joven elegante era un portuguesillo un tanto finchado, que hablaba español muy bien; dijo que era diputado conservador y partidario de la dictadura. Tenía a gloria el ser amigo de todas las bailarinas y cantaoras de Madrid y de Sevilla.
María, a quien no interesaba gran cosa la conversación del diputado, salió al corredor del tren. Había oscurecido ya; por delante de la ventanilla pasaban rápidamente los árboles y casas. Estaba lloviendo. El tren rodaba con un ritmo monótono por el campo.
De tarde en tarde se detenía en una estación solitaria; se oía un nombre pronunciado de una manera lánguida; se veía a la luz de unos faroles un paseo con unas acacias que lloraban lágrimas sobre el asfalto del andén, y seguía la marcha.
María estaba impaciente, ansiando llegar. Se puso a leer los anuncios colocados en el pasillo del vagón; eran casi lodos de hoteles y casinos de esos pueblos cuyo nombre sólo da una impresión de fiesta y placer: Niza, Ostende, Montecarlo, Constantinopla, el Cairo…
Paseó María de un lado a otro del largo vagón, y se detuvo al oír hablar castellano a dos señoras. Le parecía que hacía ya un tiempo largo que no había oído su lengua.
Entró de nuevo en el coche; el diputado, el secretario del inglés y Aracil seguían charlando de política.
Serían las doce de la noche cuando se comenzaron a ver las luces de Lisboa; brillaban los focos eléctricos en el aire húmedo; se pasó por delante de una avenida iluminada. Llegaron a la estación, bajaron en un ascensor hasta una calle, tomaron un coche, y el secretario indicó al cochero dónde debía pararse.
Llovía a chaparrón. Cruzaron entre el diluvio, que convertía las calles en torrentes, y fueron por la orilla del río hasta un muelle, en donde pararon. Los fanales eléctricos de un barco brillaban y se balanceaban en los palos como estrellas. Un farol rojo iba y venía por la cubierta.
Se detuvo el coche, y entraron los tres de prisa en el barco. Era el Clyde. Se les presentó un marinero envuelto en un impermeable. El secretario llamó a un empleado del barco, que indicó sus camarotes a María y a su padre. Luego el secretario se despidió afectuosamente de ellos y los dejó solos.