DESCANSAN
Al día siguiente Aracil notó que su hija tenía mucha fiebre. Las heridas de los pies no eran bastante causa para una elevación tan grande de temperatura. Al anochecer decreció la fiebre. Aracil supuso si sería esta consecuencia del desgaste nervioso de los días anteriores; pero a media noche volvió de nuevo la calentura, y Aracil comprendió que había algo palúdico y supuso que en la noche de la huida, al quedarse a descansar en la orilla del Tiétar, habría cogido la enfermedad.
Durante casi toda la noche María estuvo delirando. La obsesión en su delirio era el río.
«El río…, el río… —exclamaba—; ten cuidado…, nos vamos a ahogar… —y se erguía en la cama, temblorosa, con los ojos muy abiertos—. ¡Ah!, ya hemos pasado…»
Y volvía siempre a la misma idea.
Aracil estaba muy inquieto con la enfermedad de su hija, y preguntó al minero si el médico del pueblo era hombre inteligente.
—Sí, sí, mucho.
—¿Se le podría llamar?
—Sin inconveniente alguno. Es persona de confianza.
Se llamó al médico, un hombre joven y de mirada abierta, que examinó a la enferma y dijo que se trataba de una fiebre intermitente. Le marcó el tratamiento, que a Aracil le pareció bien, y María, a los cuatro días, comenzó a mejorar y a tener menos fiebre.
Gray anunció que se marchaba a Madrid.
—¿Qué piensa usted hacer? —preguntó al despedirse al doctor.
—No sé todavía. Nos iremos cuando María esté mejor.
—¿Adónde?
—El caso es que todavía no lo hemos pensado. Toda nuestra preocupación era salir de España, y nos parecía tan difícil que no hemos formado ningún proyecto para después.
—Pero ahora tendrán ustedes que decidirse.
—Yo no sé si en Francia…
—En Francia les expulsan a ustedes.
—¿Usted cree que será mejor ir directamente a Inglaterra?
—Mucho mejor; en Inglaterra vive todo el mundo.
—Pues nos iremos a Inglaterra.
—Yo le diré a mi amigo el minero que se entere cuándo sale un barco de Lisboa sin tocar en España, y les dejaré una carta para un hotel de Londres.
—Muchísimas gracias.
Tom Gray saludó a María, y se fue.
A la semana de estar en el pueblo María comenzó a entrar en la convalecencia, y a medida que la muchacha mejoraba, su padre iba poniéndose inquieto, nervioso y triste. El menor ruido que oía en la calle le sobresaltaba, y sentía miedo y ganas de llorar por cualquier cosa.
Cuando María comenzó a levantarse, Aracil tuvo que guardar cama unos días. El doctor Duarte, el médico del pueblo, le recomendó que se pasara el día en el campo, porque se encontraba débil y neurasténico.
María, en la convalecencia, estaba encantadora, perezosa, sonriente, lánguida, como una niña. Nadie hubiera supuesto en ella una mujer enérgica y atrevida. Vivía sin salir de casa; la ventana de su cuarto daba a una llanura verde de viñedos y maizales, cerrada en el fondo por unas colinas, sobre las cuales parecía marchar como una procesión fantástica una larga fila de cipreses que terminaba en el cementerio.
Solía sentarse María al lado del cristal, y conversaba con la criada, una muchachita del país de un tipo oriental o judío.
Se entendían bien hablando una portugués y la otra castellano, y simpatizaban hasta cierto punto, aunque María notaba que la portuguesa tenía un sentimiento de hostilidad por los españoles. Contaba la muchacha que en Lisboa la mayoría de los ladrones, chulos y perdidos eran españoles. María le replicaba que en todas partes había mala gente, pero la otra no se daba por convencida.
La nota contraria a la de la muchacha la daba Aracil, a quien el minero había presentado a sus relaciones como un ingeniero francés que venía a visitar las minas. El doctor se dedicaba cuando hablaba con María a satirizar a la gente del pueblo.
—Esta es la tierra ideal para los vanidosos —le decía.
—¿Por qué?
—Porque aquí todos somos vuecencias y excelencias y excelentísimos señores. ¡Qué gente más petulante!
—En España también hay algo de eso —replicaba María.
—Sí, en el papel. ¿Tú has visto alguna vez que los españoles nos tratemos de excelencia? ¡Y esos tratamientos son tan cómicos algunas veces! El otro día le faltaban al director los partes de la mina y anduvo buscándolos como loco; por fin entró en la cocina, donde el muchacho que los trae estaba comiendo, y vio los partes en el suelo entre basura y cáscaras de patata: «Mira dónde están los partes —gritó el director con voz de trueno»; y el chico se levantó, se sacó el sombrero, y dijo cachazudamente: «Sí; los tenía ahí para dárselos a Su Excelencia». Yo, que presencié la escena, no pude contener la risa.
—Sí. Es cómico.
—Y luego, ¡qué sentimentalismo! ¡Esta gente está degenerada! El otro día, el inglés despacha al mozo de cuadra, y el mozo empieza a llorar; por la noche riñe a la cocinera porque ha quemado la comida, y a la mujer se le saltan las lágrimas… Es grotesco.
—Sí, debe ser una gente sentimental.
—Este es un pueblo elegíaco, como el pueblo judío. ¡No hay más que oír esos fados tan tristes, tan lánguidos!
—Pero a pesar de todo se parecen mucho a los españoles.
—¡Ca! ¡Díselo a ellos, que aseguran ser de distinta raza! Ellos encuentran una serie de diferencias físicas y psicológicas entre los portugueses y los españoles. Dicen que son más europeos, más cultos, y es posible; que saben francés, que nosotros somos más brutos, lo que también es muy posible; que son más sociables, también debe ser cierto. Lo que es indudable es que no hay simpatía entre nosotros y ellos.
—Sí, eso es verdad.
—Y no puede haberla. Estos son ceremoniosos, hinchados, siempre petulantes; nosotros, malos o buenos, somos más sencillos.
—Pues el doctor Duarte, que ha venido a visitarme a mí, me ha parecido una persona sencilla.
—Sí, ese es de los pocos sencillos de aquí… Y es curioso, es anarquista.
—¿Sí?
—Sí. La otra noche, paseando por la plaza, me decía con cierta pena: «En Portugal no habrá nunca anarquistas. Este es un pueblo blando e indolente. En España hay más viveza, más fibra», añadía él. Y es verdad. Son tipos lánguidos que parecen criollos, sin la exasperación de los americanos. Es una gente de sangre gorda, que no tiene nada dentro.