XXVIII

EN PORTUGAL

En el primer pueblo de la frontera portuguesa se detuvieron y pararon en una posada. María experimentaba un gran malestar y sentía los pies como si le estuvieran ardiendo.

—¿Qué tienes? —le dijo su padre.

—No sé.

Cuando intentó descalzarse no pudo, tenía hinchados los pies; Aracil le cortó los zapatos; luego, para arrancarle las medias, hubo que hacerle mucho daño, y María aguantó el dolor sin quejarse.

—¡Qué valiente! —dijo Venancio enternecido.

—¡Oh! Mucho, mucho —exclamó el inglés lleno de asombro.

Tenía María los piececitos tumefactos, hinchados y llenos de sangre. El inglés llevaba unas pastillas de sublimado que se disolvieron en agua, y Aracil lavó y vendó los pies de su hija. Al concluir de vendarle, el doctor, que estaba arrodillado, besó a María en la pierna con gran efusión, llorando.

Ella tendió los brazos a su padre, y estuvieron los dos un momento abrazados.

No había tiempo que perder. Entre Aracil y Gray llevaron a María al coche, y Venancio se despidió de ellos.

—Yo tengo que volver a Madrid.

Aracil le dio los papeles de Isidro el guarda, encargándole que se los entregara lo más pronto posible, y María le dijo que le diera las gracias y le contara cómo habían pasado la frontera. Venancio abrazó a su sobrina y dio la mano al doctor y al inglés, que siguieron su camino, internándose en Portugal.

El inglés tenía un amigo y paisano dueño de unas minas en cuya casa se acogerían.

—Ahora tomaremos hacia Coímbra, adonde llegaremos al caer de la tarde, y por la noche estaremos ya donde vive mi amigo.

Al principio la carretera marchaba entre grandes alcornoques, con la parte baja del tronco descortezada y rojiza; luego el paisaje se iba haciendo más suave y más verde. Cruzaron extensos pinares. En la base de los pinos y debajo de sus heridas elípticas se veían vasos de arcilla, que iban recogiendo la resina de color de cera. Pasaba todo a los lados del automóvil de una manera vertiginosa, casas, bosques, árboles, caminos.

Aracil iba como en un sueño; el cansancio y el aire le dejaban amodorrado; María sentía una gran pesadez en la cabeza y temblaba con escalofríos.

Pasaron al anochecer por Coímbra, y ya entrada la noche llegaron a un pueblo muy pequeño, con una plaza grande con árboles. El automóvil se detuvo frente a una casa con las ventanas iluminadas. Salió un mozo a la puerta, y el inglés le preguntó por su amigo.

—¿Está?

—Sí. Pero ahora tiene una comida.

—Bueno, que salga.

—Es que me ha dicho el señor…

—Nada, dile que salga.

El mozo volvió al poco rato con el dueño de la casa, un inglés de unos cuarenta años, joven, calvo y rojo, a quien Gray explicó lo que pasaba.

—Está bien. Está bien —dijo el minero—. Abrió el automóvil, y dio la mano al doctor para que bajara; luego, sin más ceremonia, tomó a María en brazos y se la entregó a Gray, que fue subiendo con ella las escaleras hasta una habitación del primer piso. —Estos señores son unos parientes míos que se van a quedar aquí unos días— dijo el minero a la criada chapurrando el portugués; luego, dirigiéndose al mozo, advirtió: —Acompaña a este señor a colocar el automóvil—. Ahora —añadió inclinándose ante María— perdonen ustedes, porque tengo una comida con unos portugueses que quieren venderme unas minas.

Y el inglés se fue; María, Aracil y la criada se quedaron en un cuarto grande y destartalado. María, ayudada por la muchacha, se acostó en una cama dura y pequeña, y Aracil se tendió en un sillón.