EL «MUSIÚ»
Poco después se encontraron con una partida de más de veinte arrieros, que llevaban en mulos, sacos cargados de pimentón. Iban todos los arrieros muy majos, y llevaban sus cabalgaduras colleras cuajadas de cascabeles.
Los mulos eran fuertes y ágiles, y pronto dejaron atrás a la yegua montada por el doctor y su hija. Al llegar a una parte del camino en cuesta y revestido de piedras, la yegua de Aracil aminoró su marcha; en cambio los mulos de los arrieros subieron la pendiente con un gran ímpetu.
Era un espectáculo animado y bonito el ver aquella cabalgata tan lucida y tan brillante cómo subía la vieja calzada. Los mulos briosos, limpios, enjaezados, parecían excitarse con el ruido de los cascabeles, y pisaban rápidamente y con fuerza. La piedra sonaba, herida por el hierro de las herraduras, con un ruido de campana, y las chispas saltaban por debajo de las pesuñas de las caballerías.
Aracil y su hija marchaban despacio; comieron algo que llevaban en la alforja; por la tarde, en el camino vieron a un hombre que corría escapado, y una hora antes de llegará Cuacos se toparon al viejo Musiú Roberto del Castillo jinete en un caballo peludo. Las largas piernas del Musiú llegaban con los pies hasta el suelo y los pantalones recogidos dejaban ver sus escuálidas canillas. Musiú Roberto del Castillo saludó con finura al doctor y a su hija.
—¿No me conocen ustedes? —preguntó.
—No —contestó Aracil.
—Este señor —dijo María— es el que iba con un hombre bajito y lo encontramos por primera vez cerca de un puente al salir de Brunete.
—El mismo, señorita —afirmó el Musiú.
—El inventor de los elixires. Sí, lo recuerdo —exclamó el doctor—; pero antes iba usted a pie.
—Sí —murmuró el Musiú—; he encontrado este caballo en el campo, y me lo he apropiado.
—Demonio, ¡qué procedimiento!
—No todo el mundo puedo ser rico como ustedes.
—¿Y de dónde sabe usted que somos ricos? —preguntó el doctor.
—Yo me lo sé; sé además que es usted médico y que va usted huyendo.
—¡Bah!
—¡Ya lo creo! Y como yo necesito algún dinero, si no aflojan ustedes la mosca, les denuncio.
—Y nosotros le denunciamos a usted como ladrón de caballos —saltó María.
—¡Bah! Entre un vagabundo como yo y unos señores como ustedes hay mucha diferencia. A mí me encerrarán unos meses; a ustedes, ¡qué sé yo lo que habrán hecho!; probablemente algo muy gordo cuando huyen así.
—¿Y qué irá usted ganando con denunciarnos? —preguntó Aracil.
El Musiú se encogió de hombros. Siguieron marchando los tres por la carretera.
—Bueno —dijo el Musiú—; ¿qué dan ustedes por callar?
—Usted dirá —contestó María.
—Cincuenta duros.
—¿De dónde los vamos a sacar?
—¿Cuánto llevan ustedes ahí?
—Unos veinte.
—Vengan.
—¿Y si luego nos denuncia usted?
—¡Ca! Si yo también tengo mucho que ocultar; no tengan ustedes cuidado —dijo el Musiú riendo con risa cínica, que mostraba sus dientes negros.
—Vaya; le daremos a usted cinco duros —dijo Aracil.
—Bueno. Bueno. Vengan. Y al llegar al pueblo, cada uno por su lado.
—Una pregunta —dijo Aracil—; ¿por qué dice usted que soy médico y rico?
—Porque ha reconocido usted a un enfermo en el camino, digo que es usted médico; porque le ha dado usted dinero, digo que es usted rico; porque no se ha querido usted parar un momento allá, creo que va usted fugado.
Aracil no replicó. Las consecuencias no podían ser más lógicas. Llegaron a Cuacos y salió a recibirles una pareja de la Guardia civil, que les mandó detenerse. Se había escapado un preso que llevaban conducido y los guardias pensaban que Aracil y su hija debían de haberlo encontrado en el camino. Dijeron estos las personas con quienes se cruzaron en la marcha, y uno de los guardias les pidió los documentos. Los enseñaron.
—¿Ustedes se van a quedar aquí? —preguntó el guardia sin leer los papeles.
—Es probable —dijo Aracil.
—Bueno; pues mañana vendrán ustedes con nosotros a Jaraíz a prestar declaración.
Al mismo tiempo que al doctor habían detenido al Musiú, y este temblaba y miraba su caballo y su morral con espanto.
Uno de los guardias llamó a un joven con tipo de chulo, y le dijo señalando al doctor y a su hija:
—Oye, Lesmes, acompaña a estos señores a la posada.
Luego los dos guardias, poniendo en medio al Musiú, se fueron con él.
—¿Adónde llevan a ese? —preguntó Aracil a Lesmes.
—¿Adónde lo van a llevar?… A la cárcel.
El joven les condujo hasta la posada. Metieron la yegua en la cuadra y entraron en una gran cocina negra.
El dueño de la posada era un viejo de cara juanetuda, con el pelo blanco. Lesmes, que resultó ser el alguacil, le dijo que hospedase al doctor y a María.
—¿Pero es gente sospechosa? —preguntó el posadero.
—No, hombre, no; tienen sus papeles, y los han enseñado a la Guardia civil.
—¿Entonces por qué vienen contigo?
—Porque mañana tienen que ir a Jaraiz a declarar.
—Bueno. Bueno.
—Y si usted no quiere tenerlos, los llevaré a la otra posada.
—No, no; que se queden.
—¿Pero qué anda usted con tanto melindre, señor Benito? —dijo un pimentonero joven y rechoncho—. Si aquí, empezando por usted, el que más y el que menos es licenciado de presidio.
—Cállate tú, animal —exclamó el viejo—. A mi casa no vienen más que personas decentes.
Se rio el arriero, y una moza preparó un cuarto para Aracil y su hija.