LA MUERTE DEL CABALLO
Al día siguiente, al salir muy de mañana del pueblo, notaron que el caballo de María no podía andar. Marchaba con grandes esfuerzos como haciendo reverencias y jadeaba, y al querer avanzar aligerando el paso producía un ruido como una caldera que hierve.
María suplicó a su padre y a don Álvaro que no marchasen de prisa, porque su caballo no podía seguirles. Desmontó María, y Aracil y don Álvaro reconocieron el jaco.
—¿Dónde han comprado ustedes este vejestorio? —dijo don Álvaro—. ¡Demonio, qué penco!
El caballo se paró, y Aracil, María y don Álvaro le contemplaron en silencio. Era verdaderamente lamentable el aspecto del pobre Galán: tenía una figura triste y lastimosa; le temblaban las piernas; sus grandes ojos, redondos y apagados, miraban con vaguedad angustiosa. Abría la boca para respirar anhelante; resoplaba y tosía y enseñaba unos dientes grandes y amarillos.
Aracil, después de contemplarle, dijo:
—Este caballo se muere en seguida.
Le quitaron la montura para dejarle más libre, y no quisieron abandonarlo; les parecía una crueldad. Aquellos ojos empañados y dulces parecían guardar como un deseo afectuoso e incierto.
Las piernas del caballo fueron quedándose rígidas, luego comenzó a temblar, se le dobló un brazuelo, después el otro, se inclinó para adelante, vaciló y se tendió de lado, con un suspiro. Las patas se movieron convulsivamente, el animal comenzó a resoplar y se le nublaron los ojos. Estuvo un momento inmóvil, como descansando, esperando el último golpe, irguió el cuello largo y estrecho, se agitó de nuevo… y un hilillo de sangre salió de la nariz a correr por el suelo.
—¡Pobre Galán! —murmuró María, secándose disimuladamente una lágrima.
—¿Le ha impresionado a usted? —preguntó don Álvaro.
—Sí, los caballos me dan mucha pena. ¡Los tratan tan mal!
En esto un buitre comenzó a dar vueltas en el aire, muy arriba, tanto, que parecía volar a la altura de los picachos de la sierra.
—Ya ha visto ese la presa —dijo don Álvaro.
—Ese es independiente de veras —añadió Aracil.
María montó a la grupa en la yegua de su padre, y se alejaron de allí.
Se acercaron a Jarandilla; don Álvaro tenía por precisión que quedarse, y trató de convencer al doctor y a María de que se detuviesen, y especificó las curiosidades del pueblo.
—No, no puede ser; tenemos mucha prisa —dijo Aracil.
—Es que podían ustedes descansar en mi casa —añadió don Álvaro—. Allí nadie iría a buscarles.
—¡Gracias! ¡Muchas gracias! —dijeron padre e hija—. Pero no es posible.
—Quisiera entonces que me prometiera usted una cosa —dijo don Álvaro a María.
—¿Qué?
—Que cuando llegue usted, adonde sea, me escriba usted una carta diciendo: hemos llegado.
—Muy bien; lo haré.
—Pero firmada con su nombre y su apellido.
—Sí, no hay inconveniente.
—Entonces, ya que esto lo concede usted con facilidad, como recuerdo del viaje que hemos hecho juntos envíeme usted su retrato.
—Bueno.
—¿De veras?
—Sí. Yo también quiero que no hable usted de nosotros a nadie, ni a su familia, hasta que no reciba mi carta.
—Descuide usted, no hablaré más que conmigo mismo.
—Entonces despidámonos antes de entrar en el pueblo. Que no nos vean juntos, porque le harían preguntas a usted.
Se despidieron afectuosamente, y padre e hija, atravesando el pueblo, tomaron el camino de Cuacos.