XXIV

LA SERRANA DE LA VERA

Se despertó Aracil, y viendo que María estaba también despierta, se levantaron ambos y salieron al raso de la ermita. La luz difusa del amanecer iluminaba el campo. Corría un vientecillo frío y sutil. Se dispusieron a aparejar los caballos, y estaban dispuestos a partir, cuando el cura, que se había levantado también, dijo:

—¿Qué, no quieren ustedes ver la ermita?

Aracil iba a pretextar el tener que preparar los caballos, pero su hija le hizo callar con una mirada, y el cura, que notó la intención, dijo:

—Ande usted, que por oír misa y dar cebada no se pierde la jornada.

Era domingo; el negarse a entrar podría parecer demasiado significativo, y entraron. El cura y el santero les enseñaron la iglesia y el coro.

—¿Alguno de ustedes sabe tocar el piano? —preguntó el cura a María.

—No… Nosotros, ¿cómo quiere usted que sepamos eso?

—¡Bah! ¡No se haga usted la tonta!… Usted sabe tocar el piano.

—No, no.

—¡Déjese usted de historias!

María se turbó y miró a su padre confusa. Aracil hizo un gesto y se mordió los labios.

—Aunque sea un poco brusco —dijo el cura—, no soy de los que hacen daño a nadie. Y si algo he adivinado me lo callo. Conque ande usted, toque usted el órgano mientras yo digo misa.

—Vamos a llamar la atención de un modo horrible —dijo Aracil— y no nos conviene.

—¿Por qué llamar la atención?

—¡Una mujer que toca el órgano!

—Pues se hace una cosa. En el coro no entran más que el santero, su hija y usted; la gente, que crea que usted es el que ha tocado. El santero no dirá nada si yo se lo mando.

No hubo manera de negarse, y María se puso de acuerdo con el cura para saber lo que había de tocar. El santero le iría indicando cuándo y cómo debía hacerlo, y Aracil daría al fuelle.

Comenzó a sonar la campana, y poco después fueron entrando en la ermita toda la gente de los contornos que habían estado en la fiesta de la noche anterior. Comenzó la misa. Aracil se agarró al fuelle del órgano. María se sentó delante del teclado y siguió las instrucciones del santero, que le decía: —Ahora bajo; ahora alto; ahora fuerte—. De esta manera tocó lo que recordaba: trozos de ópera y sonatas de Beethoven y de Mozart.

Cuando concluyó la misa, el cura les invitó a comer. Habían preparado un yantar excelente; pero María y Aracil dijeron que tenían prisa, montaron a caballo, y tras ellos fue don Álvaro.

—¡Qué bien ha tocado usted! —le dijo a María con verdadera efusión.

—¡Si no he sido yo! ¡Ha sido mi padre!

—Sí, eso ha pensado la gente; pero como yo soy curioso, he subido las escaleras del coro y he visto a su papá que se dedicaba a inflar el fuelle mientras usted tocaba.

María se echó a reír.

—Debe usted tener una idea rara de nosotros —dijo.

—Tanto, que no me chocaría nada que al llegar al pueblo inmediato salieran a recibirle a usted llamándole duquesa, princesa o reina.

—Pues no tenga usted cuidado, no saldrán.

—¡Qué sé yo!

Bajaron por entre matorrales espesos de espinos y de retamas; de grandes y perfumadas jaras, húmedas de rocío. Se respiraba entre estas breñas un aroma de incienso; anduvieron desorientados durante largo rato, pero siguiendo siempre la garganta de Chilla, en cuyo fondo corría un arroyo, y preguntando después en varios molinos de pimentón, llegaron a Madrigal de la Vera.

Comieron allí los tres en una cocina grande y negra, de enorme chimenea en la que colgaban ristras de chorizos y de jamones. Por la tarde tomaron el camino, y arreando las caballerías pasaron por Valverde de la Vera, luego por otro pueblo, en el cual dijo don Álvaro no convenía pararse por ser muy miserable, y al anochecer se fueron acercando a Losar.

Don Álvaro contó a María la historia o leyenda de una mujer salteadora que en épocas pasadas había andado por aquellos montes robando a los viajeros, llamada la Serrana de la Vera, y comenzó a recitar un antiguo romance que decía así:

Allá en Garganta la Olla

en la Vera de Plasencia,

salteóme una serrana

blanca, rubia, ojimorena.

Rebozada caperuza

lleva, porque así cubierta

su rostro nadie la viese

ni della tuviera señas.

María le dijo que siguiese el romance de la mujer bandolera y don Álvaro lo recitó completo.

Llegaron ya entrada la noche a Losar de Vera. Don Álvaro les condujo a una posada grande iluminada con luz eléctrica, y en ella se hospedaron los tres.