EL HOMBRE DEL CABALLO NEGRO Y DEL PERRO BLANCO
Iban entrando en la Vera de Plasencia; a la derecha, según caminaban, se erguía la pared gris, de granito, de la sierra de Gredos, cuyas crestas rotas, formando una línea austera, se dibujaban como recortadas en el cielo azul; a la izquierda, hacia el llano, veíanse colinas cubiertas de olivares, de granados, naranjos y limoneros. Junto aquellos montes secos que parecían quemados o hechos con escombros y ceniza, se destacaban las praderas verdes y los huertos del pie de la montaña.
El camino iba bordeando los setos de los prados, subiendo y bajando por las faldas de la sierra.
Pasaban María y su padre por delante de Poyales del Hoyo, cuando aparecieron junto a ellos el joven del caballo negro y del perro blanco, en compañía de un cura montado en un burro.
Saludaron unos, contestaron los otros, y aunque Aracil no tenía ganas de entrar en conversación, no pudo rehuirla.
El cura era charlatán, y comenzó a hacer preguntas al doctor y a su hija; el joven del caballo negro no dijo nada.
Era el camino estrecho y tuvieron que marchar de uno en uno, en fila india, como decía el doctor. En algunos sitios el camino estaba convertido en una acequia caudalosa.
—Pero esto, ¿cómo puede estar así? —dijo Aracil.
—Esto lo hacen para regar los prados —contestó el joven, que todavía no había hablado—; aquí los propietarios echan el agua por el camino, y así se evitan gastar en acequias.
—¡Qué barbaridad!
—Pues aquí ya se sabe —replicó el cura—; todo el mundo anda a la gabela, y el que puede más que nadie.
Llegaron a un sitio muy hermoso, al que daban sombra inmensos castaños y adornaban grandes adelfas como canastillas de flores. El joven del caballo negro propuso que se pararan allá a comer; Aracil dijo que ellos tenían alguna prisa, pero a las instancias del joven y del cura no tuvieron más remedio que acceder y quedarse.
Se dio un limpión al terreno, se hizo fuego; el joven sacó su merienda, un vaso y un plato, que ofreció a María; el cura una bota de vino y algunos fiambres, y Aracil lo que había comprado en el pueblo. Después de comer, el cura fue partidario de que se tendieran un poco al sol; y efectivamente, quitándose la sotana y poniéndola de almohada, se echó a lo largo entre la hierba, y se quedó dormido.
Aracil estaba impaciente por marcharse, y advirtió a María que se preparase.
—¿Qué, nos vamos? —preguntó el joven como considerándose ya de la partida.
Aracil hizo un gesto involuntario de contrariedad, y el desconocido, al notarlo, añadió con tono melancólico:
—Si molesto no digo nada.
—No, no —replicó Aracil—; de ninguna manera.
El caballero dio las gracias, y luego de pronto murmuró:
—Yo me llamo Álvaro Bustamante. A cualquiera que le pregunten ustedes en estos contornos le podrá abonar por mí.
—¡Oh, no lo dudamos! —dijo Aracil—. ¿Es usted de esta tierra?
—Sí; soy hijo —siguió diciendo el joven— de una familia de Jarandilla, donde mis padres tienen una casa antigua.
—Y qué, ¿son ustedes agricultores? —preguntó Aracil.
—Sí; tenemos viñas, ganado, molinos, una fábrica de aguardiente…
—¡Vaya! Entonces son ustedes ricos —saltó diciendo María.
—Sí…, pero eso no quita para que seamos unos desdichados y arrastremos una vida horrible.
—¿Pues qué les pasa a ustedes? —preguntó con interés la hija del doctor.
—¿Qué nos pasa? Lo que le digo a usted, que somos unos desdichados. La verdad es que los extremeños han caído mucho; desde el antiguo García de Paredes hasta el García de Paredes del crimen de Don Benito, hay todos los grados de la degeneración.
—¿Pero usted no habrá matado a nadie? —dijo María con un terror cómico.
—No, no se alarme usted —contestó sonriendo el joven don Álvaro—; mi desdicha no es ser un bruto, sino no tener energía para nada. Yo, y lo mismo mis hermanos, somos víctimas de mi padrastro. Mi padrastro es un hombre de una energía extraordinaria. Era en el pueblo secretario del Ayuntamiento y se casó con mi madre, una viuda con tres hijos, la persona más rica de Jarandilla. Mi madre es una mujer dulce, amable; entonces vivía una temporada en el pueblo y otra en Madrid. Se casó, y comenzó la dominación paternal. Lo mismo ella que mis hermanos quedamos reducidos a nada. Mi padrastro es terrible; él lo dirige todo. Se levanta temprano, se acuesta tarde, está siempre trabajando con un afán de poseer, de extender sus propiedades, de apoderarse de todo. Según él, nosotros no debemos trabajar. Mi hermano y yo hemos tenido intentos de libertarnos, pero no hemos podido; fuimos a Madrid con intención de hacernos independientes, y nada. Ahora quiere mi padrastro que mi hermano sea diputado, y lo conseguirá.
—Pero entonces a ustedes les quiere bien —dijo María.
—Sí, pero nos ha matado; ha acabado con la poca energía que teníamos y nos estamos pudriendo en la vida pantanosa de un pueblo de estos.
—¿Y por qué no se va usted? —preguntó Aracil.
—Eso estoy pensando siempre, en marcharme; pero no a Madrid ni a París, sino a la Australia, a Nueva Zelanda, a tierras jóvenes donde haya una vida intensa.
—¿Y está usted decidido?
—Sí; pero cuando maduro mi plan y voy a realizarlo, veo que no tengo voluntad, que mi voluntad está muerta… Y luego me retiene ver a mi madre, que es todo ternura para nosotros, y que con una mirada adivina mis más íntimos pensamientos. Crea usted que me odio a mí mismo.
El joven hablaba con fuego a la vez que con desaliento.
El doctor y su hija le contemplaban con curiosidad mezclada de simpatía.
—Yo, como usted —dijo Aracil—, no tomaría ninguna determinación heroica, sino inventaría una chifladura, hacer versos, coleccionar sellos o piedras… Las cosas pequeñas son como las cuñas, pueden servir para afirmar el deseo de vivir.
En esto, el cura, que dormía de cara al sol, hizo un movimiento brusco y se despertó:
—¿Qué hacemos? —dijo.
—¿Vamos?
—Vamos allá.
Montaron a caballo y se dirigieron los cuatro hacia Candeleda.
La sierra de Gredos se erguía a la derecha, alta, inaccesible, como una inmensa muralla gris, sin un caserío, sin una mata, sin un árbol en sus laderas pedregosas ni en sus aristas pulidas que brillaban al sol. Se hubiera dicho que era una ola enorme de ceniza, calcinada, quemada, rota; una ola que en la oscuridad de lejanas edades geológicas formó, al petrificarse, la sierra. Alguna nieve blanqueaba la cresta dentellada del monte y parecía la espuma de la inmensa ola de granito. El aire era diáfano, limpio, luminoso, como el de un mundo nuevo acabado de crear; sobre las crestas de la sierra era de un azul intenso y radiante. Algún águila volando suavemente a inmensa altura trazaba en la limpidez del aire grandes y majestuosas curvas; a la izquierda, hacia abajo, brillaban al sol los campos verdes surcados por las líneas oscuras de las lindes, los bosquecillos de árboles frutales y los cerros cubiertos de jara y de carrascas.
Otra vez el camino estaba convertido en acequia, y los caballos se hundían en la corriente. Las libélulas volaban rasando el agua.
—Esto es un escándalo —dijo Aracil.
—Sí, ciertamente que lo es —contestó don Álvaro—. Aquí los propietarios acotan campos y montes, quitan los caminos, pero no hacen nada por los pueblos. Regiones extensísimas, dehesas en las que podían vivir miles de personas están sin roturar. Los propietarios las guardan para la caza y la ganadería. ¡Y si ya que se llevan el fruto del trabajo de los demás hicieran algo! Nada. Aquí tiene usted esta parte de la Vera naturalmente fértil, sana; pues la gente se muere como chinches de las fiebres.
—¿Y de qué procede eso? —preguntó el cura.
—Procede de que en todos estos pueblos —contestó don Álvaro— hacen balsas para que se bañen los cerdos, y esas balsas se llenan de mosquitos, que son los que propagan las fiebres. Esa agua limpia que viene de la sierra se estanca y se convierte en un pudridero. ¡Y en España con todo pasa lo mismo!
—Es verdad —afirmó Aracil—. ¡Cuánta corriente limpia en su origen se estanca y se convierte en una balsa infecciosa!
Don Álvaro prosiguió diciendo:
—Es que todo lo que pasa en nuestro país en el campo es de una infamia y de una injusticia tal, que se comprende que no quede un español pobre, que todos emigren y se vayan cuanto antes de este indecente país. Porque aquí lo que pasa es que el Estado ha abdicado, ha dejado todas sus funciones en manos de unos cuantos ricos. Aquí se permite que el propietario tenga guardas matones que lleven su escopeta y su canana llena de balas; es decir, que para guardar sus viñas pueden abrir el cráneo a cualquier infeliz que vaya a robar uvas; aquí se ponen cepos y veneno en las propiedades; aquí se entrega a la Guardia civil y se les lleva a presidio a pobre gente que coge un haz de ramas secas o un puñado de bellotas. Y luego esos ricos, que además de miserables son imbéciles, no son para poner unos cuantos eucaliptus ni para sanear un pueblo. Nada. La avaricia y la bestialidad más absoluta. ¿Es que no hay más derechos que el derecho de propiedad en el mundo?
—Sí, este estado de cosas no puede subsistir —dijo el cura—; yo también estoy con usted y con la gente del campo. Soy hijo de labrador, y la verdad, ya no se puede vivir en España.
—Y en Andalucía —siguió diciendo don Álvaro— es aún peor. Hay ricos que tienen dehesas y cotos enormes. Allí viven los venados y los jabalíes donde podrían vivir los hombres.
—Ya entrarán los hombres algún día en esos grandes cotos —dijo Aracil.
—¿A qué van a entrar? —preguntó el cura—. ¿A cazar jabalíes?
—No. A cazar a los propietarios —replicó el doctor.
Se echaron a reír todos tomándolo a broma.
—¿Y usted cree que antes la gente de los pueblos viviría mejor o peor? —preguntó María.
—Mejor, mucho mejor —dijo don Álvaro—. Antes estas dehesas y grandes propiedades eran de los conventos. Los frailes vivían en el campo, y poco o mucho ayudaban a los campesinos. Pero ahora no pasa eso; todas esas propiedades, procedentes de la venta de bienes nacionales, son de particulares. La desamortización hubiera sido una gran cosa entregando las propiedades a los Ayuntamientos. Eso era lo justo y lo liberal. Lo que se hizo, además de injusto, ha terminado en medida reaccionaria. El Papa excomulgó a quien comprara bienes de la Iglesia, pero la gente se ríe de las excomuniones cuando hay dinero detrás, y unos cara a cara y otros por debajo de cuerda compraron esas propiedades por unos cuantos ochavos, y hoy están en manos de unos cristianísimos propietarios que son más despóticos que los frailes, más fanáticos que los frailes y más enemigos del pueblo que los frailes.
—Eso es verdad —dijo el cura.
—Añada usted —prosiguió don Álvaro— a la desamortización religiosa la civil, y que el Estado vende a los pueblos sus montes y sus tierras, y que en algunas aldeas, estando enfrente de pinares que fueron antes del pueblo, hoy no se puede coger ni un pedazo de tea para la lumbre. Y cada día la vida más difícil, porque esta propiedad particular aumenta, y el registrador sobornado y el alcalde cómplice permiten que el propietario extienda sus dominios y tome hoy un trozo y mañana otro del baldío del pueblo, y el pueblo agoniza y la gente se va, y hace bien.
—¡Qué desdicha! —exclamó María, a quien esta conversación entristecía.
—Eso traerá a la larga una revolución en España —dijo el cura.
—Y será lógica —exclamó Aracil—. En un país en donde la propiedad es tan brutal, tan agresiva y tan ignorante como aquí, la revolución debía estar ya triunfante.
—Ahora germina —repuso don Álvaro—. Usted no sabe el ambiente de ira y de protesta que hay en los pueblos españoles. Eso en Madrid no lo saben, porque en Madrid no se enteran de nada; allí creen que no se discurre más que en el Congreso y en los periódicos. Y en los pueblos se discurre, se comenta, se odia al Ejército, se odia la ley inicua, y se quiere vivir y trabajar.
—¿Y esa protesta cómo no sale a la superficie? —preguntó Aracil.
—¡Es tan difícil hoy! Luego la protesta se amortigua con la emigración. La gente más inteligente se embarca y se marcha a América. Nuestros hombres han servido durante cuatro siglos para trabajar tierras extrañas; en cambio han dejado abandonada la nuestra. La gente fuerte se va, los débiles se quedan, y los cucos se marchan a Madrid y desde allí corrompen más el pueblo.
—¿Es usted enemigo de Madrid? —preguntó María.
—Soy enemigo de las ciudades grandes, del lujo y de la propiedad. Creo que el dinero está pudriendo nuestra vida. Los españoles debíamos vivir como lugareños, porque nuestro país es pobre. Yo muchas veces he pensado que un rico que fuera infectando con microbios de la peste y del tifus todo el papel del Estado y todos los billetes que pasaran por sus manos, sería un hombre benemérito.
—¿Y sin dinero, cómo íbamos a vivir? —dijo María.
—Viviríamos en el campo. Esparciríamos la vida que se amontona en las ciudades por los valles y los montes, haríamos la propiedad de la tierra común a todos, y así podríamos vivir una vida limpia, serena y hermosa.
—¿Y los teatros? —preguntó María.
—Al aire libre.
—Es usted muy radical —dijo el doctor sonriendo—. Más que radical, anarquista.
—No me asusta la palabra, la verdad…; pero no creo en el anarquismo, al menos en el anarquismo actual.
Charlando así y andando al paso cruzaron por Candeleda. A media tarde el calor se hizo sofocante, el cielo tomaba un tinte blanquecino y la sierra de Gredos parecía negruzca. Era aún temprano y quisieron llegar a Madrigal, y entretenidos en la conversación siguieron adelante, hasta que de pronto don Álvaro dijo:
—Pero este no es el camino de Madrigal.
—¿No? —preguntó el cura.
—No. ¿Quién ha dicho que viniéramos por aquí?
—Nadie —contestó Aracil—; yo les he visto que tomaban por este camino y me he figurado que lo conocían.
—Bueno. Es lo mismo —repuso el cura—; por todas partes se va a Roma.
—Sí, pero no por todas partes se va a Madrigal —replicó don Álvaro.
Pasó un carro; preguntaron al carretero adónde llevaba aquel camino, y el carretero dijo que no terminaba en ningún pueblo, sino en la ermita de Nuestra Señora de Chilla.
—¿Y se puede pasar la noche allá? —preguntó el cura.
—Sí, hay una casa. La casa del santero.
—Pues vamos allá —dijeron los cuatro.