XIX

LAS APUESTAS DEL «GRILLO»

Se detuvieron a comer en un parador que se llamaba de los Patriarcas Grandes, cerca de un poblado de nombre Ramacastaños.

Todos los que vivían en el parador, viejos, jóvenes y niños, estaban escuálidos y amarillos por las intermitentes. En un patio de la casa crecían unos cuantos eucaliptus desgajados y torcidos, con las ramas rotas.

Al salir del parador les fue forzoso detenerse al doctor y a su hija, porque en aquel momento cruzaban el camino compactas manadas de toros que algunos vaqueros, montados a caballo, obligaban a pasar un barranquillo en cuyo fondo corría un arroyo.

Esperaba también junto a María y su padre un joven elegante y melancólico, montado en un caballo negro. Este joven dijo que aquellas toradas iban de Extremadura a las tierras altas y que habrían pasado el Tajo probablemente por Almaraz.

No quisieron Aracil ni su hija entrar en conversación con el desconocido, y cuando acabó el paso de los toros y quedó libre el camino, siguieron de nuevo su marcha.

Al poco rato apareció el joven montado en su caballo negro. Tras él iba un mastín blanco, con el hocico afilado y las orejas caídas. Aquel joven melancólico, vestido de oscuro, parecía el Caballero de la Muerte grabado por el gran Durero.

Saludó el joven al pasar y se adelantó en el caballo; luego volvió a rezagarse, sin duda para contemplar de nuevo a los viajeros.

—¿Quién será este tipo? —dijo Aracil—. ¿No será un espía?

—¡Ca! —contestó su hija—. Algún curioso.

—Entre curioso y enamorado.

—Es posible.

Llegaron a Arenas de San Pedro, y Aracil y María, aun a riesgo de caerse, cruzaron el pueblo al trote, siguieron por cerca del castillo, y pasaron el puente, desde donde se veía un riachuelo formado por muchos hilos de agua, que corrían por un cauce ancho formado por piedras, casi todas ocultas por ropas blancas puestas a secar, que deslumbraban al sol.

Preguntaron a una lavandera por el camino de Guisando, y ya al paso se dirigieron a este pueblo por entre grandes pinares.

Se encontraron en el camino, cerca de un tallar en donde trabajaban varios leñadores, con un ciego y un muchacho que iban con un carrito pequeño tirado por un burro. El carrito, pintarrajeado y cerrado, tenía en la parte de atrás ocho o diez agujeros tapados con redondeles de cobre, y encima de ellos ponía escrito: «Panorama Universal.»

El viejo vestía una anguarina amarillenta, sombrero cónico y grandes antiparras; llevaba un rollo de tela en la mano y una caja a la espalda; el muchacho blandía una pértiga larga como una lanza.

Les preguntó Aracil qué oficio tenían, y el ciego dijo que andaban de pueblo en pueblo con las vistas. Además llevaban un cartelón que representaba distintas escenas del crimen de Don Benito, desde el asesinato de la víctima hasta la ejecución de los dos criminales en el patíbulo.

El cartelón y una caja de música con cuyas notas amenizaba sus discursos, le servían para atraer a la gente.

El ciego quiso mostrar las excelencias de su declamación, y comenzó a recitar de una manera enfática y con una voz aguda un romance, en el cual se explicaba el crimen de Don Benito con todos sus horrores. El ciego se llamaba el Grillo, mote muy natural, dada su voz chillona y agria.

Tenía el hombre buena memoria; recordaba otros romances de crímenes célebres, y al último, haciendo memoria, recitó los romances del guapo Francisco Esteban y Diego Corrientes, y con estas pintorescas narraciones de bandidos, puñaladas, trastazos, endechas de mártires y confesiones de verdugos, llegaron a la vista de Guisando.

Desde lejos el pueblo era bonito, con sus tejados rojos y su aspecto de aldea suiza; pero por dentro no tenía nada que celebrar: las calles estaban llenas de barro y los cerdos andaban entre la gente.

Preguntaron por una posada y les indicaron una casucha pobre, y el ciego, el lazarillo, Aracil y su hija entraron en ella hasta la cocina. Había allí un viejo flaco envuelto en una capa y devorado por las intermitentes, que les dijo con una voz débil que esperaran a que viniera su hija.

Vino esta, una mujer de hermosos ojos, con una gargantilla de corales en el cuello descubierto, y preparó de cenar a los viajeros.

Después de comer estaban charlando a la luz de un candil, cuando arribaron unos cuantos leñadores de los pinares. Sin duda no tenían mucho que hacer ni con qué entretenerse, y el Grillo, que sabía muchas malicias de posada, apostó a uno de los leñadores a que no comía cinco bizcochos sin beber nada mientras él contaba ciento. El leñador, que era un mozo alto y fuerte, dijo que no tenía dinero para apostar, pero que tenía la seguridad de comérselos. Otro de los leñadores apostó un real por su compañero, y se hizo la prueba; pero el mozo alto no pudo con los cinco bizcochos, y cuando el Grillo contaba los cien no había podido tragarlos. El que había apostado dinero pagó a regañadientes, y el que hizo la prueba bebió un vaso de agua y se sentó al fuego tan satisfecho.

—Esto me recuerda —dijo el Grillo— un cuento viejo.

—Cuéntelo usted —dijeron los leñadores.

—Pues era un estudiantón de los antiguos —comenzó diciendo el Grillo— que andaba con la tuna de pueblo en pueblo. Un día se encontró en Madrid muerto de hambre y con un dolor de muelas de padre y muy señor mío. El hombre tenía una peseta en el bolsillo y no sabía qué hacer, porque decía: —Si voy a casa de un barbero y me quito la muela, voy a tener un hambre de perro; y si como y no me quito la muela, se me va a hacer el dolor más rabioso. En esta alternativa, ¿sabéis lo que hizo?

—Yo hubiera comido —dijeron la mayoría de los leñadores.

—Yo me hubiera puesto un emplasto —añadió otro.

—Pues a él se le ocurrió una cosa mejor —repuso el Grillo—; verdad que era de la piel del diablo. Fue a una pastelería en donde había mucha gente, y delante del escaparate comenzó a gritar: «¡Me comería cien! ¡Me comería doscientos!». Unos soldados que le oyeron le dijeron: «¿A que no?». «¿A que sí?». «¿Cuánto apostamos?». «Si pierdo que me quiten esta muela, pero sólo esta». Bueno. Vamos. Entraron en la pastelería, y el estudiante a comer y los soldados a pagar; a la docena ya no pudo más y se dio por vencido. Le llevaron los soldados a la barbería, y el barbero le arrancó la muela. Al salir, todo el mundo de chunga había formado un corro a su alrededor, y le señalaba y se descalzaba de risa, y decía: «Mirad a este estudiante, que por perder una apuesta se ha dejado quitar una muela». Y el estudiante contestó: «Sí, pero era una muela que me dolía hace un mes». Lo mismo digo yo —añadió el Grillo— del que ha perdido esta apuesta. Ha perdido, pero se ha comido los bizcochos y no ha pagado nada.

Rieron el cuento los leñadores, y el mismo aludido celebró la alusión; luego el Grillo sacó su caja de música y comenzó a darle al manubrio, y tocó dos o tres valses incompletos y una canción francesa, vieja y romántica, de Les dragons de Villars.

La huéspeda preguntó al doctor y a su hija si querían acostarse, y habiendo dicho que sí, una moza les llevó a ambos, cruzando la cuadra, a la ahijadera de una zahúrda llena de heno. Algo asombrados quedaron Aracil y María del dormitorio; pero antes de que pudieran protestar, la moza se llevó el candil y quedaron a oscuras. Encendió una cerilla el doctor y examinó el escondrijo, que estaba lleno de telas de araña. El olor de la hierba fresca era tan fuerte y penetrante, que no se podía respirar; buscaban padre e hija la manera más cómoda de tenderse en aquel agujero, cuando, abriendo la media puerta del chiscón, penetró un cerdo enorme, al parecer con intenciones amenazadoras. Aracil, que lo sintió, le pegó un puntapié y el cerdo salió gruñendo y chillando. Volvieron a encender una cerilla, y entre padre e hija atrancaron la puerta y se tendieron a dormir.

Se despertaron varias veces con los gruñidos de los comedores de bellota, que hocicaban en la puerta y parecían querer entrar.

Antes que se hiciera de día, y mareados por el olor de la hierba, salieron de aquel infame rincón, pagaron la posada, echaron las albardillas a los caballos, compraron un pan grande y un pedazo de jamón para el camino, y dejaron el pueblo.