LA SAGRADA PROPIEDAD
Iban marchando por delante de una aldea llamada Mijares, cuando se unió a ellos una pareja de la Guardia civil. Temblaron al principio el doctor y su hija, pero se tranquilizaron pronto, porque los guardias civiles no les preguntaron nada.
Cruzaron a la vista de dos pueblos, Gavilanes y Pedro Bernardo; en este último quedaron los guardias civiles, y Aracil y María tomaron por una carretera recién construida y desierta. Preguntaron a un peón caminero cómo se hallaba aquel camino tan poco frecuentado, y el hombre, sonriendo con cierta socarronería, dijo que habían tirado aquel cordel para favorecer la finca de una rica propietaria, y que por allí no se levantaba ningún poblado que pudiera aprovechar la carretera.
A María le chocó ver que su padre no protestaba, y cuando estuvieron solos se lo hizo notar.
—Ya parece que tú y yo nos vamos acostumbrando a estas cosas.
—¡Pse!
—El viajar así yo creo que nos entontece un poco, ¿verdad? —preguntó María.
—Es natural —dijo reflexionando el doctor—. De espectadores nos hemos convertido en actores. El pensamiento paralizada acción, como la acción achica el pensamiento. Andamos mucho, vemos muchas cosas, pensamos poco.
—Sin embargo, el hombre completo debía pensar y hacer al mismo tiempo.
—¡Ah, claro! Ese es el máximum. Pensar grandes cosas y hacerlas. Eso era César.
Iban entretenidos charlando, cuando vieron a un lado de la carretera a un hombre escuálido y casi desnudo, apoyado en un montón de piedras, envuelto en una manta llena de agujeros y con un pañuelo en la cabeza. Al lado del hombre una mujer vieja y haraposa le contemplaba impasible.
—¿Qué le pasa a este hombre? —dijo Aracil haciendo parar su caballo.
—Este hombre —contestó la vieja— es mi marido y está enfermo, y ahora le ha dado la calentura.
Bajó Aracil del caballo, y sin acordarse de su situación reconoció al enfermo.
—Este hombre está muy mal, pero muy mal —dijo a la vieja, que se encogió de hombros.
—¿Pero cómo se han puesto ustedes en camino encontrándose su marido así? —preguntó María.
—Ya ve usted —exclamó la mujer—. Miserias de los pobres. Ya no podíamos estar en el pueblo; debíamos la casa y nos han despachado, y como este lleva tanto tiempo enfermo y no gana, pues nos salimos al camino.
—¿Y qué es su marido de usted?
—¿Qué quiere usted que sea? Peón. Ha trabajado en la finca de la Duquesa hasta que se ha puesto malo, y ahora cada día está peor. Ahí, en la Venta de la Cruz, hemos querido parar, pero como no llevábamos dinero…
—¿Y dónde está la Venta de la Cruz? —preguntó el doctor.
—A un cuarto de hora de aquí.
—¿No podrá ir su marido hasta allá? Ya le pagaremos la posada.
La mujer preguntó al marido:
—¿Podrás ir a la venta?
—No, no —murmuró el enfermo—; dejadme morir aquí.
—Voy a avisarle a ese peón que hemos visto —advirtió Aracil a su hija.
Retrocedió unos cien pasos, y encarándose con el peón caminero, le dijo:
—Oiga usted, amigo: hay ahí un hombre que se está muriendo en la carretera; ¿no le podría usted hospedar?
—¡Hombre, yo no estoy autorizado para eso! —contestó el peón—. Además, mire usted, mi mujer está de parto y acaba de dar a luz una niña.
—Pues ese hombre no se puede quedar así. Le advierto a usted que tiene unos cuartos. Aunque fuera si tuviese usted un cobertizo donde meterle.
Reflexionó el peón y aceptó.
Aracil fue a darle la noticia al enfermo, y este, sostenido por su mujer, se encaminó despacio a la casa del peón caminero. Después, el doctor le dio tres duros a la mujer, e inmediatamente Aracil y su hija montaron a caballo y siguieron adelante.
En esto vieron una piedra del término de una dehesa en la que ponía: «Propiedad de la Excma. Sra. Duquesa de Córdoba.»
Aracil se descubrió al leer la inscripción, y exclamó en tono de burla: «¡Oh, Sagrada Propiedad! Yo te saludo. Gracias a ti los españoles que no emigran se mueren de hambre y de fiebre en los caminos».
María no dijo nada. Al anochecer llegaron a Lanzahita y comieron y durmieron en la posada.