LA GILA
Se acercaron al lugar donde se celebraba la feria entre jinetes, carros y ganado que llevaban a vender. Al entrar en el pueblo se oía un murmullo de colmena, y rasgaba el aire de cuando en cuando el sonido de una corneta. En las calles el barro alcanzaba más de un palmo. En la plaza había puestos de hierro, de alforjas y de mantas, de sombreros de Pedro Bernardo, de pañuelos, telas y bayetas de abigarrados y vivísimos colores, desconocidos en el mundo de la civilización.
En una barraca de un cinematógrafo tocaba el Ninchi a la puerta. No le conocieron María ni el doctor, pero él se encargó de llamarles, y les recomendó una posada donde comieron opíparamente.
Dijo Aracil al posadero que era guarda de la Casa de Campo, en Madrid, y que iba a Arenas de San Pedro. Hablaron entonces de la caza y de las cabras monteses de la sierra de Gredos, y el posadero explicó que en la parte más alta, en la Peña de Almanzor, existía una laguna misteriosa y sin fondo, en cuyas aguas moraban unos animales tan terribles, que si caía un buey lo devoraban inmediatamente y no dejaban de él más que los bofes, que sobrenadaban en la superficie del lago.
María pensó en su primo Venancio, en aquel sonriente destructor de leyendas que se había bañado en la laguna de Gredos y buceado en sus aguas sin pescar ni el terrible monstruo, ni la más modesta ondina, ni aun siquiera un ligero catarro.
Estuvieron Aracil y María por la tarde en una sesión del cinematógrafo del Ninchi, y poco después salieron de La Adrada. Al cruzar por una aldea llamada Piedralabes, encontraron dos mujeres y un hombre que iban por el camino. El hombre era un tipo flaco, amojamado, de gorrilla, gabán viejo, con el cuello subido, y una guitarra a la espalda. Las mujeres iban vestidas de claro; una era chata, fea, de colmillo retorcido; la otra era una niña, pálida y anémica.
Les extrañó al doctor y a su hija estos tipos y se quedaron al pasar mirándolos con curiosidad.
El hombre de la guitarra les saludó y comenzó a seguirles y a contar sus cuitas. Dijo que él y las dos mujeres habían ido a La Adrada contratados para bailar en un cinematógrafo; él era tocador de guitarra y ellas bailarinas, y por una tontería no quisieron aceptarlos; habían salido a pie y sin una perra y estaban reventados de andar. Tenían los pobres un aspecto desdichado. Mientras hablaba el hombre, la chata gruñía, y la jovencita anémica, a la que le quedaban manchas de colorete en la cara pálida y azulada, se quejaba al andar. Llevaba, según dijo, zapatos de tacón alto, los mismos que la servían para bailar, y la hacían mucho daño. El de la guitarra preguntó al doctor si no les podría dar alguna cosilla para comer. Con una peseta les bastaba. Aracil se la dio y, dejando en el camino a los infortunados histriones, llegaron María y su padre ya de noche a Casa Vieja y entraron en una posada.
Pasaron por un corredor muy largo hasta la cocina, en donde dos mujeres charlaban sentadas al borde del fogón; saludó Aracil, no contestó ninguna de ellas, preguntó si había posada, respondieron displicentes las mujeres, y el doctor, olvidándose de su situación, dijo que hicieran mejor en tener un poco de cortesía con los viajeros.
La huéspeda que oyó esto se irguió del borde del fogón en donde se hallaba sentada, y con muy malos modos dijo a Aracil que se fuera, que ella era reina en su casa, y que no necesitaba de nadie para vivir.
Terció María con gran suavidad, y logró amansar a la ventera y convencerla de que les dejara allí y de que además les preparase qué cenar.
La huéspeda pasó pronto del enfado a la simpatía, se dispuso a hacerles una modesta cena, y mientras cocinaba habló de sus padres y de su marido, contó su historia y dijo que se llamaba la Gila. Puso luego una mesa pequeña y coja, y sirvió a sus huéspedes la cena, que consistía en unas sopas adornadas con una capa de pimentón de un centímetro o más de espesor y un guisado de cerdo con su correspondiente manta roja.
De noche se presentó una muchacha muy linda, y besó la mano de todos los que estaban allá. María preguntó a la Gila qué significaba aquello, y la ventera explicó que su hija había ido a confesarse y el cura sin duda le puso como penitencia que besara la mano a todos los que se encontraran en la casa al llegar a ella.
Luego vino el posadero, un palurdo que vivía sin duda bajo el dominio de su mujer, y porque se permitió discutir y porfiar con ella, la Gila le mandó a paseo con malos modos, y después, mientras fregaba unos platos, cantó con sorna:
En el cielo manda Dios,
en el lugar el alcalde,
en la iglesia el señor cura,
y a mí no me manda nadie.
—¡Qué mujer más bestial! —dijo Aracil con enfado.
—Pues esto es anarquismo puro —replicó María en voz baja y riendo.
La Gila se dedicó a deslumbrar a sus huéspedes con toda clase de desplantes; aquella reina de fregadero estaba más para una representación de lunes de moda del Español que para la cocina de un humilde ventorro de aldea.
Al retirarse, la Gila, como favor especial, permitió al doctor y a su hija el ir a acostarse en el pajar, que estaba en lo más alto de la casa, pues los demás huéspedes se tendían en el zaguán.
No durmieron bien ni Aracil ni María, porque había en el pueblo un sereno con una poderosa voz de barítono, que delante de la casa cantaba la hora con unos calderones y florituras de vieja zarzuela española capaces de despertar a una piedra.
Al amanecer, la luz que se filtraba por las rendijas del pajar contribuyó a tenerles despiertos, y un hombre se encargó de molestarles gritando: «¡Arrieritos! Que está amaneciendo».
Pudieron dormir un rato por la madrugada. Al despertar, la claridad del día entraba por el ventanucho del granero como una ancha barra de oro, iluminando el aire lleno de partículas y las telarañas del techo.
Bajaron del pajar, se despidieron de la Gila, que se preparaba para la faena, o mejor dicho, para la función del día, y salieron del pueblo.