XVI

LA VENTA DEL HAMBRE

Por la mañana, con un día oscuro y nublado, salieron del ventorro. Cruzaron una aldea llamada Pelayos, pasaron por San Martín de Valdeiglesias, y a la salida de este pueblo comenzó a llover.

Se les reunió en la carretera un viejo campesino que iba con un burro cargado con dos sacos de trigo. Tenía este viejo la cara llena de grietas que parecían surcadas en madera, y hablaba en un castellano arcaico, empleando unos giros desusados y unas palabras extrañas. Aracil y María se entretuvieron en hacerle preguntas y ver cómo las contestaba.

A la hora de salir de San Martín el viejo se desvió para tomar el atajo de un molino.

—¿No hay por aquí una venta? —le dijo Aracil.

—Sí, ahí mediata la tienen —contestó el viejo—; si toman por el atajillo más aína la encontrarán.

Celebraron padre e hija la indicación e iban de prisa aguantando la lluvia, cuando vieron una casa medio derrumbada, oculta entre unos chaparros, cuya chimenea arrojaba al aire un vaho débil de humo. El campo que a la casa rodeaba era yermo y adusto; sólo un ermitaño o un asceta hubiera podido escoger aquel páramo para vivir en él.

Llamaron en la casa, y Aracil preguntó si les podían dar hospedaje y comida. Una vieja de negro, escuálida y amarillenta, hizo un gesto de resignación indicándoles que pasaran, y un mozo flaco y espiritado tomó de las riendas las caballerías y las llevó a la cuadra.

Pidió Aracil algo con que matar el hambre y no había más que pan seco; encargó al mozo que echara un pienso a las caballerías, y el mozo dijo que les daría hierba a ver si querían comer, pues no había paja ni cebada. Aquella venta era la Venta del Hambre. Aracil y María entraron en la cuadra y vieron que los pesebres estaban limpios. Sacaron los caballos al campo y al anochecer se les volvió a llevar a la cuadra.

Estuvieron padre e hija aburridos, paseando arriba y abajo por la cocina. En un cuarto próximo, que tenía los honores de sala, había un espejo envuelto en una gasa azul llena de moscas muertas, y dos viejas litografías, una de Malek Adel, el héroe de madama Cottin, llevando a caballo a su dama, y la otra de Poniatowski, en el momento de meterse a caballo en el río.

—Es raro —dijo María que hayan llegado estas cosas a rincones tan apartados.

—Sí, es raro.

—Y lo moderno en cambio no llega —añadió ella.

—Eso no es chocante —repuso Aracil—. Hoy la vida es industrial, y el mundo civilizado, en vez de enviar a las aldeas litografías de un héroe verdadero o falso, envía una máquina de coser.

Charlaron padre e hija de otra porción de cosas. Pidieron de comer varias veces, y después de rogada mucho, el ama hizo unas sopas de ajo para los huéspedes y les trajo una cosa negra y fría que parecía hígado y una jarra de vino. Aracil notó que no había gato ni perro en la casa.

El plato de la cosa negra, que no quisieron comer Aracil y su hija, la vieja lo retiró y lo guardó en un armario con gran aflicción de todos los individuos de la familia.

Luego la vieja, con sus tres hijas vestidas de negro, dos ya mayores y una muchachita, todas a cual más héticas y tristes, se sentaron al fuego, se les reunió después el mozo flaco y espiritado, y se pusieron a rezar el rosario. Estaban todos mustios, callados y cabizbajos. De cuando en cuando bostezaban de hambre y se persignaban sobre la boca abierta, y la vieja, tras de bostezar, suspiraba y decía:

—¡Ay, Señor, qué pena de vida! ¡Para cuatro días que ha de vivir una en este mundo! ¡Ay, qué mundo más desengañado y más triste, que todo son lágrimas, enfermedades y dolor! ¡Ay, qué inútil es trabajar y cuánto más valiera haber ya muerto!

La vieja, después de una retahíla de estas, miraba a sus huéspedes como pidiéndoles colaboración en su idea desacreditadora del mundo. El doctor estaba entristecido y malhumorado; María se asombraba de ver tanta pobreza.

Después de rezar, toda la familia de escuálidos desapareció, y la vieja, gimoteando, vino con un jergón, que tendió en la cocina delante de la lumbre, y mal que bien se arreglaron para dormir allí Aracil y su hija.

Por la mañana al amanecer, el doctor aparejó los caballos, pagó al mozo lo que le pidió, y al apuntar el alba los dos fugitivos salieron de la venta triste.

—¡Qué horror! ¡Qué casa! —exclamó Aracil—. Ahora respiro —murmuró al encontrarse en la carretera.

—Y estos pobres caballos no han comido nada desde ayer —dijo María.

—Veremos si hoy tienen más suerte.

Siguieron por la carretera, y unas horas después comenzaron a subir una escarpa del monte. El cielo estaba nublado; el sol, perezoso, hacía alguna que otra salida lánguida; la tierra blanqueaba húmeda de rocío.

En lo alto de la cuesta vieron las mojoneras de la provincia de Ávila. Se cruzaron en el camino con una porción de carros, algunos llenos de chicas vestidas de fiesta que iban a la feria de La Adrada.

Pasaron por Sotillo, dieron de comer y beber a los caballos, y siguieron el camino con los que iban a la feria. En esto, en una revuelta se toparon con una tropa de gitanos que regresaba del mercado con sus mujeres y sus chicos. Iban las mujeres de dos en dos en mulos escuálidos y en borricos flacos y extenuados, llenos de alifafes y esparavanes; algunos chiquillos sacaban la cabeza de entre las albardas, y los hombres, a pie, marchaban ligeros y jaquetones.

Un viejo de patillas, con una gran vara, se acercó al doctor y le propuso comprarle la yegua; Aracil le dijo que no. Entonces le preguntó si quería cambiarla, y un gitano joven y marchoso vino en ayuda del viejo, hizo nuevas proposiciones que fueron rechazadas, y decididos el viejo y el joven, de mal ceño y requiriendo la compañía de otros dos cañís con la mirada, tomaron un aire amenazador, y uno de ellos advirtió: «Vaya, apéense y dejen las caballerías, que es lo mejor para ustedes, que si no va a haber aquí la de Dios es Cristo».

Quedó Aracil parado al oír la amenaza, y María, que creyó que el peligro no era serio, enarboló su vara, y al mozo que se le acercaba a sujetarle por las piernas le soltó un varazo en la cara. Varios de los gitanos echaron mano a las tijeras que llevaban en la faja, y no hubiera sido fácil saber lo que hubiese pasado a no presentarse en aquel momento un carro lleno de muchachas que se dirigía hacia la feria.

Al verlo, los gitanos cambiaron de actitud; hombres y mujeres pidieron una limosnita para los churumbeles, y el doctor sacó unas cuantas monedas de cobre y las tiró al suelo, con lo cual quedó desembarazado el camino, y pudieron Aracil y su hija seguir adelante.