LA PARTIDA
A las dos semanas de encierro, Aracil se sentía aplanado por la soledad y el silencio.
—Creo que debíamos marcharnos ya —dijo Aracil a su hija después de pensarlo varios días—. Isidro no puede vivir en paz teniéndonos a nosotros aquí.
—¿Por qué?
—Porque ya es molestar demasiado.
—No; es algo más que molestar. Pero a Isidro no le importa. Por él podemos estar aquí un año si queremos.
Y era verdad. El guarda tenía una abnegación extraordinaria. El devolver el beneficio al doctor Aracil, que le había curado su hija, le producía tal júbilo, que rebosaba de contento.
A pesar de esto, Aracil quería marcharse, se sentía abatido, achicado de encontrarse solo, y necesitaba verse entre gente, en un sitio donde poder hablar y lucirse.
María era partidaria de pasar allí todavía un par de meses y luego marcharse en el tren sin tomar precaución alguna; pero Aracil confesó que no podía más, que estar metido en aquel rincón le era insoportable.
—Bueno, pues nos iremos —dijo María.
Decidieron la marcha. Lo más prudente era que Aracil fuese solo aprovechando trenes de ferias, y que le esperase a María en la frontera; pero el doctor aseguró que temía la soledad, pues era capaz de hacer cualquier tontería. Yendo juntos era una locura tomar el tren, estando todavía tan reciente el atentado y las órdenes dadas a la Policía. Lo mejor era ir a caballo. De acuerdo padre e hija en este punto, discutieron por dónde intentarían salir de España. Aracil creía lo más sencillo encaminarse directamente a Francia. María encontraba mejor marchar a Portugal.
—En primer término, el viaje es más corto —dijo ella—; luego, la que hay que cruzar es tierra más despoblada y seguramente camino menos vigilado.
María había oído hablar de este viaje varias veces a su primo Venancio. Consultaron con Isidro y este fue partidario de la marcha por Portugal.
—Nada; pues vamos por Portugal —dijo el doctor.
Se comenzaron a hacer los preparativos; Isidro compró dos caballejos baratos y los dejó en una cuadra de un amigo suyo de las Ventas de Alcorcón. Trajo ropas de campesino usadas: para Aracil una especie de marsellés, faja y pantalones de pana, y un refajo y una chaqueta para María.
María cosió unos cuantos billetes de Banco, el capital con que contaban, en el forro de la americana de su padre después de haberlos envuelto en un trozo de hule, y se quedaron con unos duros y unas pesetas sueltas para el camino.
El señor Isidro enseñó a Aracil, en un borrico que tenía, la manera de echarle las albardillas y ponerle la cincha y el ataharre. Luego compró el guarda una manta y una alforja, en donde metió unas cuantas libras de chocolate, un queso, una bota y pan, por si algunos días no encontraban comida en el camino. María le mandó comprar una tetera, un bote de té y una maquinilla de alcohol.
El señor Isidro se agenció un plano de España, y, por último, le dio al doctor su cédula y sus papeles.
«Usted se llama como yo, Isidro García; es usted guarda de la Casa de Campo y va usted con su hija a San Martín de Valdeiglesias. Desde San Martín dicen ustedes que han ido hasta allá en tren, y que van a la Vera de Plasencia.»
Hicieron una lista de los pueblos por los que tenían que cruzar, y ya decididos, fijo el día de salida y dispuesto todo, a media noche se presentó el señor Isidro, les hizo salir de su encierro y los tres, cargados con una porción de cosas y por entre las matas, cruzaron gran parte de la Casa de Campo hasta un lugar frontero a la aldea de Aravaca.
Al llegar a este punto Isidro cogió una escalera de mano y la apoyó en la tapia. Subió, miró a derecha e izquierda, y dijo: «¡Hala! Vengan ustedes».
Subieron María y Aracil. La tapia, por el otro lado, apenas levantaba un metro del suelo; así que de un brinco quedaron fuera.
«Ahora sigan ustedes bordeando esta tapia —dijo el señor Isidro—; yo voy a adelantarme para traerles a ustedes los caballos.»
El guarda desapareció en un instante; Aracil y María continuaron solos. La noche estaba negra; en el suelo, mojado por la lluvia, se hundían los pies. No se cruzaron con nadie. Clareaba ya el alba cuando llegaron a las Ventas de Alcorcón.
En la carretera les esperaba el guarda, teniendo de la brida a los dos caballos.
«¡Ea, vamos allá! —dijo el señor Isidro—. La yegua de usted, don Enrique, se llama Montesina, y el jaco de la señorita, Galán. Hábleles usted, porque estos animales obedecen muchas veces mejor a la palabra que al palo.»
Prometió hacerlo así Aracil. El guarda ayudó a montar a padre e hija, dio una varita a cada uno de ellos, les estrechó la mano afectuosamente, y les dijo: «Vaya, filando! Adiós, y buena suerte».