BUSCANDO EL CAMINO
Hacía una magnífica noche; el cielo, estrellado, resplandecía entre el follaje. Avanzaron los dos fugitivos aprisa, recatadamente; cruzaron un camino hondo y llegaron a la valla que limitaba la vía del tren.
—Por aquí debe haber un paso —dijo Aracil—. Pero en la caseta habrá un guarda. No vayamos por ahí.
Siguieron a lo largo de la estacada, que era más alta que un hombre, buscando el sitio mejor para saltarla. Cerca del Puente de los Franceses la vía estaba a mayor nivel que el terreno de ambos lados; de tal modo que la altura de la estacada era grande por fuera, pero en cambio era pequeña por dentro. La caída al saltar el obstáculo no podía ser peligrosa.
Encontraron un punto en donde se levantaba un árbol al borde de la vía, embutido entre las estacas de la empalizada.
—Este es el mejor sitio —dijo María—. Vamos. Mira a ver si anda alguno por ahí.
—No, no hay nadie.
Aracil cruzó las dos manos fuertemente para que sirvieran de estribo; María puso en ellas el pie izquierdo y se agarró al árbol. Al primer intento no pudo encaramarse; las faldas le estorbaron; pero luego, con decisión, apoyó el pie derecho sobre las estacas y saltó al otro lado sin lastimarse ni desollarse las manos.
—¿Te has hecho daño?
—No. Nada. Anda tú ahora.
Aracil intentó subir a la valla, pero no pudo; se martirizaba las manos, y convulso y jadeante forcejeaba, hasta que aniquilado por el esfuerzo se sentó en el suelo sollozando.
—Descansa, descansa un rato —dijo María—, y luego vuelves a intentar.
—¿Y si viene alguno?
—No, no vendrá nadie.
Estuvieron sentados en el suelo a los lados de la valla. De pronto se oyó el trepidar lejano de un tren, que se fue acercando con rapidez.
—Ocúltate —dijo Aracil.
—¿En dónde?
—Junto al árbol.
Se ocultó María, Aracil se tendió en el suelo y el tren avanzó despacio con un estrépito de hierro formidable. Aparecieron las luces de la locomotora, y comenzaron a pasar vagones. De pronto la máquina lanzó un silbido estridente y echó una bocanada de humo negro, llena de chispas, que saturó el aire de olor a carbón de piedra.
—Vamos a ver ahora —dijo María cuando se perdió de vista el tren.
—Parece mentira que sea uno tan botarate —murmuró Aracil.
—Mira. Espera un momento —y María, sentándose en el suelo y tirando con violencia, arrancó el volante de su vestido.
—¿Qué haces?
María no respondió; hizo un nudo con las dos puntas del volante y lo colocó en una estaca como un estribo. Resultó demasiado bajo, y Aracil tuvo que hacer otro nudo. Luego apoyó el pie y vio que se sostenía; se agarró al tronco del árbol, y con alguna dificultad logró saltar, no sin desollarse las manos y lastimado un pie. Al salto, el gabán del doctor cayó fuera de la vía.
—Vamos —dijo Aracil.
—No, hay que coger el gabán. Si lo dejamos en el suelo pueden averiguar por dónde nos hemos escapado.
Con ayuda del bastón recobraron el abrigo, guardaron el volante roto y echaron a andar por la vía. Comenzaron a cruzar despacio el Puente de los Franceses, pasando por encima del camino de la Florida y de la carretera del Pardo. Abajo, en un merendero, se zarandeaban unas parejas al son de un organillo. Atravesaron el río, pasaron por delante de la casilla iluminada de un guardagujas y entraron en la Casa de Campo. Nadie les salió al encuentro. Avanzaron por la posesión real rápidamente, subieron el talud de la trinchera por donde iba la vía, cruzaron la estacada, en la cual faltaban varias estacas que dejaban huecos de fácil paso, y salieron a terreno de árboles y matas.
Marchaban los dos entre la maleza, desgarrándose las ropas, sin querer tomar el camino. Aracil iba callado; María tarareaba sin querer el tango que acababa de oír. No podía olvidar esta canción; le obsesionaba y perseguía de una manera fastidiosa y molesta.
Perdían mucho tiempo marchando por entre los árboles. Además, era imposible orientarse. No tuvieron más remedio que salir al camino, y después de andar mucho, Aracil, manifestando un profundo desaliento, dijo:
—La casa de Isidro no está por este lado de la vía, sino por el otro. Tendremos que bajar y volver a subir, y yo estoy rendido.
—No, no es necesario; hay un puente allá.
Efectivamente; había uno por encima de la vía. Lo atravesaron rápidamente, y poco después vieron a una pareja de guardias civiles. Se ocultaron María y Aracil entre los árboles; cuando los guardias se perdieron de vista siguieron andando, pero sin atreverse a marchar por el camino.
Ya comenzaba a clarear; las estrellas palidecían, las ramas de los árboles iban destacándose más fuertes en el cielo, todavía oscuro. Aracil se ponía los anteojos, miraba a un lado y a otro, y se orientaba. Se acercaron a la tapia de la posesión real, y el doctor reconoció la casa de Isidro el guarda, una casa pequeña que tenía un gran emparrado. La puerta aún no se había abierto.
—¿Qué hacemos? —preguntó Aracil—. ¿Llamaremos?
—No; habrá que esperar a que abran.
—Sí, será lo mejor. Vamos a ocultarnos por aquí.
Se tendieron en la hierba húmeda de rocío, entre los árboles y frente a la casa del guarda, y una vez uno y otra vez otro aguardaron a que se abriera la puerta. Estuvieron así más de media hora; el cielo se aclaraba por instantes, los pájaros piaban en la espesura. De pronto María dijo:
—Han abierto una ventana.
Luego, al cabo de poco tiempo, se abrió la puerta.
—Ahora ha aparecido un hombre en mangas de camisa.
Aracil se puso los anteojos y miró; era Isidro. El guarda abrió un corral, de donde salió una nube de gallinas.
—Creo que ya debes ir —dijo María.
Aracil, con el corazón palpitante, se levantó y se acercó al guarda. Este, al ver a aquel hombre lívido y destrozado, se detuvo sin reconocerlo.
—Soy Aracil. Enrique Aracil, el médico, que viene huyendo —dijo el doctor con voz lastimera como un sollozo—. Vengo a que usted me proteja.
El guarda agarró del brazo al doctor, y empujándolo violentamente lo metió por la puerta del corral, que acababa de abrir.
—Entre usted ahí —le dijo al mismo tiempo.
María, al presenciar lo ocurrido, se sobresaltó.
«¿Qué pasará?» se dijo.
La brusquedad del guarda quedó pronto explicada, porque un momento después, una mujer con un cesto de ropa en la cabeza salió de la casa, y tras una corta charla con Isidro se fue. Entonces el guarda volvió a buscar al doctor.
—Ahí está mi hija —le dijo Aracil.
Isidro fue a su encuentro, y les hizo pasar a los dos a un corralillo.
—¿Cómo han venido hasta aquí? ¿No les ha visto nadie?
—Nadie —y María contó lo que habían hecho para llegar.
—Muy bien —exclamó el guarda.
Aracil quiso explicar lo ocurrido con el anarquista, pero balbuceaba sin encontrar las palabras.
—No me tiene usted que decir nada, don Enrique —interrumpió el señor Isidro—; usted me necesita a mí, y yo tengo la obligación de servirle a usted. Y si usted pide la vida, también. ¿Que usted no ha querido denunciar a un amigo? El mismo rey no hubiera podido hacer otra cosa. Vale más ir a presidio para toda la vida que no denunciar a un hombre.
El señor Isidro tenía sentimientos hidalguescos. Era lógico en un español, y quizás en todo hombre sencillo, que considerase la ley de la hospitalidad como una ley superior a toda otra social o ciudadana. Luego de exponer sus ideas acerca de este punto, el guarda añadió:
—Ahora, que van a pasar aquí una mala temporada.
—Peor la pasaríamos presos —dijo María.
—También es verdad. Yo les llevaría a mi casa, pero hay mujeres, y algunas son blandas de boca.
—En cualquier lado estamos bien —replicó Aracil.
—Bueno, pues aquí se quedan ustedes —contestó el guarda—. Y no hay que apurarse, que para todo hay arreglo en este mundo. Ahora sí, van ustedes a tener que dormir en el pajar.
—Muy bien —dijeron padre e hija.
—Hay otra cosa; que no podrán ustedes salir de este corralillo en todo el día.
—Nos conformaremos con todo —murmuró Aracil.
—Respecto a la comida, hay que ver cómo nos arreglamos. ¿La señorita sabe guisar algo?
—Sí.
—Pues yo les traeré unos cuantos celemines de habichuelas y de garbanzos, y todos los días matan una gallina o dos.
—No, no hay necesidad —dijo María.
—Bueno; pues yo enviaré un trozo de cecina para hacer una miaja de puchero. Aquí tienen ustedes leña.
—Muy bien. ¡Muchas gracias! —exclamaron padre e hija a la vez con efusión.
—Las gracias a ustedes —contestó el señor Isidro—. Bueno; pues ahora vengo con todo. Yo tengo la llave del corral, y aquí no entra nadie… Y paciencia, que las cosas del mundo, conforme sean se toman.
El señor Isidro salió del corralillo, y María y Aracil se hicieron lenguas de la nobleza de este hombre. Ciertamente, su cara no indicaba ni mucho menos, su bondad; tenía un tipo de facineroso para dar miedo a cualquiera. Estaba curtido por el sol, y gastaba bigote y patilla de boca de hacha, ya grises. Llevaba sombrero blanco, traje de pana y polainas.
Volvió el señor Isidro al poco rato, y en varios viajes llevó lo que necesitaban los fugitivos, y encendió fuego.
—Ahora, lo que deben ustedes hacer es dormir. Y tranquilidad, que no dan con ustedes ni con podencos. Yo echaré un vistazo a la comida, y ustedes a descansar.
Y el guarda tomó una escalera de mano y la apoyó en la pared de una casucha encalada que había en el fondo del corralillo. Aracil y María subieron por ella y entraron por una ventana en el pajar. Ninguno de los dos pudo dormir en paz. Aracil se despertaba a cada momento hablando; María soñó que estaba en un pueblo ceniciento, en donde todo el mundo huía sin saber de qué, y de cuando en cuando, en alguna calle o plazoleta, había un hombre cantando una canción, y la canción era siempre la misma: el tango oído por ella en el merendero.