EL DÍA TERRIBLE
Al día siguiente, María pensaba ir con su primo Venancio y sus hijas a Cercedilla, cuando se suspendió el viaje porque la noche antes, Paulita, la menor de las niñas del ingeniero, cayó enferma con el sarampión.
Aracil fue a verla. El doctor tenía bastante trabajo por la tarde, y estaba, además, invitado a comer en casa del marqués de Sendilla. Había aceptado la invitación creyendo que su hija iría de campo con Venancio, y como la enfermedad de la niña imposibilitaba la excursión, quedaron de acuerdo en que María, después de comer con el ingeniero, iría a casa de doña Belén, en donde la recogería Aracil.
Paulita, la enferma, era la predilecta de María, y deseaba que su tía estuviese constantemente a su lado acariciándola y besándola.
—Yo no puedo permitir esto —dijo el ingeniero—; se te puede pegar la enfermedad.
—¡Que se va a pegar una enfermedad de niños!
—¡Ya lo creo que se pega! Nada, nada; no estés ahí —y Venancio obligó a salir a la muchacha y a que se lavara con agua sublimada y desinfectara las ropas.
Comieron; María se encerró en el cuarto con las niñas mayores; pero la enfermita lo notaba y pedía que fuera a verla, y si no empezaba a llorar.
—Mira, lo mejor es que te vayas —dijo Venancio, que estaba algo preocupado con la enfermedad de la niña y con el temor de que su sobrina se contagiase—. La criada te acompañará.
—¿Para qué? Iré yo sola —y María se despidió de las niñas y tomó el tranvía rojo en el paseo de Rosales.
La tía Belén vivía en la calle del Prado; el tranvía llegaba hasta cerca de su casa. Al paso notó María que en las calles se hablaba animadamente, pero no prestó atención.
Serían las tres y media o cuatro cuando llegó a casa de la tía Belén. Llamó, pasó al gabinete y se encontró con que todos los reunidos allá charlaban a la vez.
—¿Qué hay? ¿Qué ocurre? —preguntó.
—¿No sabes nada?
—No.
—Pues que han tirado una bomba.
—¿De veras?
—Sí.
—¿Y hay desgracias?
—Muchísimas. El tío Justo ha dicho que dos muertos; pero ahora dicen que hay cinco y una infinidad de heridos.
—¡Qué horror! —Y María dijo esto con esa solemnidad superficial con que se comentan los hechos que no se han visto ni sentido—. Luego, de pronto, pensó en su padre y se alarmó: —¿Dónde estaría en aquel momento? ¡Él que era tan curioso! Quizás habría ido al lugar del atentado.
El tío Justo, la tía Belén, Carolina, unos señores y señoras que se hallaban de visita se enredaron en una conversación de anarquistas y de bombas que a María comenzó a sobresaltar. Todos execraban el atentado, pero consideraban el crimen de distinta manera.
—Para mí son locos —aseguraba el tío Justo.
—No, son fieras —replicaba otro señor fuera de sí, que era contratista de paños para el Ejército, lo que le daba, sin duda, cierta inclinación a la violencia—; y habría que cazarlos.
—Yo creo lo mismo —agregó Carolina—, y aun no me contentaría con cazarlos, sino que los haría sufrir antes.
—Yo no —y el tío Justo se paseó por el cuarto—; lo mejor sería deportarlos; a todos los que tengan esas ideas, que no estén conformes con la manera de vivir general, los llevaría a una isla y los dejaría allí con aparatos y máquinas para que trabajasen y viviesen.
—¡Qué aparatos ni qué máquinas! —exclamó el pañero furioso—; hacerlos pedazos. «¿Es usted anarquista?» «Sí.» «Pues tome usted», y pegarle un tiro a uno. Porque esos crímenes son cobardes e infames.
Y el señor repitió estas palabras como si en aquel instante hubiera hecho un gran hallazgo.
—Sin embargo, ya verá usted —dijo el tío Justo— cómo se llega a hacer también la apología de este crimen.
—Pues yo al que hiciera esa apología le pegaría un tiro.
—La verdad es que esa pobre gente —murmuró la tía Belén con voz plañidera— ¡qué culpa tendrían! ¡Y esos pobres soldados! Porque yo comprendo que vayan contra un hombre, como Cánovas, y que lo maten.
—¡Claro! —dijo cínicamente el tío Justo—. Eso es mucho menos peligroso para nosotros que no somos políticos.
María estaba cada vez más inquieta pensando en su padre; la tía Carolina, sobre todo, y los demás también, al hablar de anarquistas se referían a ella reprochándole tácitamente que su padre tuviera tan nefandas ideas.
En esto llegó el marido de doña Belén con nuevas noticias; los muertos llegaban a diez. Había hablado con un amigo suyo empleado en Palacio. Los reyes habían vuelto impresionadísimos; ella estaba con convulsiones y él lloraba emocionado.
—Es falso —gritó el pañero—. Ese señor le ha engañado a usted. El rey no ha llorado.
—¿Pero usted qué sabe? —le preguntó el tío Justo.
—Lo comprendo, porque un rey no llora.
—¿Por qué no? ¿Eso qué tiene de extraño?
El marido de doña Belén añadió que su amigo le había dicho que sólo uno de los grandes duques rusos, como acostumbrado a escenas de esta índole, estaba tranquilo, y que el tal había aconsejado al rey que saliera inmediatamente a dar un paseo por las calles, con lo que sería ovacionado por el pueblo. Al parecer, el rey no se había decidido. En cambio, el gran duque ruso había salido de paisano a ver la casa del crimen, y como en su real familia habían muerto de atentado varios individuos, y miraba ya, sin duda, con cierta familiaridad amable la metralla anarquista, había pedido a un jefe de Policía que le regalara un trozo de bomba, porque hacía colección.
La tarde fue para María un verdadero suplicio. Tenía ganas de marcharse, pero esperaba porque había quedado de acuerdo en que su padre se le reuniría allí. Serían las seis cuando paró un coche delante de la casa; María, atenta a todos los ruidos de la calle, escuchó con ansiedad; se abrió la puerta del gabinete, y una criada entró. A María le dio un vuelco el corazón.
—Señorita, haga usted el favor de salir, que le espera su papá.
María saludó rápidamente a los parientes y amigos y bajó de prisa las escaleras. Al ver a su padre comprendió algo grave. Aracil tenía el rostro desencajado, el cuerpo tembloroso, los labios completamente blancos. Llevaba un gabán al brazo, lo que en él era rarísimo.
—¿Qué hay? ¿Qué pasa? —fue a preguntar María, pero la voz expiró en su garganta.
Aracil, sin contestar a la interrogación muda, tomó el brazo de su hija y murmuró casi sin aliento:
—Vamos.
—¿Pero qué pasa?
—Que el que ha puesto eso es Brull.
—¡Él!
—Sí… y me lo he encontrado… y me ha pedido protección… y le he llevado a casa… No sé a qué vamos por aquí… ¿Dónde podríamos ir? ¡Oh, Dios mío!… ¡Estoy perdido!
María oprimió el brazo de su padre.
—Serénate —le dijo—. Vamos a ver qué hacemos… ¿Qué piensas? ¿Qué quieres?
—No sé —exclamó Aracil—, no sé qué hacer… La cuestión sería que pudiese meterme en algún lado, disfrazarme y huir.
—¿Y dónde podríamos meternos?
—¿Dónde? ¿Dónde?… No sé.
—En el hospital, quizás…
—Sí, vamos al hospital… ¿Cómo se te ha ocurrido eso?… Vamos, sí, vamos.
Tomaron por la calle del León, salieron a la plaza de Antón Martín y bajaron por la calle de Atocha. El doctor miraba a un lado y a otro, temblando de ser conocido. De pronto Aracil apretó el brazo de su hija.
—¿Qué hay? —preguntó María sobresaltada.
—¿No oyes? Un extraordinario con los detalles del atentado. Cómpralo. No, no lo leamos aquí.
Llegaron al Hospital General. El portero no les salió al encuentro; subieron por unas escaleras iluminadas con grandes faroles muy tristes. Una monja se acercó al doctor a hacerle una pregunta. Aracil contestó como pudo y entró en el cuarto de guardia seguido de su hija, cerró la puerta, y sentándose luego en una silla, murmuró:
—Estoy rendido.
—Pero al fin, ¿qué ha pasado? ¿Cómo ha pasado? —dijo María—. Cuéntalo todo.
—Pues iba por la calle de Fuencarral después de comer en casa del marqués, cuando al entrar en la botica de don Jesús, un hombre me agarró del brazo con una fuerza extraordinaria. Me volví. Era Brull. «Acabo de echar una bomba al paso de la comitiva. Hay desgracias» me dijo. Yo al principio no comprendí lo que decía, y tuvo que explicar lo que había pasado. «¿Y qué piensa usted hacer?» le pregunté. «No sé; iba a suicidarme, pero viendo que nadie me seguía, ni intentaba prenderme, he venido hasta aquí.» «¿Tiene usted algún sitio donde esconderse?» «No, y he pensado en usted. Protéjame usted, Aracil. Si me cogen me van a hacer pedazos». Hemos subido a casa sin hablarnos. Yo no comprendía entonces por completo la gravedad de las circunstancias. Abrí la puerta, pasó él y pasé yo. Él se abalanzó hacia el armario del comedor y bebió con avidez dos vasos de agua. «Creo que lo mejor es —le dije yo— que se esté usted aquí ocho o diez días». «¿Y usted?, preguntó Brull.» «Yo le diré al portero que me voy.» «No, no; yo me voy con usted. Yo no me quedo. Usted me quiere denunciar y yo le pego un tiro a quien me denuncie», y rápidamente sacó una pistola y la blandió en el aire. En aquel momento yo no sentía tanto miedo como ahora. Estábamos en esta situación mirándonos con espanto cuando sonó el timbre. «Escóndase usted», le dije a Brull. Fui a la puerta. Era el cartero que me entregó el periódico de Medicina. Cerré, llamé al anarquista y con un tono decidido y casi burlón que a mí mismo me chocaba, le dije: «Aquí en casa, viviendo conmigo no se puede usted quedar; mi hija, las criadas, los vecinos, todo el mundo se enteraría. Si le parece a usted, hay ahí un cuarto independiente con baúles y trastos viejos que da a un tejado. No entrarán; tengo ahí un esqueleto, y las criadas, que lo saben, no se atreverían a abrir esa puerta. Además, usted se puede quedar con la llave. Métase usted ahí, enciérrese usted y estese usted quince días». «¿No me hará usted traición, Aracil?» «No.» «¿Me lo jura usted?», gritó él casi llorando. «Se lo juro.» Entonces Brull se ha metido en el cuarto y al instante yo he pensado en huir. Pasé una media hora de angustia, porque decía: «Si oye mis pasos y cree que intento escaparme, va a salir y a pegarme un tiro». Estaba deseando que alguno llamara a la puerta para marcharme. En esto he oído unos pasos; alguien subía al piso de arriba. He recordado que tenía allí el timbre cerca y he llamado yo mismo. He ido a la puerta, he hecho una mojiganga como si hablara con alguien, he entrado en el despacho, he abierto el cajón, he cogido todo el dinero y he salido volando.
—¿Y qué te pueden hacer por haber protegido a Brull? —preguntó María.
—¿Qué me pueden hacer? Pueden mandarme a presidio para siempre.
—¡Ca! Es imposible.
—No digas eso, María. Tú no sabes lo que es la justicia. Me considerarán como cómplice, como encubridor. Quizás me condenen a muerte. ¿Cómo demuestro yo que no tengo participación en ese crimen?
—Pero eres inocente.
—Sí; los de Montjuïch dicen que también eran inocentes, y los fusilaron y los atormentaron.
—Entonces no hay que esperar; hay que huir y disfrazarse… Córtate la barba y el pelo, yo te lo cortaré.
Aracil sacó de un estuche unas tijeras y se sentó en la silla sumiso como un niño. María recortó el pelo a su padre.
—Ahora, lo mejor sería que te afeitaras.
Aracil se dispuso a afeitarse.
—Mira tú, mientras tanto, lo que dice el extraordinario —murmuró el doctor.
María comenzó a leer la hoja con ansiedad. En el preámbulo todos eran lugares comunes, frases hechas a propósito para catástrofes de este género; luego venía, de una manera confusa, el relato de lo ocurrido. Había diez muertos y muchísimos heridos graves y moribundos. María, al leer algunos detalles, palidecía y le temblaban las manos. La sangre que corría en chafarrinones por la fachada de la casa, los trozos de masa encefálica en las aceras… Aquellos detalles daban a María la sensación real, el horror y la magnitud del crimen. Las noticias estaban mezcladas con inoportunos comentarios, y el «inicuo», el «cobarde» y el «salvaje» aparecían de cuando en cuando esmaltando simétricamente el texto.
No parecía sino que lo principal era encontrar un adjetivo exacto para calificar el atentado.
Aracil, mientras se afeitaba, volvía de cuando en cuando la cabeza para mirar a María, y preguntaba, pálido como el papel:
—¿Debe haber horrores? ¿Eh?
—Sí, cosas terribles.
En esto María echó una ojeada a las últimas líneas del extraordinario, y lanzó un grito.
—¿Qué pasa? —preguntó Aracil con la navaja en la mano.
María leyó:
Ultima hora: Se sospecha que el autor del atentado es un joven catalán apellidado Brull, llegado hace tres días a una fonda de la calle Mayor. El anarquista ha tenido tiempo de huir, valiéndose de la confusión general. Al entrar en el cuarto desde donde lanzó la bomba se ha encontrado sobre un lavabo una jeringuilla y un frasco a medio llenar de nitrobencina. La maleta del criminal contenía solamente un gabán de verano, dos botellas grandes vacías, una cajita con bicarbonato de sosa y dos libros, el uno en francés, titulado Pensamiento y Realidad de A. Spir, y el otro la Memoria del doctor Aracil, El anarquismo como sistema de crítica social, dedicada a Brull por su mismo autor.
—¡Oh! —murmuró Aracil con desaliento—. Me ha matado —y dejó caer la navaja sobre la silla.
—No —exclamó María—. Lo que hay que hacer ahora es no perder tiempo. Sabemos que nos buscan o que nos van a buscar. Hay que darse prisa. Acaba de afeitarte, y marchemos.
—Vámonos, sí —dijo él—. Tú debías dejar el sombrero aquí, para no llamar la atención.
María se quitó el sombrero, lo deshizo con las tijeras en varios pedazos, y los envolvió en un periódico.
Tenía miedo el doctor de que advirtieran al salir su cambio de aspecto, y su hija le recomendó que al bajar las escaleras, aunque no hacía frío, se levantara el cuello del gabán y se tapara la boca con el pañuelo. La luz era demasiado escasa para que se notara su cambio de fisonomía.
—Adiós, don Enrique —le saludó un mozo al pasar por el corredor.
—Adiós, buenas tardes.
—¿Ha visto usted eso?
—Sí, es terrible.
—¿Qué tiene usted?
—Que me he puesto un poco malo. ¡Adiós!
—Buenas, don Enrique. Y aliviarse.
Salieron del hospital y padre e hija fueron por el Prado.
—Quítate los anteojos —dijo María.
Aracil se los quitó y los guardó en el bolsillo.
—Estás completamente desconocido.
—¿De veras?
—Por completo.
El ilustre doctor, afeitado y rapado, tenía todo el tipo de un hortera. Se sentaron los dos en un banco del Prado y discutieron. ¿Qué iban a hacer? Meterse en el tren era peligroso. María pensó en el primo Venancio, pero desechó inmediatamente esta idea. Le comprometerían sin resultado. Había que hacer algo, pronto, en seguida. ¿Pero qué? No querían moverse de allí sin tener algún plan. Pasaron revista a todos los amigos que podían esconder a Aracil. Ninguno había que, de prestarse a ocultarle, no infundiese sospechas.
De pronto María exclamó:
—¿Y el guarda de la Casa de Campo a quien curaste la niña?
—¿Isidro?
—Sí.
—Es verdad. Eso sería lo mejor. Allí estaríamos seguros. Es una idea, una idea magnífica. ¡Nadie puede sospechar de él! ¿Pero cómo entrar en la Casa de Campo?
—Podemos ir mañana.
—¿Pero mientras tanto…? ¿Esta noche?
—Podríamos ir… ¿Adónde podríamos ir, Dios mío?
—No sé, no sé.
—¿Adónde van los hombres con las mujeres alegres?
—A Fornos…, a la Bombilla.
—Pues vamos a la Bombilla.
—¿A la Bombilla?
—Sí; precisamente está cerca de la Casa de Campo, y por la mañana podemos ir a ver al guarda.
La idea era buena, tan buena que al doctor le pareció inmejorable. Dejó María el paquete con los trozos de su sombrero, debajo del banco. Salieron del Prado a la calle de Alcalá. Resplandecían los focos de luz eléctrica en el aire limpio de la noche, por la ancha calle en cuesta brillaban como estrellas fugaces los discos de color de los tranvías y los faroles de los coches. Iban marchando entre la multitud, cuando Aracil reconoció delante de él a uno de sus amigos de la tertulia del Suizo.
—Aracil debe estar en la cárcel —decía.
—¿Cree usted? —preguntó otro.
—Sí, hombre.
—¿Pero conocía a ese Brull?
—¡No le había de conocer! ¡Si era amigo suyo!
Al primer movimiento de asombro siguió en Aracil un terror espantoso.
—Tranquilízate —dijo María—; no te conocen.
Pero Aracil seguía temblando. Su hija le contempló con asombro. Le chocaba que su padre fuera tan cobarde. Le había dado siempre la impresión de hombre enérgico y decidido, y lo había sido sin duda alguna vez, pero en su centro, entre los suyos; solo, separado de sus amigos y jaleadores, era pusilánime como un niño enfermizo.
Llegaron a la Puerta del Sol; la plaza rebosaba gente, no se podía dar un paso, reinaba un gran silencio y un pánico sordo. Cualquier ruido producía una alarma, y la multitud inmediatamente se disponía a huir.
Tomaron padre e hija por la calle del Arenal y luego por la de Arrieta. En el solar de la antigua Biblioteca se bailaba; una banda tocaba en un tablado adornado con guirnaldas de papel; los bailarines se contoneaban a los acordes de un pasodoble, pero no había animación ni alegría. En los portales, en los corros, la gente hablaba del atentado; por encima del pueblo entero parecía pesar la tragedia del día, llevando a la masa el estupor y la desolación. La gente sentía la desarmonía de aquel zarpazo brutal del anarquismo con la placidez del ambiente. ¡En Madrid! En este pueblo tranquilo, correcto, insensible a la exaltación colectiva; en este pueblo de los señoritos discretos e ingeniosos, de las muchachitas inteligentes y escépticas, de los hambrientos resignados, ¡una bomba! Era absurdo, incomprensible, inexplicable. Se daban explicaciones fantásticas para aclarar esta discordancia: quizás los carlistas, quizás los jesuitas… ¿A quién podía convenir aquello? Y no se aceptaba la explicación más sencilla, el caso del hombre solo, enfermo, teatral en su desesperación, a quien antes que la bomba le había estallado el cerebro dentro del cráneo…
Se sentaron Aracil y María en un banco de la plaza de Oriente, donde no daba la luz de los faroles. Al lado dos viejas vestidas de negro, una de ellas con un niño, charlaban.
—Ya no hay religión —decía una—; crea usted, señora, que el mundo está muy perdido; ¿ha visto usted?, ahí cerca, en esa calle, están bailando.
—Deje usted que se diviertan.
—Sí, pero en un día como el de hoy, que ha habido tantas víctimas… ¡Crea usted que cuando lo pienso…! Yo, si supiera quiénes son, los haría pedazos.
—Pues mire usted, señora; yo creo que han hecho muy mal y que los que han puesto esa bomba son muy infames; pero eso también de pasear toda la corte, y la aristocracia llena de alhajas en medio de la gente pobre, con la miseria que hay en Madrid… ¡Vamos, eso también…! Porque usted no sabe, señora, la pobreza que hay aquí.
—¡Dígamelo usted a mí, que vivo en barrios bajos!
Aracil, impaciente, se levantó.
—¿Quieres que tomemos un coche? —preguntó a María.
—No, no.
—Y si vamos solos por el camino de la Bombilla, ¿no infundiremos sospechas?
—Lo mejor será tomar el tranvía.