VII

EL FINAL DE UNA SOCIEDAD ROMÁNTICA

La víspera de la fiesta, por la noche, el doctor Iturrioz fue a casa de Aracil; se sentó en su butaca, paseó la mirada por el cuarto, y después de hacer la observación que no olvidaba nunca de que Aracil y su hija vivían muy bien, pidió a María una copa de coñac.

—¡Ah! ¿Pero puede usted tomar alcohol? —preguntó María riendo y levantándose para servirle la copa.

—Hoy sí. Hasta el 21 de junio. Desde el 21 de junio en adelante no tomaré ya alcohólicos hasta el año que viene. Luego, con la copa en la mano, dijo: —¿Y qué os parece de este matrimonio? Vamos a ver cosas nuevas en España.

—Yo creo que no pasará nada —aseguró Aracil.

—¡Qué sé yo! Hay un dato que a mí me intriga.

—¿Y es? —preguntó María.

—Es, con vuestro perdón, que el urinario que hay en la calle de la Beneficencia, delante de la capilla protestante, lo van a quitar.

—¿Y eso qué importa? —dijo riendo María.

—Mucho. Eso indica que los protestantes empiezan a tener fuerza. Ahora quitan el urinario, mañana quitarán la fe católica. El catolicismo va a marchar mal. ¡Una reina que ha sido protestante! Es grave. La verdad es que los reyes son siempre muy religiosos, pero cuando les conviene cambian de religión como de camisa. A nuestra aristocracia, tan católica, no le gusta nada la boda y doña Dientes debe estar que echa las muelas.

—Eres un fantástico, Iturrioz —murmuró Aracil, que hojeaba un periódico de la noche.

—No; soy un hombre previsor.

—¡Bah!

—Pero vosotros no notáis lo que cambia Madrid. Toda la vieja España se derrumba.

—Yo no veo que se derrumbe nada —replicó María.

—Sí, sí; hay muchas cosas que se derrumban y que no se ven. Tú no sabes, María, cómo era el Madrid que hemos conocido nosotros. Todos eran prestigios. ¿No es verdad, Aracil? Echegaray, Castelar, Cánovas, Lagartijo, Calvo, Vico, Mesejo, ¡qué sé yo! Era un pueblo febril que daba la impresión de un tísico que tiene la ilusión de sentirse fuerte. Y ahora nada, todo está apagado, gris. Se dice que todo es malo… y es posible que tengan razón.

—Yo no encuentro tanta diferencia —replicó Aracil.

—No digas eso. Madrid entonces era un pueblo raro, distinto a los demás, uno de los pocos pueblos románticos de Europa, un pueblo en donde un hombre, sólo por ser gracioso, podía vivir. Con una quintilla bien hecha se conseguía un empleo para no ir nunca a la oficina. El Estado se sentía paternal con el pícaro si era listo y alegre. Todo el mundo se acostaba tarde; de noche las calles, las tabernas y los colmados estaban llenos; se veían chulos y chulas con espíritu chulesco; había rateros, había conspiradores, había bandidos, había matuteros, se hacían chascarrillos y epigramas en las tertulias, había periodicuchos en donde unos políticos se insultaban y se calumniaban a otros, se daban palizas, y de cuando en cuando se levantaba el patíbulo en el Campo de Guardias, en donde se celebraba una feria a la que acudía una porción de gente en calesines. De esto hace veinticinco o veintiséis años, no creas que más. Entonces los alrededores de la Puerta del Sol estaban llenos de tabernas, de garitos, de rincones, lo que permitía que nuestra plaza central fuera una especie de Corte de los Milagros. En la misma Puerta del Sol se podían contar más de diez casas de juego abiertas toda la noche; en algunas se jugaba a diez céntimos la puesta. Los políticos eran principalmente chistosos. Albareda se jactaba de no entender de política y de hablar caló. ¡Y Romero Robledo! ¿Hay algún hombre ahora como aquel? ¡Qué ha de haber! Don Francisco era un tipo magnífico. Siendo él un hombre honrado, tenía una simpatía por el ladrón completamente ibérica. Protegía a los bandidos andaluces y tenía en Madrid amistades con los mayores truhanes. Sólo este episodio que os voy a contar retrata la época. Solía dar don Francisco reuniones a las tres de la mañana en su despacho del Ministerio de la Gobernación, y entre los invitados había desde gente riquísima hasta desharrapados que se llevaban lo que veían: tinteros, plumas, tijeras, todo. Una vez el ministro vio que habían arramblado con un candelabro de más de un metro de alto. Aquello le pareció excesivo, llamó al portero mayor, le preguntó si sabía quién era el autor de la hazaña, y el portero dijo que uno de los amigos del señor ministro había salido con un bulto enorme debajo de la capa. Entonces don Francisco escribió una carta atenta a su querido amigo diciéndole que sin duda inadvertidamente se había llevado el candelabro, pero como este era necesario en el despacho, le rogaba que lo devolviera. ¿Qué crees tú, María, que hubiera hecho un ministro de hoy?

—Llevarle a la cárcel al ladrón, probablemente —dijo ella.

—Con seguridad. Y entonces no; había gusto por las cosas. Atraía lo pintoresco y lo inmoral. A la gente le gustaba saber que el Ayuntamiento de Madrid era un foco de corrupción, que un señor concejal se había tragado las alcantarillas de todo un barrio, y se reía al oír que los pendientes regalados por un matutero ilustre adornaban las orejas de la hija de un ministro. Yo comprendo que aquella vida era absurda, pero indudablemente era más divertida.

—Sí —dijo Aracil—; era más divertida.

—Luego, el que se creía austero y terrible, se hacía republicano. Claro que era una ridiculez, pero era así. Y el hombre se entretenía. Hoy la República no es nada.

—Sí, la verdad es que ha bajado mucho la pobre —exclamó Aracil—. Hoy ya tiene las trazas de un ideal de porteros. A mí cuando me hablan de republicanos entusiastas recuerdo siempre al conserje del hotel donde viví en París, y le veo con su mandil y su gorro redondo, refiriéndome anécdotas de Gambeta. Para mí republicano y portero francés son cosas sinónimas.

—Ya ves, en cambio, a mí —dijo Iturrioz—, cuando pienso en un republicano me viene siempre a la imaginación un fotógrafo de mi pueblo, hombre muy exaltado. Y luego, cosa extraña, a todos los fotógrafos que he conocido les he preguntado si eran republicanos, y todos me han dicho que sí. Yo no sé qué relación misteriosa existe entre la República y la fotografía.

—¿Y usted no es republicano, Iturrioz? —preguntó María.

—Yo no, ni republicano ni monárquico; lo que soy es antiborbónico. Para mí eso de Borbón es una cosa arqueológica y deletérea, como una momia que hiede; así, cuando me dicen: «Ahí va el príncipe tal de Borbón», me dan ganas de taparme las narices con el pañuelo.

—Un rey que no sea Borbón será muy difícil en España —dijo María.

—Por eso le parece bien a Iturrioz —saltó Aracil—, porque es absurdo.

—Lo que en el fondo le gustaría al país —dijo Iturrioz— es el rey caudillo, el rey guerrero; no reyes como los modernos, viajantes de comercio, matadores de pichones, automovilistas… Esto es ridículo.

—¿Y para qué un rey guerrero? —dijo María.

—Daría un poco de prestigio y un poco de alegría a España. Un pueblo no se puede regir por un libro de cuentas, y yo creo que si el español se va enfangando en esta corriente de mercantilismo se deshará, será un harapo, perderá todas las cualidades de la raza.

—¿Pero usted cree que los españoles han cambiado de veras? —preguntó María.

—Sí.

—¿En veinte o treinta años?

—Sí, ha cambiado su manera de pensar, que es lo que más pronto puede variar en una raza. Un hombre del Norte discurre pronto como un meridional si vive en el Mediodía, o al contrario; el pensamiento y la cultura se adquieren rápidamente; para que el instinto cambie, ya es imprescindible mucho tiempo; para que el color del pelo varíe, se necesita la vida de varias generaciones, y para que un hueso se transforme ya son indispensables eternidades. ¿Cuántos miles de años hará que el hombre no mueve las orejas? Una atrocidad. Y, sin embargo, los músculos para moverlas los tiene todavía, atrofiados, pero existen. No, no hay que asombrarse de que los españoles hayan variado de manera de pensar en pocos años. El germen del cambio estaba ya en nuestro tiempo, y antes —siguió diciendo Iturrioz— mucha gente encontraba aquella vida falsa y superficial. La sociedad española era como un edificio cuarteado, pero que se iba sosteniendo. Viene la guerra de Cuba y la de Filipinas, y por último la de los yanquis, y se pierden las colonias, y no pasa nada, al parecer; pero la gente empieza a discurrir por su cuenta, y el que más y el que menos, dice: «Pues si nuestro ejército no es ni mucho menos lo que creíamos; si la marina es tan débil que ha sido aniquilada sin esfuerzo; si estábamos engañados en esto, es muy posible que estemos engañados en todo.» Y desde este momento empieza a corroer el análisis, y suponemos que los escritores y los políticos y los oradores y los ingenieros y los cómicos españoles deben ser tan malos, tan ineptos como nuestros generales y nuestros almirantes; y suponemos que nuestros campos son pobres y hay quien lo comprueba, y cada español, que ve y observa por sí mismo, echa abajo toda la leyenda dorada de su patria. Y se acostumbra la gente a la crítica, y así resulta que hoy los prestigios nuevos no se pueden consolidar y los viejos han desaparecido. En España actualmente hay estos dos criterios: el del conservador, que lo mismo puede tener la etiqueta de íntegro como la de anarquista, que dice: «¿Esta es la ciencia oficial, la política oficial, la literatura oficial?, pues esta, buena o mala, es la respetable», y el del no conservador, que es todo hombre que discurre, que ha llegado a tal desconfianza por lo sancionado, que dice: «¿Esta es la literatura oficial, la ciencia oficial, el arte oficial?, pues este es el malo.» Entre uno y otro criterio no hay transacción posible. Así no se afirma nada en España. ¿Qué queda de nuestra época? Nada. ¿Quién se acuerda ya de Castelar, ni de Cánovas, ni de Ruiz Zorrilla, ni de Campoamor, ni de Núñez de Arce? Nadie. Todo eso parece un peso muerto que la memoria de la gente lo ha echado ya por la borda, condenándolo al olvido. Hoy se empieza negando, por lo menos dudando, tratando de buscar la verdad, el positivismo…, y el poeta listo, el de la quintilla, que hace veinte o treinta años hubiera vivido sólo con eso, hoy se muere de hambre o tiene que entrar de escribiente, y el que se sintió chulo se pone a llevar baúles, porque la chulería no da, y el matón de la casa de juego se encuentra con que cierran todos los garitos, y el que soñó con hacer su pacotilla de concejal ve que el Ayuntamiento se moraliza… y el hampa se va… y todo se va… y así en España tenemos no ya fracasados de la virtud, de la gloria y del arte, como en todas partes, sino fracasados de la inmoralidad, fracasados del agio, fracasados del chanchullo, como en política tenemos lo último de lo último, los fracasados del anarquismo.

—¿Y usted cree que eso es malo de veras? —preguntó María.

—Malo, no. A la larga es posible que sea la salud. Vamos hundiéndonos, hundiéndonos… Alguno encontrará tierra firme y volveremos a subir. Entonces renacerá España…

Incipit Hispania! —exclamó Aracil.

—Y si cree usted esto, ¿por qué se queja? —preguntó María.

—¿No me he de quejar? ¿No ves que yo soy un hombre de otra época? Antes decían que hay en todas las sociedades tres períodos: el teológico, el metafísico y el positivo. Yo soy un tipo que está entre el período teológico y el metafísico. ¿Qué voy a hacer en una sociedad positiva como la que se intenta crear? ¿Me lo quieres decir, María? ¿No comprendes que quieren hacernos ingleses y somos españoles? No, no; esto es grave. Estamos asistiendo a la ruina de un mundo, al final de una sociedad romántica. Yo estoy asustado, y voy a hacer como Dama Javiera, una señorita vieja de mi pueblo.

—¿Y qué hacía esa Dama Javiera? —dijo María riendo.

—Pues la Dama Javiera era una señorita de setenta años que venía de tertulia a mi casa cuando yo era chico. Dama Javiera, que ya tenía esta maldita tendencia analítica que nos ha perdido a todos, jugaba a las cartas con mi abuela y con un cura viejo que se llamaba don Martín, y entre jugada y jugada le preguntaba al cura acerca de cuestiones de religión: «¿Será posible esto, señor cura? ¿Podrá suceder tal cosa?» le decía. Y don Martín contestaba sentenciosamente: «Dama Javiera, conviene no escudriñar», y se apuntaba un tanto con una habichuela encarnada o blanca. Yo antes me reía; pero empiezo a creer que el consejo que daban a Dama Javiera era muy exacto y que conviene no escudriñar.

—Lo que no es obstáculo para que usted esté escudriñando siempre —repuso María.

—Es un defecto. Y tú, Aracil, ¿crees que este matrimonio cambiará algo España?

—Según. Si la reina es inteligente…

—Debe serlo —dijo María—. Es inglesa, de una familia en donde abunda la gente lista.

—No; es medio alemana —repuso Iturrioz.

—¿Y usted no cree en las alemanas?

—No; en general, la mujer alemana es poco más o menos tan espiritual como una ternera.

—¡Estás adulador, chico! —dijo Aracil.

—Es mi opinión. Pero yo ya te digo me alegraría que no pasara nada. Y no sólo para el porvenir, sino para mañana se anuncian graves acontecimientos. Se dice que han venido dinamiteros.

—¡Fantasías! —murmuró Aracil.

—Pues yo he oído decir que hay un canguelo terrible, que el niño encuentra anónimos debajo de la almohada. A mí esto me indigna, te advierto. Estamos molestando tanto a estos pobres reyes, que se van a unir todos en apretado haz y se van a declarar en huelga. ¡Y a ver entonces qué hacemos en España con los uniformes de los alabarderos! Vamos tirando de la cuerda demasiado, y nos va a pasar con los reyes lo que nos ha pasado con los santos.

—¿Y qué nos ha pasado con los santos? —dijo María.

—Nada, que han cortado la comunicación con la tierra. En fin, que esto se pone muy mal, y yo no pienso salir mañana, porque, chica, me estoy haciendo viejo y muy miedoso; si pasa algo me cogerá en la cama.

Iturrioz siguió fantaseando sobre una porción de cosas hasta que al dar las once tomó su capa y se largó, después de dar las buenas noches y de exhortar bromeando a que tuvieran prudencia.