LOS FARSANTES PELIGROSOS
Hay en un libro viejo, cuyo nombre no recuerdo, un capítulo acerca de la vanidad, a la cual llama el autor: «La hija sin padre en los desvanes del mundo.»
En estos desvanes del mundo hay, según el inventor de esta frase, chimeneas de todas formas por donde sale el humo de las cabezas vanidosas y huecas. Hay chimeneas grandes y campanudas, otras estrechas y angostas, y muchas que se comunican con algunos hombres ilustres españoles, cuyo fuego no se ve, ni su calor se nota, y que sólo se distinguen por sus humaredas.
En uno de estos desvanes tenía, con seguridad, su chimenea Aracil, y no era de las menos humeantes.
Con motivo de la conferencia del doctor hubo discusiones en los periódicos avanzados. Un día un joven catalán, llamado Nilo Brull, se presentó en casa de Aracil con unos artículos, escritos en un periódico de Barcelona, en los cuales se defendía y se comentaba la conferencia del doctor.
Aracil experimentó una gran satisfacción al verse tratado de genio, y no tuvo inconveniente en presentar en todas partes y proteger a Brull, que se encontraba en una situación apurada.
Le dio dinero, le llevó a su casa y le convidó varias veces a comer.
María, desde el principio, sintió una gran antipatía por Brull. Era este un joven de veintitrés a veinticuatro años, de regular estatura, moreno, con los pómulos salientes y la mirada extraviada. Hablaba con un acento enfático, hueco y estrepitoso, y tenía una inoportunidad y un mal gusto extraordinarios. Lo más desagradable en él era la sonrisa, una sonrisa amarga, que expresaba esa ironía del mediterráneo, sin bondad y sin gracia.
En el fondo toda su alma estaba hinchada por una vanidad monstruosa; quería llamar la atención de la gente, sorprenderla, pero no con benevolencia ni con simpatía, sino al revés, mortificándola. Tenía ese sentimiento especial de las mujeres coquetas, de los Tenorios, de los anarquistas y de algunos catedráticos que quieren ser amados por aquellos mismos a quienes tratan de ofender y de molestar. En algunos países en donde la masa es un poco amorfa, como en Alemania y en Rusia, se da el caso de que los hombres que más denigran su país son los más admirados; en España esto es absolutamente imposible.
María sintió desde el principio una profunda aversión por aquel farsante peligroso, y se manifestó con él indiferente y poco amable.
Brull tenía, como Aracil, cierta originalidad retórica y un ansia por el último libro, la última teoría, el último sistema filosófico, completamente catalana. Una palabra nueva terminada en ismo que no la conociera nadie, era para él un regalo de los dioses.
Si, por ejemplo, hablaban de ideas filosóficas y el uno aseguraba su materialismo y el otro su espiritualismo, saltaba Brull, y exclamaba: «Yo soy partidario del filosofismo». Y cuando sus interlocutores quedaban un poco asombrados, Brull salía con una explicación pedantesca, disertando acerca de un pensador llamado Filosofoff, de la Laponia o de la Groenlandia —sabido es que la civilización y la filosofía huyen del sol—, que había aparecido hacía un mes y tres días, y demostrado la falsedad de todos los sistemas filosóficos europeos, americanos y hasta de los catalanes.
Brull era anticatalanista furibundo, lo cual no impedía que estuviera hablando continuamente de la psicología de los catalanes, de la manera especial que tienen los catalanes de considerar el mundo, el arte y la vida. Los italianos del Renacimiento no eran nada al lado de los catalanes de ahora; al oírle a Brull, cualquiera hubiese dicho que la preocupación de la Naturaleza cuando estaba encinta, embarazada con tanto mundo embrionario, no era saber en qué acabaría su embarazo, sino pensar qué haría con los catalanes.
Al dar tanta importancia a los catalanes tenía que dársela también por exclusión y por comparación a los demás españoles, y así resultaba que, siendo España en conjunto, según Brull, la última palabra del credo, a pedazos era el cogollo de Europa.
Brull no convencía, pero hacía efecto; tenía el don de lo teatral, su argumentación y su fraseología eran siempre exageradas y brillantes. A un interlocutor sencillo le daba la impresión de un hombre extraordinario.
Toda idea de superioridad individual, regional o étnica, halagaba la vanidad de Brull. Contaba una vez a Iturrioz con fruición maliciosa que uno de sus amigos, separatista, llamaba a España la Nubiana; e Iturrioz, que le escuchaba muy serio, le dijo:
—Eso no tiene más que el valor de un chiste, y de un chiste malo. Es lo mismo que lo que me decía un profesor vascongado.
—¿Qué decía?
—Decía que en España no se puede hacer más que esta división: vascos y maketos, y añadía que maketo es sinónimo de gitano.
Brull sintió casi una molestia al oírse llamado por un mote despreciativo. Era el catalán hombre de una susceptibilidad y de una violencia grandes, que se irritaba por las cosas más pequeñas; así que experimentó una ira feroz al ver a María Aracil que no sólo no se interesaba por él, sino que le huía. Esto a Brull le ofendió profundamente, y le maravilló hasta tal punto, que un día, viéndola sola, le dijo con su sonrisa amarga de mediterráneo:
—¿Qué tengo yo para que me odie usted de ese modo?
—Yo no le odio a usted.
—Sí que me odia usted. Tiene usted por mí verdadera aversión.
—No es verdad.
Brull, para tranquilidad de su soberbia, necesitaba suponer en María mejor una aversión profunda que una fría indiferencia.
—¿Es que yo le he hecho a usted algo? —siguió preguntando Brull.
—Sí; está usted arrastrando a mi padre a que haga alguna tontería.
—¡Bah! No tenga usted cuidado —y Brull se echó a reír con su risa antipática—. El doctor no es de los que se sacrifican por la idea.
La risa de Brull hizo enrojecer a María.
—¿Y usted sí? —dijo con desprecio.
—Yo sí —contestó él con una violencia brutal.
—Pues peor para usted —contestó María asustada.
Unas horas después Brull envió una carta a María. Era una carta petulante con alardes inoportunos de sinceridad. Decía en ella que él no había querido a ninguna mujer, porque consideraba a las españolas dignas de ser esclavas; pero si ella quería hacer un ensayo con él para ver si sus dos inteligencias se comprendían, él no tenía inconveniente alguno. De paso, en la carta citaba una porción de nombres alemanes y rusos que María supuso serían de filósofos.
María, que no hubiese sido cruel con otro cualquiera, pensando en que Brull se había reído de su padre, le devolvió la carta, pidiéndole de paso que no le volviera a escribir, porque no le entendía.
Brull debió de manifestar al doctor la aversión que le demostraba María, y Aracil preguntó a su hija:
—¿Por qué le tienes ese odio a Brull?
—Porque es un majadero y un farsante, y además malintencionado y peligroso.
—No, no. Es un hombre desgraciado que no tiene simpatía, pero es un cerebro fuerte. Su historia es muy triste; parece que su madre es una señora rica de Barcelona que tuvo un hijo fuera del matrimonio con un militar vicioso y perdido, mientras el esposo de esta señora estaba en Filipinas, y al hijo lo tuvieron en el campo y luego lo educaron en un colegio de Francia. Y ahora los hermanos de Brull son riquísimos, y él vive de una pensión modesta que le dan por debajo de cuerda.
—De manera que se ha hecho anarquista por envidia.
—No, no. Eres injusta con él. Brull es un hombre de ideas. Parece que de niño era aplicado y quería hacerse cura, hasta que supo su origen irregular y leyó un libro con las atrocidades cometidas en Montjuïch, y se sintió furibundamente anarquista. Lo primero que dice al que le conoce por primera vez es que él es hijo natural, y asegura que tiene orgullo en esto. Es irritable porque está enfermo. Yo le digo que se cuide, pero no quiere… Y lo que pasa en Madrid, que creo que no ocurrirá en ninguna parte…
—¿Pues qué ha pasado?
—Que Brull ha conocido en el café a dos viejecitos que al oírle contar sus aventuras le dan algún dinero y le quieren proteger.
—¿Y él no quiere?
—No. Él se ríe de ellos. Pero la verdad es que sólo aquí, en este pueblo débil y misericordioso, se encuentran estos protectores en la calle.
—Vete a saber lo que les pasará a esos viejecitos. Quizás les recuerde Brull algún hijo que hayan perdido.
—¿Quién sabe?
Aracil estimaba mucho a Nilo Brull, y María llegó a creer que le tenía miedo. Un día el doctor vino por la noche un poco alarmado.
—Esta tarde ese Brull me ha hecho pasar un mal rato —dijo.
—¿Pues qué ha ocurrido?
—Estaba yo a la puerta del Suizo hablando con Brull, cuando se para delante en su coche el marqués de Sendilla. «¿Tiene usted algo que hacer ahora?», me ha dicho. «Nada, hasta las siete». Pues suba usted y daremos un paseo. «Es que estoy con este amigo». «Pues que suba su amigo también». Hemos subido y hemos ido a la Casa de Campo. La tarde estaba magnífica. De repente se cruzan en el camino el rey y su madre en coche, y da la coincidencia de que se paran delante de nosotros, y le veo a Brull con una mirada extraña que se lleva la mano al bolsillo del pantalón como buscando algo. ¡He llevado un rato! El marqués no lo ha notado. Hemos seguido adelante, y a la vuelta el marqués nos ha dejado en la Puerta del Sol. Al bajar del coche le he dicho a Brull: «¡Me ha dado usted el gran susto!», y él se ha reído con esa risa amarga que tiene, y ha dicho: «Yo no soy cazador como él. Respeto la vida de los hombres y la de los conejos.» Pero ¿qué sé yo? Tenía una expresión rara.
—Lo que debías hacer es no andar más con Brull.
—Sí, sí; es lo que haré. En la Casa de Campo he visto a Isidro el guarda, el padre de aquella chica que curé en el hospital.
—¡Ah, sí!
—Me ha saludado con gran entusiasmo. Es una buena persona.
—Pues tiene todas las trazas de un bandido.
—Sí, eso es verdad; sin embargo, yo creo que ese hombre haría por mí cualquier sacrificio.
Un día, Brull presentó al doctor Aracil dos compañeros que venían de Barcelona: el señor Suñer, catalán, y una señorita rusa.
El señor Suñer, hombre de unos cincuenta años, de figura apostólica, se creía un lince y era un topo. Quería hacer propaganda libertaria y todo el que le oía renegaba para siempre del anarquismo. Completamente vulgar y completamente hueco, el señor Suñer se disfrazaba de santón del racionalismo, y los papanatas no notaban su disfraz. Como era rico, el buen señor se daba el gustazo de publicar una pequeña biblioteca escogiendo con un criterio de galápago lo más ramplón y lo más chirle de cuanto se ha escrito contra la sociedad.
El señor Suñer intentaba demostrar en su conversación que como crítico de los prejuicios sociales no tenía rival, y lo único que demostraba era cómo pueden ir juntos mano a mano la pedantería con el anarquismo. Hacía este Kant de la Barceloneta los descubrimientos típicos de todo orador de mitin libertario. Generalmente esos descubrimientos se expresan así: «Parece mentira, compañeros, que haya nadie que vaya a morir por la bandera. Porque ¿qué es la bandera, compañeros? La bandera es un trapo de color…». El señor Suñer era capaz de estar haciendo descubrimientos de esta clase días enteros sin parar.
La bandera es un trapo de color, la Biblia es un libro, las armas sirven para herir o matar, etc., etc. El señor Suñer era un pozo de ciencia y de profundidad. La señorita rusa era una judía que iba rodando por el mundo, en busca de un hombre que explotar. Esta señorita, fea, vanidosa, petulante, sin inteligencia, tenía aire doctoral, cara de mulato, color de dulce de membrillo y lentes.
Aracil habló con Suñer y con la señorita rusa y discutieron acerca de la acción directa. La judía decía que con el tiempo los anarquistas rusos se darían la mano por encima del Rin con los italianos y los españoles. El señor Suñer pidió un libro a Aracil para su biblioteca, un libro pequeño de consejos médicos.
—Esto no le hace a usted solidario con nosotros —dijo Suñer.
—Lo soy. Donde otro vaya iré yo.
Suñer, Brull y la rusa estrecharon con fuerza la mano de Aracil. Era un pacto, un compromiso solemne y teatral al que no le faltaba más que música.
«Si esperan que yo haga algo —dijo Aracil cuando se vio solo y se sintió frío y prudente—, están divertidos.»
Al cabo de algún tiempo María recibió una carta de Brull fechada en París, una carta larga, inquieta, exasperada y artística. Terminaba diciendo: «Alguna vez oirá usted hablar de mí. ¡Adiós!»
«¡Adiós!», dijo María —y rompió la carta con disgusto. Aquella gana de tomar la vida siempre en trágico le molestaba. Además creía que Nilo Brull, sobre ser desagradable y antipático, era un farsante.