V

ANARQUISMO Y RETÓRICA

Un acontecimiento que tuvo una gran importancia en la vida de Aracil y de su hija fue una sencilla conferencia que dio el doctor en el Ateneo.

Algunos de sus admiradores de la docta casa le invitaron con insistencia a hablar, y Aracil, después de resistir un poco, aceptó y dijo que su trabajo versaría acerca de «El anarquismo como sistema de crítica social».

El doctor recogió sus ideas sobre esta cuestión y escribió algunas cuartillas, y una noche en que fue a visitarle Iturrioz, le leyó su trabajo.

Aracil, que se conocía bastante bien y sabía basta dónde alcanzaba su decantada originalidad, consideraba a Iturrioz como un receptáculo de originalidades en bruto y como un comprobador de sus ideas. Por esta razón nunca había presentado a su amigo en los sitios que él frecuentaba, y a Iturrioz, que era ingenuo y, como él decía, uno de los defensores de la antiliteratura y del antihumanismo, no se le podía ocurrir que sus frases toscas las luciera su amigo un poco mejor aderezadas como ocurrencias chispeantes.

La tesis que defendió Aracil en su Memoria no era nueva ni mucho menos; se reducía a sostener que el anarquismo es la forma actual del análisis y de la crítica, y que los sistemas anarquistas o ácratas conocidos no son en el fondo más que formas caprichosas y sin ningún valor del socialismo utópico.

Según Aracil, en el pensamiento existen siempre ideas y juicios propios, individuales, e ideas y juicios prestados, impuestos, aceptados por inercia espiritual. Las ideas adquiridas o heredadas estaban reconocidas y sancionadas por el temor, por la utilidad o por la costumbre; las ideas individuales, propias, contrastadas por la razón, nacían de una tendencia analítica; pero, en general, pugnaban contra el ambiente. Estas tendencias analíticas, impulsos de nuevos conocimientos, iban históricamente constituyendo la filosofía, la crítica y la ciencia en último término.

Al descender la tendencia analítica desde la altura de los hombres ilustres a la masa, había creado el anarquismo, llamando así a la crítica pura, no a la arbitraria concepción de la sociedad sin Estado.

«Claro que es natural —leyó Aracil— que el hombre cuyas ideas estén expuestas a una nueva contrastación varíe sus ideales y hasta modifique la noción central de su pensamiento. Esto carece de importancia en el escritor o en el filósofo, pero la tiene grande en el político, que debe poseer la habilidad de no dejar traslucir sus desilusiones ni la variación de sus puntos de vista, pues la masa no sigue la evolución de las ideas en un hombre y atribuye siempre a motivos interesados lo que puede ser sólo producido por motivos intelectuales.»

Aracil siguió leyendo su Memoria, y cuando concluyó, mirando a su amigo, dijo:

—¿Qué te parece?

—Bien.

—¿Lo encuentras razonado?

—Sí.

—Pero bueno, ¿qué objeciones se te ocurren?

—Muchas. —Y el doctor Iturrioz quedó pensativo, mirando al fuego—. Claro que me parece natural y lógico en toda persona joven, sana y honrada, ser rebelde, inmoral y ateo. ¿No te molesto, María?

—No, por mí puede usted hablar —dijo María, que bordaba a la luz de la lámpara.

—Sí —murmuró Iturrioz, y sacudió con las tenazas las leñas que ardían en la chimenea—; todo hombre fuerte, inteligente, que conserve sus tejidos cerebrales jugosos, tiene que ser un negador en presencia de la estupidez de las leyes y de las costumbres. Ahora, cuando va viniendo el cansancio y el temor de no poder luchar contra el medio social, estado que probablemente procederá de una atonía, quizás de la esclerosis del sistema nervioso, entonces se va acabando la rebeldía, se acepta la moral, se reconoce la legitimidad de la religión. Esto no quiere decir más que laxitud y fatiga. ¿Por qué he transigido yo en la casa de huéspedes donde vivo con un cura imbécil que me molesta todos los días? Por fatiga.

—¿Y tú crees —preguntó Aracil, viendo que el buen ogro de Iturrioz divagaba— que debía sostener en mi Memoria francamente la anarquía?

—No; la anarquía es una necedad, una utopía ridícula y humanitaria, indigna de un investigador —contestó Iturrioz—. Un hombre no es un astro en medio de otros astros; cuando un individuo es fuerte, su energía se extravasa e influye en los demás. ¿Es que yo creo imposible la anarquía en el porvenir? ¡Pse!, no sé. La anarquía, o la acracia, o algo parecido a una sociedad casi sin Estado, puede venir algún día, y puede venir de la cultura, de la democracia y de la debilidad. El día que los hombres elevados sean muchos y sus instintos débiles, nadie querrá mandar. Pero si la acracia es posible en un porvenir lejano, no lo es actualmente, y no vale la pena de preocuparse de la vida en lo futuro, sino de la vida actual.

—Y para la vida actual, ¿tú crees perjudicial el anarquismo?

—Perjudicial, no; al revés. Para mí la vida española de hoy es como una momia envuelta en vendas, o, mejor quizás, como una de esas figuras de un escaparate de ortopédico, cojas, mancas, llenas de férulas, de vendajes y de aparatos. ¿Qué se puede idear para que la figura se mueva y ande? Yo creo que hay dos caminos: uno, el mejor, el de la violencia, el de la lucha individual, echando a un lado la vieja moral, la religión, el honor, todas esas preocupaciones que nos han aplastado; reduciendo el Estado a un artificio mecánico, a una policía y a un Código; otro, el de la nivelación de los hombres por el socialismo. Para mí la moral de España no debía ser otra que la de la excitación del amor propio. Nada de patria, ni de religión, ni de Estado, ni de sacrificio; al español no se le debía hablar más que a su orgullo y a su envidia. Ese ha hecho más que tú, tú debes hacer más que él.

—Sí, un individualismo salvaje, una concurrencia sin ley —dijo Aracil.

—Es que el individualismo, la concurrencia libre, no quiere decir la desaparición absoluta de la ley y de la disciplina; quiere decir la muerte de una ley para la implantación de otra, la derogación de una ética contraria a los instintos naturales por el reinado de otra ética en armonía con ellos.

—¿Y cuál es la ética natural, según tú?

—Si yo pudiera darte la fórmula de la ética natural, sería un hombre extraordinario. No, no tengo tanta ambición. Hoy, además, la ética está en un período constituyente; por eso no pretende ser una valoración, sino que se contenta con ser una explicación. Antes el moralizar tenía dos formas: el elogio y el vituperio; hoy no puede tener más que una: el análisis. Pero transitoriamente yo creo que para la moral se puede tomar como norma la vida misma. Debemos decir lógicamente: «Todo lo que favorece la vida es bueno; todo lo que la dificulta es malo.»

—Es que lo que favorece la vida individual puede perjudicar la vida colectiva, y al contrario —arguyó Aracil.

—Cierto. En esto se separan dos civilizaciones y dos razas: la latina, entusiasta del derecho; la bárbara, entusiasta de la fuerza.

—Y tú eres un bárbaro, amigo Iturrioz.

—En último término, todos somos bárbaros. Para mí el hombre siempre tiene razón en contra de los hombres. La idea del derecho empapa también su raíz en la fuerza. La vida se nutre de violencia y de injusticia, no porque la vida sea mala, sino porque los hombres han soñado con la dulzura y la justicia sin contrastarlas con la vida; han soñado los lobos que eran corderos, y ¡claro!, todo lo que no sea un sueño de Arcadia les parece malo. Y eso es lo que yo creo que hay que hacer: vivir dentro de la vida natural, dentro de la realidad, por dura que sea; dejar libre la brutalidad nativa del hombre. Si sirve para vigorizar la sociedad, mejor; si no, habrá por lo menos mejorado el individuo. Yo creo que hay que levantar, aunque sea sobre ruinas, una oligarquía, una aristocracia individual, nueva, brutal, fuerte, áspera, violenta, que perturbe la sociedad y que inmediatamente que empiece a decaer sea destrozada. Hay que echar el perro al monte para que se fortifique, aunque se convierta en chacal.

—Eres un salvaje.

—¿Por qué no? En España todos tenemos un gran fondo de salvajismo. Aquí no hay espíritu cívico, social, de humanismo. No lo ha habido nunca.

—Desgraciadamente.

—O afortunadamente. Aquí no hay más que tres cosas: un patriotismo, de Madrid, burocrático y falso; un regionalismo, que es una cursilería, un provincialismo infecto, y luego la barbarie natural de la raza. Esto es lo español. Y no lo comprenden. Estamos aquí empequeñecidos, aminorados, queriendo vivir con las leyes, cuando aquí debemos vivir contra las leyes. Este espíritu legalista ha producido en España una subversión completa de las energías. Así, que en todos los órdenes de la vida triunfa lo mediocre, y lo mediocre se apoya en lo que es más mediocre todavía. Toda nuestra civilización actual ha servido para reducir al español, que antes era valiente y atrevido, y convertirlo en un pobre diablo. Y luego no es sólo la mezquindad de la vida, sino que es también su irrealidad. La vida española no tiene cuerpo, no es nada. Los instintos vegetativos y una serie de impresiones en la retina; esa es toda nuestra existencia, nada más. Somos mejores para figurar en las vitrinas de un museo arqueológico que para luchar; vivimos hechos unos animales domésticos, no fuertes y bien cebados, sino canijos y tristes, con el aire débil y lánguido que tienen los animales cuando se les encierra. Porque hay que ver hasta dónde hemos llegado de pequeñez, de mezquindad, de cursilería. Antes creíamos que los cursis eran los pobres, y no, en España los cursis son los potentados, los aristócratas, los duques, los escritores, los políticos; lo cursi es el Congreso, las redacciones de los periódicos, los saloncillos de los teatros, el Ateneo, los lunes del Español…; las casas de huéspedes no son más que pobres y los que vivimos en ellas unos miserables desdichados. Desde los miembros de la familia real, que por lo virtuosos y económicos más parecen formar parte de una honrada familia de estanqueros, hasta el último empleadillo madrileño, todos los españoles tenemos las trazas de unos conejillos mansos.

—Sí, todo eso está bien. Es posible que sea cierto. Pero consecuencia, consecuencia. Negar es muy fácil. ¿Qué se saca de lo que dices? ¿Qué solución?

—¿Qué es lo que quieres, una solución práctica?

—No; una solución concreta y posible. Porque a una humanidad decaída, agotada, que no puede vivir más que a la defensiva, con estimulantes, tirarle todas sus medicinas por el balcón y decirle: «Hay que vivir en el monte, entre la nieve», le parecerá absurdo. «¿Y el frío?» preguntará.

—Que lo resista —exclamó Iturrioz.

—¿Y el calor?

—Que lo resista también.

—Se necesita mucha fe para vivir espiritualmente a la intemperie, y a esta gente que se constipa con sacar la cabeza por la ventana no le convencerás de esto.

—Fe, sí —dijo Iturrioz—. Eso es lo indispensable. Fe en el hombre, fe ciega, fe inquebrantable. ¿Pero se puede desarrollar la fe? Yo creo que sí. Engendrada la fe, la violencia nos libraría del mal.

—También yo creo lo mismo, que se necesita fe. Pero no creo, como tú, que se pueda producir en un momento, sino en años. ¿Pero es que tenemos prisa? Nada más ridículo que esa idea que han echado a volar unos cuantos de que España como nación peligra. Ni Inglaterra, ni Francia, ni Alemania intentarían destruir España.

—¡Bah! Claro que no. El peligro de España no es un peligro exterior.

—Es que hay gente que supone que existe un peligro exterior, y no lo hay, ¡qué ha de haber! Y por lo mismo —siguió diciendo Aracil— es necesario tomar todo el tiempo indispensable para digerir la época y absorberla y asimilarla y formar un ideal. Estamos rodeados de escombros; hay que ver lo que sirve y lo que no sirve, con calma, sin precipitaciones que nos podrían llevar a un desastre. Y para esta obra hay que echar a reñir en la calle a todas las ideas, a todos los sistemas, y como base hay que apoyarse en el socialismo como sistema crítico para la transmutación de los valores económicos, y en el anarquismo como sistema crítico para la transformación de los valores morales y religiosos. ¿No te parece?

—Sí, me parece una solución lógica, lo cual no quiere decir que sea buena. Yo, en el caso particular de España, tengo alguna fe en el hombre; pero nuestro ambiente es infeccioso, es mefítico. Aunque hubiera aquí una invasión de raza joven, nueva, no podría resistir lo morboso del ambiente. Allí donde llega esta seudocivilización que se irradia de nuestras ciudades, allí, se pudre en seguida todo. La Península entera está gangrenada.

—¿Y qué dirías del anarquismo activo, del anarquismo de la dinamita?

—Diría que ha perturbado el anarquismo. Sólo la idea destruye; sólo la idea crea. La bomba como venganza, me parece absurda, y como medio de protesta, también. Si con una bomba se pudiera suprimir el planeta, entonces sería cosa de pensarlo. Pero matar unas cuantas personas, es horrible, porque todo puede ser lícito, menos llevar la muerte en medio de la vida. La vida es la razón suprema de nuestra existencia.

—Sin embargo —exclamó Aracil—, a veces esos atentados tienen un aire de ejemplaridad.

—¡Claro, como todas las catástrofes!

—Yo hasta creo que tienen su belleza. Un dinamitero me parece un artista, un escultor bárbaro y cruel que modela en carne humana.

—Papá bromea —saltó diciendo María.

—No, no.

—Hay algo de verdad en lo que dice —replicó Iturrioz—; tu padre, María, tiene el virus estético metido en las venas; no en balde procede del Mediterráneo.

Pasaron a otro asunto, pero Aracil no desaprovechó los puntos de vista señalados por su amigo para comentarlos en su Memoria.

Llegó el día de la conferencia, Aracil se preparó su público, y alcanzó un gran éxito. Su mayor habilidad fue el mezclar con lo serio notas humorísticas y cómicas; tuvo frases pintorescas para definir gráficamente el modernismo, la Pedagogía, el género chico, el automóvil, la filosofía de Nietzsche, la política hidráulica y el baile flamenco muy celebradas. De ademanes y de accionado estuvo inmejorable; supo subrayar unas cosas y atenuar otras con verdadera maestría.

—Es un cómico este Aracil —exclamó Iturrioz.

—Muy brillante, muy ingenioso —dijo el primo Venancio—; pero sin una afirmación práctica.

La opinión general consideró la conferencia como un éxito, los periódicos le dedicaron más de una columna, y algunas revistas ilustradas publicaron el retrato de Aracil.

María discutió varias veces con su primo acerca de la Memoria de su padre. Ella la defendía, como es natural; Venancio consideraba lo dicho por Aracil como una fantasía literaria, como un juego mental divertido. Venancio era enemigo de la política y de las fórmulas teóricas. Un día le dijo a María que para él el único propósito serio que podía haber en España era que desde San Sebastián hasta Cádiz y desde La Coruña hasta Barcelona se pudiese ir entre árboles. Todos esos otros sistemas metafísicos y éticos, como el anarquismo, le parecían vueltas a concepciones pedantescas y a paparruchas semejantes al krausismo. En cambio, un ideal concreto, práctico, de un país lleno de árboles, suponía una transformación de la vida, convirtiéndola de áspera y ruda en civilizada y humana. Para llegar a esto, pensaba que actualmente en España no había camino; ingresar en cualquier partido constituía una estupidez. Su plan era individualismo y trabajo, plantar árboles y mejorar la tierra.

María, en el fondo, estaba conforme con él, pero le llevaba la contraria por defender a su padre y para oírle.