IV

AMISTAD

No existía buen acuerdo entre el primo Benedicto y el doctor Aracil. La familia de Venancio no había visto con buenos ojos el matrimonio del doctor con la madre de María, porque, al parecer, Enrique Aracil, antes de casarse y después de casarse también, tuvo sus veleidades de Don Juan. María notó que existía un marcado antagonismo entre su padre y Venancio.

«Es un topo —decía Aracil—. De estos hombres que sirven para las cosas pequeñas y que no pueden llegar nunca a las ideas generales.»

Las ideas generales constituían el caballo de batalla de Aracil. En el fondo, las ideas generales no eran para el doctor más que las ideas de moda aderezadas con unas cuantas ingeniosidades y chistes.

Venancio no iba a la zaga en criticar a los hombres de las ideas generales, y una vez, refiriéndose a un médico orador, dijo: «Los hombres brillantes son la plaga de España. Mientras aquí haya hombres brillantes no se hará nada de provecho».

María fue evidenciando la hostilidad al principio latente entre su padre y Venancio, y la achacó a divergencias de temperamento. Pensaba que el ingeniero sentía también algunos vagos celos de los triunfos de su padre. Sin embargo, le costaba trabajo atribuir una mala pasión a Venancio, porque a medida que le trataba veía en él más claramente un carácter limpio de intenciones tortuosas y de envidias. Venancio alababa con entusiasmo a los compañeros que llegaban a conseguir lo que él pretendía, y los alababa sin resquemor, con una buena fe extraordinaria. Para él la ciencia era como una gran torre hacia lo ignorado que había que agrandar y completar, y casi le parecía lo mismo que la completara y agrandara un hombre u otro.

Aracil, con un criterio diametralmente opuesto, consideraba la Ciencia, el Arte o la Política como campos donde poner de manifiesto y destacar la personalidad, y estimaba el summum de la vida de un escritor, de un hombre de ciencia o de un artista el que el conjunto de las letras de su nombre se escribiera cien, doscientos, quinientos años después de muerto.

En algunas cuestiones, Aracil y Venancio coincidían, pero era más una coincidencia superficial que otra cosa. Ambos sentían el mismo apartamiento por la vieja moral sancionada; pero en Aracil su protesta le servía como motivo de charla, y en Venancio era una convicción que llevaba a la vida.

Aracil no se había preocupado nunca seriamente de las ideas de su hija; en el fondo creía, como buen meridional, que las ideas de una mujer no valen la pena de ser tomadas en serio.

En cambio Venancio, en el caso concreto de sus hijas, quería desenvolver la personalidad de las niñas, buscando la manera de armonizarla con el medio.

El hombre, según él, debía poner la vida entera en educar a sus hijos. Siguiendo su teoría, Venancio estaba a todas horas ocupadísimo.

«Siempre se habla a los hijos de los deberes que tienen para con los padres —decía él—. A quienes hay que hablar es a los padres de los deberes que tienen para con sus hijos.»

Y esto, sin ser una gran novedad, era ciertísimo.

Venancio no quería llevar al colegio a sus chicas.

«Entre el miedo al diablo, el hacer trabajar la inteligencia sobre el vacío de estúpidas abstracciones y la falta de ejercicio, los colegios españoles estropean la raza. No dan más que dos productos, y los dos malos: la mujercita histérica, mística y desquiciada, o la mujerona gorda y bestial.»

María no aceptaba siempre las ideas de Venancio, y solían discutir. Fuera de las cuestiones filosóficas y literarias, de las cuales el ingeniero tenía un concepto demasiado sumario, en lo demás era un enciclopedista; una flor, una llave de luz eléctrica, un charco, una nube, un trozo de piedra, le servía de motivo para una larga y entretenida disertación científica.

María muchas veces le contradecía por oírle.

Al principio de conocerle sintió por el primo Venancio un afecto mezclado de efusión y de ironía.

El ver que el ingeniero la consideraba no como una niña, ni como una señorita impertinente, sino como una persona mayor, a quien se podían consultar los asuntos más graves y serios, daba a María una impresión de simpatía y de risa. Luego se fue acostumbrando a este trato de seriedad, y experimentó una sensación de paz al hablar y discutir con su primo.

Venancio poseía una gran calma y ecuanimidad; en caso de duda, siempre se inclinaba en un sentido conciliador. Muchas veces María se rebelaba contra la opinión sensata de su pariente, y replicaba con viveza alguna frase irónica por el estilo de las del doctor Aracil; pero cuando le pasaba el pronto convenía en que casi siempre Venancio tenía razón.

Muchas veces satirizaba la flema del ingeniero, pero lo cierto era que a su lado sentía un agradable bienestar. En general, con las demás personas María era un poco burlona; la mayoría de las gentes conocidas le excitaban a mostrarse ingeniosa y aguda. A Venancio no le gustaban las frases chispeantes, que envuelven casi siempre desdén o mala intención, y cuando elogiaba a María era cuando se mostraba juiciosa y humana.

«Me quiere —pensaba María—, pero me quiere como a una hija mayor.»

Alguna vez sentía como un relámpago de coquetería, y casi sin darse cuenta, llevada por su instinto de mujer, hacía un gesto o dirigía una mirada que Venancio notaba en seguida, y entre asombrado y confuso contemplaba a María con una gran inquietud en sus ojos castaños, de una mirada tímida y honrada.

«¿Por qué no me dice alguna vez que estoy bien, que soy bonita?» pensaba ella.

Algunos días María se presentó en casa de Venancio con traje nuevo, elegante, ágil y graciosa como un pájaro. En la calle oía elogios a su gallardía, y ella pensaba: «¡Y él no me va a decir nada!». Y efectivamente, él no sólo no le decía nada, sino que al verla tan elegantona desviaba la vista y le hablaba sin mirarla, como si sus atavíos le produjeran cierta cortedad y turbación.

Siempre que tenía tiempo de sobra, María iba a casa de Venancio y tomaba parte en las lecciones, y cuando concluían estas se llevaba a pasear a las niñas.

María y sus sobrinas conocían todos los grandes y los pequeños encantos del paseo de Rosales.

Entre los grandes encantos de este paseo podía considerarse como el mayor la vista del Guadarrama, azul en las mañanas de invierno, con su perfil hosco y sus crestas de plata; gris las tardes de sol y violáceo oscuro al anochecer. La Casa de Campo tenía también perspectivas admirables, con sus cerros cubiertos de pinos de copa redonda. En otoño, las arboledas de esta posesión real presentaban una gama de colores espléndidos, desde el amarillo ardiente y el rojo cobrizo hasta el verde oscuro de los cipreses. El Manzanares, después de las lluvias otoñales, tomaba apariencias de un río serio y se le veía brillar desde lo alto de los desmontes y deslizarse por debajo de un puente.

Los pequeños encantos del paseo consistían en ver cómo trabajaban los obreros en el Parque del Oeste, en contemplar los estanques próximos a la Moncloa, bordeados de cipreses, y en seguir con la mirada los rebaños de cabras diseminados por los barrancos, en busca de la hierba corta nacida entre los escombros. Y aun con estos no se agotaban los atractivos del paseo, pues quedaba todavía como recurso el presenciar los ejercicios musicales de los cornetas y tambores, instalados en los desmontes, y el ver cruzar los trenes que se alejaban echando humo blanco que flotaba en el aire como una nubecilla.

Daba la impresión este balcón del paseo de Rosales de esos cuadros antiguos y explicativos en los cuales el pintor trató de sintetizar las actividades de la vida entera. Al mismo tiempo que el tren echando humo, se veía cerca una casuca con un corral, en donde los conejos jugaban y las gallinas picoteaban en el estiércol; cerca de los soldados, los golfos husmeaban en los alrededores de la antigua fábrica de porcelana.

El paseo en algunas ocasiones se llenaba de gente, y en los días de fiesta, de santos del rey o de la reina, había para los chicos el espectáculo sensacional de ver disparar las salvas de artillería…

Una noche de verano, muy estrellada, estaban en el despacho Venancio con sus hijas y María. Tenían el balcón abierto, y vieron cruzar el cielo una estrella errática que dejó un rastro luminoso. Venancio quiso dar la explicación del fenómeno, y tuvo que remontarse hasta el sistema del mundo. Desde la atmósfera de la Tierra, por la que cruzan incandescentes los asteroides, pasó a hablar de los demás planetas: de Marte, con sus canales y sus fantásticos avisos enviados a nuestro mundo; de Venus y de Júpiter. Luego habló del Sol, de su tamaño, de la cantidad de fuerza que representa su calor, de las hipótesis que hay para explicar este incendio; después indicó esa estrella de la constelación de Hércules, hacia donde marcha con el Sol todo el sistema planetario; señaló la Osa mayor y menor, la constelación del Dragón, Casiopea, Vega, que dista de la Tierra cuarenta y dos billones de leguas; Arturo, cuya luz tarda en llegar a nosotros veinticinco años, y al último se perdió en conjeturas hablando de la Vía Láctea y del espacio…

María experimentaba como un vértigo al sumergir la mirada en aquel éter desconocido, lleno de mundos ignotos… Las niñas se habían dormido, Venancio seguía hablando y María escuchaba y miraba al cielo.

—¿Y eso para qué? —preguntó de pronto María.

Venancio sonrió.

—Aunque tuviera una razón, un objeto, el universo —dijo—, los hombres no lo podríamos comprender.

—¿Y si lo tuviera? —preguntó María con ansiedad.

—Si lo tuviera, lo tendríamos también nosotros. Estaríamos dentro de una intención divina.

—¿Y si no lo tiene?

Venancio se encogió de hombros.

—Si no lo tiene —agregó María con viveza—, estamos desamparados.

Y al decir esto sintió un escalofrío del relente de la noche.

—No hay que tener demasiada ambición —dijo Venancio pensativo.

—Me voy, es muy tarde —saltó diciendo María.

—Te acompañaré.

Salieron, y sin hablarse fueron hasta casa de Aracil.

Desde aquel día el ingeniero tomó a los ojos de María un carácter de sabio misterioso que vivía trabajando en su laboratorio y observando las estrellas.

Las visitas tan frecuentes de María a casa de su primo no pasaron inadvertidas para sus tías.

—Chica, eso no se puede hacer —le dijo la tía Belén, hablando de esta cuestión.

—¿Por qué no?

—¿Qué va a decir la gente?

—Que diga lo que quiera. ¡A mí qué me importa!

—¡No te importa! ¿No te ha de importar? Yo conozco a Venancio y sé cómo es; pero otra persona puede pensar cualquier cosa mala.

—¡Pse! ¡Que piense!

—Es que esa indiferencia no se puede tener en sociedad. No se puede ser así.

—Pues yo no pienso ser de otra manera. Venancio es mi pariente y mi amigo; me da lecciones de cosas que a mí me sirven.

—Sí, y dicen que mientras tanto te hace el amor, que se ha enamorado de ti.

—¡Bah! No diga usted tonterías. Venancio es muy bueno y yo le tengo mucho cariño y a sus hijas también. Y si la gente quiere creer otra cosa, ¡qué le voy a hacer!, no voy a dejar de ver a las personas que quiero pensando en lo que dicen las que me tienen sin cuidado.

Este espíritu de independencia fue comentado entre los amigos y parientes de la casa de doña Belén, y el tío Justo, el filósofo de la familia, hombre muy casero, muy ordenado, muy indiferente y egoísta, pero de una gran probidad en las palabras, dijo:

—Yo creo, la verdad, que con el tiempo todas las mujeres de algún corazón y de alguna inteligencia serán por el estilo de María.

La declaración cayó como una bomba, y tía Belén afirmó que, aunque fuera verdad, era una impertinencia decirlo delante de sus hijas.

El tío Justo, hombre de gran sentido práctico, sabía poner los puntos sobre las íes, y a su audacia de expresión no arredraba nada. Alababa siempre a María por su deseo de trabajar y por su espíritu de independencia, pero solía decirle a quemarropa: «Tu padre es un farsante —y añadía—: El que vale más de toda la familia es Venancio».

María no sentía ningún afecto por este viejo cínico ni por su franqueza tampoco, porque fuera de su juicio claro y exacto de las cosas no tenía nada digno de estimación, y aun su veracidad le servía únicamente para ser lo más desagradable posible.

A consecuencia de estas visitas de María a casa de su primo se habló de que el ingeniero debía casarse, y un día en que los dos se reunieron en casa de la tía Belén, esta provocó la conversación del matrimonio de Venancio.

La buena señora creía cumplir una misión providencial preparando matrimonios, y apuró todos sus argumentos para convencer al ingeniero. Él la oía unas veces afirmando con ella, otras negando.

—Y a ti, ¿qué te parece? —preguntó Venancio a María— ¿que me debo casar?

—No —contestó ella—; harías una barbaridad. Además, no vas a encontrar quien quiera cargar con un viudo con cuatro chicas.

Venancio se turbó.

—Pues yo creo que debía casarse —insistió la tía Belén—. Si no estas niñas, ¿qué van a hacer cuando sean un poco mayores?

—Siempre estarán mejor que con una madrastra —replicó María.

—En fin, no sé —concluyó el ingeniero pensativo—. Es difícil decidirse. Además, no me querrían. Es indudable.

María comprendió que había ofendido a Venancio, y lo sintió en el alma. Muchas veces pensó después en la manera de enmendar su salida de tono, pero temía echarlo a perder. Sin embargo, veía que su frase había herido a su pariente, y pensar que devolvía con una broma dura y cruel las atenciones que tuvo siempre con ella, le llenaba de tristeza.