PRÓLOGO
María Alejandra regresaba a casa del colegio cuando vio a un hombre saliendo a hurtadillas del renegrido edificio que, antes de que lo alcanzaran las bombas, había sido la panadería del señor Merello. El desconocido miró a derecha e izquierda antes de cruzar rápidamente la calzada, atisbando por encima del hombro como si temiera algo, y enfiló por la calle Amor de Dios. María Alejandra lo observó extrañada. El hombre llevaba el uniforme de la Guardia Civil, y los agentes de ésta ya no sentían miedo de nada.
Por un instante Alejandra consideró la posibilidad de elegir otro camino para volver a casa. Pero los libros le pesaban, y un hombre que actuaba de manera extraña no le pareció motivo suficiente para caminar más de la cuenta.
Anduvo por Amor de Dios tras él. Pasaba ante otro edificio sin tejado cuando oyó disparos. Para su oído experto no eran de ametralladora, sino de pistola, y su madre le había comentado que ya no habría más bombardeos. No obstante, casi la mitad de los siete años de edad que tenía Alejandra habían estado marcados por la guerra, y la niña sabía que no debía correr riesgos inútiles. Contrariada por el daño que pudiera sufrir su uniforme escolar, soltó la cartera con los libros y se lanzó al suelo, cubriéndose automáticamente la cabeza.
Al principio no se produjo ningún sonido. Alejandra levantó la cabeza con cautela y el hábito la impulsó a escudriñar el cielo. Todo el mundo sabía que los aviones alemanes no sobrevolaban esa zona de la ciudad después de las cuatro de la tarde, y en los últimos días no habían sufrido ningún bombardeo, pero Alejandra era incapaz de dejar de examinar nerviosamente las alturas. Siempre le habían dado miedo los aviones. Incluso los adultos los temían. La niña se incorporó y recogió los libros, algunos de los cuales se habían caído al suelo. Alguien se acercaba a ella por la calle. Alejandra se acurrucó en el portal de la derruida casa de vecinos, ocultándose tras la única pared que quedaba en pie tras el umbral. Oyó pasos y vio unas piernas enfundadas en un uniforme de la Guardia Civil. Esta vez el hombre no tenía prisa y canturreaba entre dientes.
Alejandra esperó hasta que el sonido de los pasos se apagó. No le gustaban los guardias civiles. Su tío afirmaba que eran unos traidores. Su madre opinaba que algunos guardias eran buenos y luchaban por el pueblo, pero que la mayoría apoyaba a los sediciosos que se habían levantado contra la República. Lo más probable era que ya hubieran arrestado a todos los que eran buenos, como el padre de su amiga Candela. O tal vez incluso se los habrían llevado a dar el paseíllo. Alejandra no estaba segura de lo que ocurría cuando se llevaban a alguien a dar el paseíllo, pero sabía que los mayores a menudo se reían cuando decían que algún día los generales fascistas que habían iniciado el levantamiento también irían a «dar el paseíllo». Y sabía que Mari Carmen, una niña de cuarto curso, faltó a clase durante una semana porque a su abuelo, que vivía fuera de Madrid, en una zona que había caído en manos de los rebeldes hacía seis meses, se lo habían llevado también a «dar el paseíllo». Cuando Mari Carmen volvió al colegio llevaba el uniforme teñido de negro.
Alejandra se acurrucó tras la pared y trató de meter de nuevo los libros en la cartera, pero antes la maestra la había ayudado a guardarlos bien y ahora no lograba que cupieran todos. Se colocó bajo el brazo el cuaderno de ejercicios, contenta de que el hombre se hubiera marchado. En la esquina de Amor de Dios con Santa María se detuvo otra vez. El hombre que había visto antes, el guardia civil que parecía asustado, yacía tendido boca abajo en el suelo, en un charco de sangre. María Alejandra lo contempló durante un largo instante. Luego se le cayó el cuaderno y echó a correr.