9
Gonzalo no necesitaba despertarse tan temprano para ir a su cita con los estraperlistas. Con la ayuda de unos pocos gajos de naranja, Carmen había persuadido a su hija para que fuera al colegio esa mañana. De mala gana y después de muchas protestas, al final Aleja había accedido, pero sólo con la condición de que su madre la acompañara. Gonzalo, que se había acostumbrado a levantarse tarde, se despertó al oír la discusión, pero fingió que seguía dormido.
Varias horas más tarde todavía estaba tumbado en el sofá, deseando que el tiempo avanzara más rápido, cuando regresó Carmen.
—¿Fue por fin al colegio? —preguntó él.
—Sí. —Carmen se desplomó en una silla y se frotó las sienes—. Creo que me duele la cabeza desde hace seis meses.
—¿Sólo? —preguntó Gonzalo, sin abrir los ojos. Su hermana bufó, pero no respondió—. ¿Has encontrado trabajo?
—Acabo de volver del colegio —replicó Carmen, cansada.
Gonzalo se sentó.
—El colegio no queda tan lejos —objetó él—. ¡Has estado fuera más de tres horas!
—Descansé un poquito en el camino de vuelta. ¿Puede saberse qué tiene eso de malo?
Gonzalo se mordió la lengua. Por un momento se preguntó si merecía la pena guardar unos céntimos para intentar comprar comida imposiblemente cara, o si era más práctico ahorrarse las molestias y gastarlos en el tranvía. Recordó su propio esfuerzo para llegar a la plaza de la Cebada.
—¿Aleja hizo bien el camino?
—La llevé en brazos una parte. Y le dije que no viniera a casa a almorzar.
Gonzalo no preguntó de dónde había sacado las fuerzas para llevar en brazos a su hija. Supuso que era una de esas cosas que sólo son capaces de hacer las madres.
—¿Sabes dónde puede haber trabajo? —preguntó, consciente de que la estaba irritando, pero incapaz de evitarlo.
—No. —Para su sorpresa, ella no replicó con malos modos.
El susurro no expresado, «puta roja», bailó en el silencio, y cada uno de ellos esperó que el otro no lo oyera. Carmen había visto a más mujeres en la calle que Gonzalo, así que el susurro resonó con más fuerza en sus oídos. Para apagarlo, añadió en voz alta:
—Tal vez pueda dedicarme a coser.
Gonzalo dio un respingo cuando una voz clara dijo en su memoria: «Tu hermana odia coser, y a mí no me importa». Viviana siempre había sostenido que le gustaba coser. Él se burlaba de ella, diciendo que hablaba como una beata que rezaba todas las noches por la salud de Franco.
—Si… Viviana… estuviera aquí, nos ayudaría —consiguió musitar.
—Sí, pero no está. —A Carmen ya no le alcanzaban las fuerzas para ser amable.
No sabe lo que es, pensó Gonzalo, aturdido por su crueldad, olvidando cómo había reaccionado Carmen ante la noticia de la muerte de su marido. Ambos guardaron silencio. Gonzalo no estaba seguro de si se había adormilado o si simplemente su mente se había quedado en blanco durante un rato. Reaccionó poco antes de las tres, cuando Carmen dijo:
—Voy a ver a Manuela. Aleja querrá cenar.
Él asintió, atrincherado en su silencio, pues sabía que si hablaba revelaría que también él tenía hambre. Cuando el reloj dio las tres y media, su paciencia se agotó. Se levantó del sofá y entró en el dormitorio. El armario estaba casi vacío. La ropa de su cuñado, y muchos de los vestidos de su hermana, hacía tiempo que habían sido adaptados para Aleja. Y allí, detrás de las prendas, tal como esperaba, se encontraba el revólver que recibió cuando se unió a los carabineros. Lo cogió, junto con un abrigo que le quedaba muy holgado. Cuando comprobó que la pistola quedaba disimulada bajo el abrigo, salió del apartamento y bajó por la escalera. Sabía que no tardaría ni una hora en llegar a la calle Alcalá, pero se dijo que le sentaría bien descansar por el camino, como había hecho Carmen. Por otra parte, los estraperlistas tal vez no lo esperaran si llegaba tarde. Eran argumentos débiles, pero cualquier cosa parecía mejor que permanecer tumbado en el sofá sin hacer nada.
Gonzalo caminó despacio, calculando con cuidado la ruta más directa para ahorrarse camino. Los callejones cercanos a la calle Tres Peces le resultaban reconfortantemente familiares. Los edificios que se alzaban a cada lado ofrecían sombras amistosas y prometían paredes sólidas para sostenerlo si necesitaba descansar. En cambio, la anchura barrida por el viento de la calle Atocha le hizo sentirse desagradablemente expuesto. La vía parecía desnuda debido a la ausencia de coches, y los solares sembrados de escombros donde habían caído las bombas semejaban los dientes rotos de un púgil. Se detuvo antes de salir al descubierto, diciéndose a sí mismo que tan sólo buscaba un tranvía. El guardia civil que cruzaba en dirección contraria hizo añicos aquella cómoda ilusión. Gonzalo se apretujó contra los postigos de lo que antes fue un café y vio que el guardia pasaba de largo, aunque luego se detuvo.
Con el corazón latiéndole desbocado, Gonzalo se preguntó si le daría el alto. Sintió el peso de la pistola oculta bajo el abrigo. El guardia no se dio la vuelta. En cambio, se metió la mano en un bolsillo y sacó un papel, que leyó brevemente. Acto seguido se cubrió los ojos con una mano y estudió el rótulo de la calle.
La tensión que latía en el estómago de Gonzalo se liberó en forma de furia: contra sí mismo, por estar tan estúpidamente asustado; contra el guardia, por caminar con tanta calma y frialdad por calles desconocidas; contra las calles mismas, por permitir semejante invasión, y finalmente una vez más contra sí mismo, por carecer de las fuerzas necesarias para impedir al guardia que fuera donde pretendía. Si Gonzalo hubiera visto el papel que el guardia examinaba, en el que aparecía su propia dirección, probablemente habría decidido utilizar el arma. En cambio, alzó la cabeza y cruzó la calle con paso firme, confiado en su orgullo y en el impulso que le brindaba el nerviosismo mismo.
Caminaba con la cabeza alta y sumido en sus pensamientos cuando una voz dijo:
—¡Hola, Gonzalo! ¿Cómo estás?
Gonzalo se sobresaltó. Se encontró ante un hombre encorvado y arrugado, con barba gris de varios días. El hombre sonreía, al parecer satisfecho por haber llamado su atención.
—¿Y tu hermana? —continuó el viejo—. ¿Cómo se encuentra? ¿Llegó a casarse con aquel joven carpintero?
—Esto… —Gonzalo trató desesperadamente de situar al hombre. Le resultaba vagamente familiar, pero no sabía de dónde. ¿Quién demonios recordaba todavía a Pedro Palomino como aprendiz de carpintero?—. Esto… bien. Sí, bien.
El hombre tosió y escupió de lado.
—Bueno, bueno. Pues me alegro. No saldrá nada bueno de esta guerra, ya lo decía yo. Pero os recuerdo a ti y a aquel joven carpintero, tan bien plantados y orgullosos…
—¿Y cómo se encuentra usted, señor? —interrumpió Gonzalo, a la desesperada.
—Oh, no te preocupes, hijo. El viejo Tacho sabe cuándo hay que tener la boca cerrada. —El anciano sonrió, benévolo.
Un recuerdo brotó en las profundidades de la memoria de Gonzalo. Tardes de verano en la plaza Tirso de Molina, interminables juegos infantiles entre las parejas que paseaban, y más tarde formar también parte de una pareja. Y el olor a caramelo y los gritos: «Tacho, aquí tienes diez céntimos». «Tacho, dame un churro». «Tacho, un chocolate para la señora». Comparó la cara del hombre que atendía el fragante puesto de churros con la del hombre que tenía delante. La imagen encajaba. Pero ¿no estaba más gordo el Tacho de antes?
—¿Cómo se encuentra, señor? —repitió Gonzalo, más amablemente. Nunca antes había llamado «señor» a Tacho.
—Qué quieres, corren malos tiempos, muy malos tiempos. —El viejo meneo la cabeza—. Pero me alegro de verte.
—Lo mismo digo.
Echó a andar de nuevo y el viejo Tacho lo siguió.
—¿No tendrás un trozo de pan, Gonzalo? Por el pasado.
Al oír el tono suplicante del hombre, Gonzalo se ruborizó de vergüenza.
—No —respondió, mirando el suelo y sintiéndose como un hipócrita, aunque era la pura verdad—. No, lo lamento.
—Ah, bueno. Que Dios te bendiga.
—Gracias. Y a usted.
Gonzalo se preguntó, mientras se marchaba, si el viejo Tacho creía en Dios. Tal vez creía que el cielo era una plaza abarrotada una tarde de verano, con el olor a churros y a chocolate caliente flotando entre los edificios como los farolillos y las guirnaldas. Tal vez se hallaba en lo cierto: el concepto tenía esa cualidad borrosa e imposible de una fábula infantil.
La mente de Gonzalo se apartó de los polvorientos recuerdos de la vida sin la guerra y se concentró de nuevo en su cita. No podía permitirse comprar información. Pero sí le resultaba posible amenazar. Los estraperlistas, se dijo con cierto nerviosismo, no eran soldados. Tal vez decidirían desquitarse más tarde, pero le contarían lo que quería saber si los encañonaba con un arma. Si se hallaba implicado un guardia civil, tal como había dado a entender el estraperlista de la plaza de la Cebada, acaso le convenía evitar amenazas. A Gonzalo se le ocurrió que tal vez conocería al asesino de Viviana. Por un instante se regocijó con la idea de que sería así de sencillo, pero entonces recordó que se había marchado sin decirle a su hermana que se llevaba la pistola y que ella estaría esperando ansiosa su regreso. Debería haberle advertido de que tal vez no vuelva, pensó. No quiero que pierda el sueño por mí. Lamentó su falta de previsión, pero sólo como un hombre que acaba de iniciar un viaje lamenta haber olvidado el cepillo de dientes. Era un inconveniente menor que no cambiaría su decisión.
Llegó a la calle Alcalá y empezó a recorrer el parque. Aunque el día anterior había afirmado que conocía el lugar de la cita, de pronto advirtió que había dos posibles verjas, ninguna de ellas directamente situada frente al puesto de la Guardia Civil. Se dirigió a la más cercana para descansar unos minutos antes de seguir caminando. Un reloj cercano empezó a marcar la hora: no eran más que las cuatro y media. Gonzalo se sentó en un banco cerca de la entrada y se subió el cuello del abrigo. Tenía frío, y el encuentro con el viejo Tacho le había recordado que era mejor pasar inadvertido. Metió las manos en los bolsillos para entrar en calor.
El viento hacía revolotear restos de basura por los paseos del parque y penetraba en el abrigo de Gonzalo, quien tiritó al empuñar la pistola helada. El reloj dio las cinco menos cuarto. El parque estaba vacío, a excepción de unas cuantas mujeres de luto. «Es la espera lo que vuelve locos a los hombres —comentaban sabiamente los jóvenes milicianos—. La espera es lo peor del combate». Esto se decían unos a otros durante el tenso otoño del 36, orgullosos de su madurez, hasta que un soldado que había luchado en Marruecos se burló de ellos. «Y una mierda, chavales: lo peor del combate es el combate. ¡Disfrutad de la espera mientras podáis!». El reloj dio las cinco. Gonzalo se levantó, tratando de no llamar la atención, y se encaminó a la otra entrada. Era evidente que se había confundido de dirección.
Encontró el lugar igualmente desierto. Gonzalo vaciló, preguntándose si debía regresar al primer sitio o si era mejor descansar allí un rato. Tal vez los estraperlistas se habían olvidado de la cita. Tal vez se habían retrasado por algún imprevisto. Tal vez todo el asunto era una trampa. Gonzalo rehízo el camino lo más rápido que pudo y se detuvo de nuevo en el primer banco. Quizá merecía la pena esperar un poco más.
A las cinco y cuarto Gonzalo se disponía a marcharse cuando oyó voces procedentes de la entrada del parque y descubrió que un hombre ataviado con el uniforme del ejército franquista se acercaba a su banco. El soldado llevaba en la solapa el yugo y las flechas de la Falange. Gonzalo se detuvo y vio que el falangista iba acompañado por una muchacha. La pareja pasó por su lado sin reparar en su presencia. El joven soldado ofrecía un brazo a la muchacha mientras gesticulaba con el otro para recalcar algún argumento. Gonzalo los observó hasta que se perdieron de vista, mientras le temblaba la mano por el esfuerzo de no levantar el arma.
Otra persona que entraba en el parque lo distrajo. En esta ocasión se trataba de un hombre con una maleta que caminaba a paso rápido. Iba vestido como cabía esperar de un hombre de negocios, si quedara alguno en Madrid. Llevaba la maleta en una mano con facilidad y el abrigo bien abrochado. Se detuvo a mirar a Gonzalo.
—Buenos días, señor. —Se llevó la mano al sombrero—. Me alegro de verlo aquí. ¿Se dirige al lago?
Era el tipo con quien Gonzalo había hablado el día anterior.
—Sí —respondió él con cautela.
—Yo también —declaró tranquilamente el hombre de la maleta—. ¿Le importa acompañarme?
—Será un placer.
Mientras paseaban por el camino de grava, Gonzalo bajó la voz.
—Llegas tarde.
—Asuntos de negocios —replicó el otro, sin apenas mover los labios.
Se internaron por un sendero más estrecho, bajo lo que antes había sido un dosel de árboles podados al estilo francés. Sin embargo, todos habían sido talados para convertirlos en leña a lo largo de los tres últimos años, y ahora no eran más que tocones retorcidos. Sólo quedaban unos montones de tierra reseca para indicar los lugares de donde habían arrancado hasta el último vestigio de troncos y raíces. Gonzalo contempló los polvorientos cráteres: parodias de las trincheras que los hombres cavaban en el frente.
—¿Has venido solo?
—Sí. Mi… colega tenía otros asuntos pendientes.
Gonzalo vaciló. Si llegaba el caso, le resultaría más fácil encargarse de un solo hombre, aunque no estaba seguro de cómo abordar el tema que le interesaba. Guardó silencio, esperando que el otro hombre tomara la iniciativa. No se sintió decepcionado.
—Puedo conseguirte lo que pidas. —La voz del hombre era tan baja que el crujido de la grava casi la ahogaba—. Pero necesitaré el dinero por adelantado.
—¿Por qué? —exigió Gonzalo, siguiendo su papel de cliente receloso.
—Aquí no se fía, amigo. Cincuenta pesetas.
—¡Cincuenta! —exclamó Gonzalo, olvidando su misión. Por un momento se preguntó si quedaba alguien en la ciudad en disposición de despilfarrar semejante suma—. Estás de guasa.
—Cincuenta por adelantado. Veinticinco cuando te entregue la mercancía. Moneda de Burgos, por supuesto.
Gonzalo se recordó que era una pérdida de tiempo discutir por un dinero del que tampoco disponía.
—¿Cómo sé que no te quedarás con las cincuenta pesetas y desaparecerás?
—Te doy mi palabra.
—¿Y por qué no recurro directamente a tu… proveedor? —preguntó Gonzalo con cuidado.
—Tú mismo, amigo, nadie te lo impide. —En la voz del hombre se adivinaba cierto tonillo de triunfo.
Gonzalo respiró hondo. Había llegado el momento de lanzarse: o bien emplear la pistola, o bien seguir una corazonada que era casi igual de arriesgada. Miró alrededor. Ante ellos, el sendero se ensanchaba al llegar al lago. No obstante, el paseo se encontraba desierto. La pistola o la corazonada.
—Estás mintiendo —declaró en voz baja.
—Piensa lo que quieras.
El hombre se encogió de hombros y avivó un poco el paso.
—Tu proveedor está muerto —continuó Gonzalo, alcanzándolo—. Lo mataron la semana pasada, ¿no? En la calle Amor de Dios. Por eso no me traerás la mercancía.
—¡No sé de qué me estás hablando! —exclamó el estraperlista con voz temblorosa. Se detuvo y se volvió para mirar a Gonzalo.
—Bien —prosiguió Gonzalo, complacido por la reacción del hombre. —Entonces ¿no le comprabas a un guardia civil y no lo mataste la semana pasada? ¿Por qué no lo mataste, por cierto? ¿No discutisteis por los beneficios?
—¡No! —El estraperlista perdió su entereza—. Yo no he matado a nadie. Ni siquiera sabía que estaba muerto hasta que… —Se interrumpió, súbitamente pálido—. ¿Y a ti qué coño te importa, de todas formas? Oh, mierda, ¿eres guardia?
Por toda respuesta, Gonzalo sacó la pistola y la apretó contra las costillas del hombre.
—¿Cuándo supiste que había muerto, di? —preguntó.
—¡Cuando tú me lo has dicho! —El estraperlista contempló la pistola, fascinado.
Gonzalo se maldijo mentalmente por haber concedido al hombre el tiempo suficiente para recuperarse de su desliz.
—¿Exigía un precio demasiado alto? —insistió.
—No. —El estraperlista apartó un poco las manos de los costados y encogió el estómago para evitar el contacto con la pistola—. No, en realidad los beneficios le importaban un comino. Se lo enviaba todo a una chica. De verdad que no discutimos, lo juro por lo más sagrado. Él cumplía con su parte y nosotros con la nuestra, pero yo no lo maté. ¡No fuimos nosotros!
—¿Quién fue, entonces?
—No lo sé. —La voz del hombre sonaba entrecortada—. Un francotirador rojo, creo. —Cuando el cañón de la pistola se hundió de nuevo en su pecho, el hombre soltó un leve jadeo.
—¿Quién te ha contado eso?
—Nuestro nuevo proveedor. Por lo visto fue una coincidencia.
—¿Qué le pasó al francotirador? —exigió Gonzalo, muy nervioso.
—¡No lo sé! Te juro que no lo sé. Se rumorea que lo mataron. ¡Pero no fuimos nosotros! Fueron los guardias civiles de otro puesto que iban de patrulla.
—¿De qué otro puesto?
—De Manzanares, creo. —El estraperlista tragó saliva—. Lo ocurrido no tuvo nada que ver con la mercancía. Un rojo mató a Paco, y entonces alguien de Manzanares mató al rojo. ¡Eso es todo!
—¿No es ese hombre misterioso de Manzanares vuestro nuevo proveedor? —preguntó Gonzalo.
—No. ¡Créeme! Ese guardia… un sargento, creo, es un hombre cabal. Al menos eso asegura el señor… nuestro proveedor. ¡Hemos de andarnos con cuidado con él!
—Un sargento del puesto de Manzanares —repitió Gonzalo lentamente—. ¿Estás seguro?
El hombre entornó los ojos.
—¿Qué pretendes? Primero la mercancía, luego Paco, y ahora ese sargento. ¿Quién eres y qué buscas?
Gonzalo advirtió que le convenía terminar la entrevista rápidamente. Había unas cuantas personas a lo lejos, alrededor del lago, y aunque era improbable que se hubieran fijado en ellos, cuanto más se retrasara, más peligro corría de ser descubierto. Por otra parte, el estraperlista se estaba recuperando de su miedo inicial. Tal vez se le ocurriera gritar pidiendo ayuda, o simplemente huir.
—Da las gracias de que yo no sea como tus amigos —espetó Gonzalo—. De lo contrario ahora mismo estarías muerto. —Vaciló un instante—. Suelta el maletín. Ahora date la vuelta. Pon las manos donde las pueda ver.
Apretó la pistola contra la espalda del hombre y se retiró un poco. Ahora la parte difícil, pensó. Se agachó y recogió la maleta. Le costó levantarla con una sola mano, sobre todo porque el otro brazo empezaba a resentirse del peso del arma.
—Andando —ordenó. Esperaba que el nerviosismo no se le notara en la voz—. Estaré detrás de ti.
Muy despacio, el hombre empezó a caminar con las manos levemente separadas de los costados. Gonzalo lo siguió, esforzándose por no hacer ruido sobre la grava. Lentamente, fue quedándose cada vez más rezagado. Un poco más allá del lago, un estrecho sendero de tierra cruzaba el paseo principal. Un antiguo mirador había quedado reducido a un amasijo de piedras que llegaba a poco más de la altura de la cintura y se extendía un par de metros por el camino. Gonzalo esperó hasta llegar a la protección que le brindaban las paredes demolidas y a continuación se guardó rápidamente la pistola en el bolsillo antes de escabullirse por el pequeño sendero, arrastrando la maleta con ambas manos. En tiempos de paz, los altos matorrales y la edificación lo habrían ocultado. Tal como estaban las cosas, no le quedaba más remedio que agacharse con la esperanza de que los montículos de tierra y rocas le proporcionaran suficiente cobijo para escapar. Recorrió el sendero, encaminándose hacia lo que antaño fuera una rosaleda. Le asaltó la tentación de abandonar la maleta, sin embargo, su peso prometía comida y dejarla después de haber arriesgado tanto se le antojó una cobardía.
Gonzalo esperaba que el estraperlista no alertara a la Guardia Civil. Aunque no había negado rotundamente ser miembro del cuerpo, era evidente que le resultaría difícil evitar respuestas embarazosas sobre el contenido de la maleta. De todas formas, no respiró tranquilo hasta que hubo salido del parque y se sintió protegido por las calles. Entonces se apoyó en la fachada de una casa de vecinos, acribillada de agujeros de bala, y permitió que su pulso recuperara más o menos su ritmo normal. Al descansar un momento, advirtió que estaba mareado y se agachó con el maletín entre las rodillas. Se fue inclinando hasta que su pelo casi rozó el adoquinado.
Un sargento del puesto de Manzanares, repitió, mientras se obligaba a sentarse lentamente por un instante para incorporarse casi de inmediato. No había perdido el tiempo. Un sargento del puesto de Manzanares. Tardó mucho en regresar a casa. La maleta pesaba y su huida por el parque lo había debilitado. Sin embargo, cuando llegó, sin aliento y sudoroso, se hallaba más cerca de la felicidad de lo que había estado desde el día en que se enteró de que Viviana había muerto. Arrastró la maleta hasta el oscuro salón.
—¿Carmen? —llamó.
—¿Gonzalo? —Ella se asomó desde la cocina—. ¡Gonzalo! ¡Oh, gracias a Dios! ¡Gracias a Dios!
Corrió hacia él y lo abrazó casi con ferocidad, sollozando.
—Me alegro de que te alegres de verme —comentó él, divertido. Recordó con cuánta calma había contemplado la posibilidad de morir sin decírselo, y experimentó una punzada de remordimiento—. Mira qué traigo.
La apartó y se inclinó para abrir la maleta, que se abrió de golpe. Unos cuantos objetos redondos salían rodando de su interior. Carmen se arrodilló y recogió uno.
—Patatas —susurró—. Y… ¡carne! Gonzalo, ¿cómo…?
—Es una larga historia. —Él vio que su hermana tenía las mejillas bañadas en lágrimas y la sensación de felicidad se intensificó—. Te lo contaré mientras cocinas.
Carmen asintió mientras guardaba con sumo cuidado las provisiones en la maleta, que estrechó contra su pecho como si fuera un niño.
—Sí, claro. —Le sonrió—. Claro, Gonzalo. Ay, gracias a Dios.
—¿Por qué te has preocupado tanto? —preguntó él, tratando de sonreírle mientras se dirigían a la cocina—. ¿Es que no confías en tu hermano?
Para su sorpresa, ella no reaccionó a su broma.
—No es eso. —Carmen depositó la maleta sobre la mesa de la cocina—. Mientras estabas fuera vino un guardia civil que nos hizo todo tipo de preguntas. Creo que sospecha que estoy escondiendo a un carabinero.
Un día antes, Gonzalo habría aceptado sus palabras con una tranquilidad cargada de fatalismo. Ahora que su búsqueda del asesino de Viviana estaba tan cerca de su objetivo y que disfrutaba de la agradable sensación de haber encontrado alimentos para la familia, se sintió espoleado a la acción.
—Ya hablaremos de eso durante la cena —replicó con firmeza—. Ha de haber una salida.