CAPITULO 8

8

A pesar de que la visita a Toledo, con sus diversos fantasmas, debería haberlo dejado sumido en la melancolía y desvelado, esa noche Tejada durmió como un bendito. Menos mal, ya que al día siguiente le correspondía el turno de mañana. Apenas había terminado de asearse cuando lo llamó el teniente Ramos.

—Nos enfrentamos a un problema —anunció. En opinión de Tejada, el teniente se mostraba groseramente alerta y entusiasta, dado lo temprano de la hora—. Y para resolverlo tal vez necesitemos cierta discreción. Descanse —añadió—. Y acerque una silla, Tejada.

El sargento, a quien le molestaba menos el hecho de permanecer firmes que la falta de cinco minutos para terminar de afeitarse, se sentó sin emitir ningún comentario.

—Le he convocado porque de un momento a otro espero una llamada del capitán Morales —continuó Ramos—. Considero conveniente que la oiga usted, al menos en parte. —Consultó el reloj y frunció el ceño—. Debería haber telefoneado hace cinco minutos.

—Todavía no son las ocho y media, señor —señaló Tejada, quien no acababa de situar al capitán Morales. Entonces se acordó: era el responsable del puesto de Paco.

—Sí, ya lo sé —respondió el teniente, con la sublime indiferencia del que es madrugador por naturaleza—. Me aseguró que llamaría a las ocho y cuarto. La cosa es que —bajó la voz— hemos observado que falta comida. Alguien de intendencia está involucrado en el asunto.

En opinión de Tejada, ésa era una de esas declaraciones al estilo de «los anarquistas queman iglesias» que ni siquiera merecían el esfuerzo de pronunciarlas.

—No creo que sea un hecho inusitado, señor —sugirió.

Ramos negó con un gesto.

—Si se refiere a que siempre se sisa un poco, eso es evidente. Pero en este caso se trata de algo más grave, que afecta a todos los puestos de nuestra compañía. Ya conoce el dicho: «Un ejército avanza con el estómago». El general que entienda eso no conocerá la derrota.

—Son palabras de Napoleón, señor —le recordó Tejada, sintiendo que su comandante se lo merecía por haber interrumpido su afeitado—. No es que consiguiera un gran éxito en España.

Quizá por fortuna, el teléfono sonó en ese momento. El teniente lo atendió.

—Puesto de la Guardia Civil, teniente Ramos… Buenos días, mi capitán… Sí… sí, el hombre que le mencioné se encuentra aquí. Sí, Tejada de Alonso y León. —Le dirigió un gesto a Tejada, cubriendo el aparato con una mano—. Escuche —le pidió.

Tejada se levantó y rodeó la mesa para acercarse al teléfono. Ramos sostuvo el auricular y entonces reanudó la conversación.

—Sí, mi capitán, continúe.

—He hablado con el coronel. —La voz de Morales sonaba extraña, pero resultaba perfectamente audible—. Ha ordenado inspeccionar las raciones de la compañía y no se ha observado ninguna irregularidad. —Ramos hizo un gesto elocuente a Tejada—. También he interrogado a varios guardias, y sus cálculos de las raciones de carne coinciden con los de usted.

Ramos retiró el teléfono de Tejada un momento.

—Está bien, entonces. —Miró al sargento y expresó de nuevo su escepticismo con un ademán—. A sus órdenes, mi capitán.

—Nada más respecto a las raciones, entonces —concluyó Morales—. En cuanto a ese otro asunto, puede usted enviar al sargento Tejada.

—¿El otro asunto? —Ramos parpadeó. —Ah, sí, por supuesto. Ahora mismo, mi capitán.

Tejada esperó que ese «ahora mismo» fuera un concepto flexible que incluyera la oportunidad de desayunar.

—Sí, mi capitán. Arriba España.

Ramos colgó el teléfono.

—Morales también está preocupado.

—Me lo imagino. —Tejada regresó a su sitio al otro lado de la mesa—. ¿Cuáles son sus cálculos de las raciones de carne que coinciden con los de intendencia, señor?

—Doscientos cincuenta gramos por hombre —respondió el teniente.

Tejada alzó las cejas.

—¿Exactamente doscientos cincuenta gramos?

Ramos esbozó una mueca.

—Sí, siempre el mismo peso. Varios hombres me han recomendado que no me preocupe; están seguros de que es la cantidad correcta. Es un número redondo, y representa casi el doble de lo que reciben los civiles.

—Entonces hay alguien que se está pasando de listo —comentó Tejada—. ¿Ha encontrado alguna prueba de que estén acaparando alimentos?

—Hombre, Tejada, ya sabe cómo es este sitio. ¿Usted qué cree?

El sargento negó con la cabeza.

—Supongo que debo averiguar qué está pasando en Alcalá.

—Sí. —Ramos suspiró—. Aunque me juego lo que quiera a que tampoco encuentra nada allí. Supongo que todo va directamente al mercado negro.

Tejada asintió, pensando en las tiendas cerradas y en las multitudes que rodeaban el puesto suplicando comida.

—¿Cuándo llegarán a la ciudad las provisiones para los civiles, señor?

—¿Oficialmente? Deberían haber llegado ayer, aunque con suerte las recibiremos mañana.

Tejada dio un respingo.

—Entonces parece que los rojos ayunarán el Viernes Santo, les guste o no.

El teniente soltó un bufido.

—Eso beneficiará a sus almas, pero nos perjudica a nosotros. Cuando lleguen los alimentos, intentaremos acabar con el estraperlo de una vez por todas. Pero, de momento, no quiero que nuestras provisiones vayan a parar a sus manos. ¿Entendido?

—Sí, mi teniente. ¿Quiere usted que me presente al capitán Morales?

Ramos asintió.

—Sí. El problema se ha extendido a toda la compañía, pero el puesto de Alcalá es el más afectado. Morales le proporcionará los detalles. Y, Tejada…

—¿Señor?

—Sea discreto.

Cuando Tejada se presentó en el puesto de Alcalá, poco más de una hora después, se limitó a anunciar que debía recoger los efectos personales del difunto cabo López. Declaró, con un aplomo que intimidó al cabo de guardia, que evidentemente era preciso que el capitán Morales diera el visto bueno para el traslado.

El capitán, que al principio pareció algo sorprendido cuando el cabo anunció a Tejada, enseguida comprendió la auténtica misión del sargento cuando éste dijo:

—Me envía el teniente Ramos, señor. Consideró que, dada mi amistad con el cabo López, me resultaría fácil saber «si faltaba algo». Creo que habló con usted por teléfono esta mañana a primera hora.

—Ah, sí. —Morales se dirigió al cabo—. Gracias, puede retirarse.

Cuando la puerta se cerró, el capitán habló de nuevo:

—Descanse, sargento. Le felicito por su excusa. ¿Cuál es el verdadero motivo de su visita?

—Gracias, mi capitán. Creo que deseaba usted comunicar algo al teniente Ramos acerca de las raciones, una información demasiado delicada para exponerla por teléfono.

Mientras hablaba, Tejada observó al capitán Morales, un hombre grueso de unos cuarenta años. Al contrario que Ramos, no parecía un burócrata, aunque su trabajo sin duda implicaba tanto papeleo como el del teniente. Tejada advirtió que su mesa era un escritorio de verdad, y que el tablero no quedaba totalmente cubierto de documentos. Un hombre ordenado, pensó, preguntándose quién habría sido el primero en advertir la desaparición de las raciones de comida.

El capitán resumió en un momento lo que había averiguado. Como había predicho Ramos, sus datos coincidían exactamente con la información de la que Tejada disponía ya. El sargento fue tomando notas, aunque no sabía de qué le servirían.

—¿Sospecha usted de alguno de los hombres de su puesto, capitán? —preguntó con tacto, cuando el capitán hubo terminado.

—No —respondió Morales, cortante—. Ojalá dispusiera de alguna pista. Aunque no —sonrió brevemente—, en realidad no quisiera averiguar que uno de mis hombres está detrás de esto. Usted debería conocer el puesto de Ramos mejor que yo.

El sargento advirtió que Morales había aprovechado rápidamente la tenue oportunidad que se le presentaba para exculparse. Por su parte, Ramos había asegurado que el puesto de Alcalá era el más afectado, aunque eso acaso también se debía a un intento de quitarse la responsabilidad de encima. A ningún jefe le gustaba pensar mal de sus propios hombres.

—El teniente Ramos me ha pedido que intente averiguar quién es responsable. Si descubro algo, ¿cómo puedo contactar con usted?

Morales vaciló.

—Por teléfono. Llame al 2136.

—¿Es seguro, señor?

El capitán asintió.

—Alabo su discreción, sargento. No obstante, si descubre algo, quisiera saberlo lo antes posible. Se trata de una línea privada.

—Muy bien, 2136. Lo recordaré. —Tejada saludó—. A sus órdenes, mi capitán.

—Interrogue a los guardias —indicó Morales—. Ya he hablado con los oficiales, pero no me resulta posible entrevistarme con todos los hombres.

—Sí, mi capitán.

Tejada vaciló un instante. En una ocasión había conocido a un teniente experto en interrogatorios quien aseguraba que para él se trataba de una forma de arte.

—Mi capitán, permítame señalar que carezco de formación como interrogador —añadió, dubitativo.

—Su superior le tiene en gran estima, y yo confío plenamente en su habilidad. Por otra parte, en este momento no disponemos de nadie más.

—Sí, mi capitán.

Después de tan halagador análisis, Tejada consideró que no quedaba nada que agregar, pese a que dudaba de poder encontrar algo útil. Era evidente que el teniente Ramos esperaba que hiciera algo, aunque no se le ocurría por dónde empezar. El capitán Morales lo acompañó a la puerta y lo dejó al cuidado del guardia de servicio.

—Conduzca al sargento a los dormitorios —ordenó.

Antes de la guerra el puesto de Alcalá ya había sido un cuartel y disponía de muchas más instalaciones de las que Tejada estaba acostumbrado, ya que los barracones para los guardias habían sido construidos con tal propósito. Tejada se pasó el resto de la mañana interrogando a guardias. Algunos se mostraron francos, otros hostiles, la mayoría cautelosamente reservados. No obstante, ninguno de ellos reveló ningún dato importante. Si eran culpables, esta actitud era de esperar. Si por el contrario eran inocentes, tal vez no dispusieran de información. O tal vez supieran que revelar información era peligroso, pensó, aunque enseguida descartó la idea. Esperó hasta la hora del almuerzo, cuando un nuevo grupo de hombres regresó de patrullar, y los interrogó, sin éxito.

Bien entrada la tarde, se presentó de nuevo ante el capitán. Morales lo escuchó y luego se encogió de hombros.

—Tal vez consiga mejores resultados en su propio puesto.

—A sus órdenes. —En la expresión de Tejada, nada llevaba a suponer que lamentaba la orden. Decidió jugar su última carta—. ¿Permiso para recoger ahora las pertenencias del cabo López, mi capitán?

Morales pareció vacilar.

—Ah, no imaginaba que realmente le interesara eso.

—Sí, mi capitán. —Tejada escogió las palabras con sumo cuidado—. Fui amigo de López, señor, y me gustaría enviar sus efectos personales a su madre. Por otra parte… sin duda ya habrá pensado usted en las implicaciones, señor.

—¿Implicaciones? —Morales parecía aturdido.

—Tal vez sospecha usted, mi capitán, que la muerte del cabo López puede guardar alguna relación con la desaparición de provisiones. Después de todo, se trata de una coincidencia sorprendente.

—No, nada de eso —respondió Morales, sorprendido—. Creí que a López lo había asesinado una roja. —Se echó a reír—. Corríjame si me equivoco, pero creo que eso es lo que aparece en el informe que redactó usted mismo, sargento.

—En efecto —asintió Tejada lentamente—. No obstante, sin duda habrá tenido usted en cuenta que si el mercado negro está implicado, probablemente habrá alguien fuera de la Guardia Civil que lo sepa.

Algo que Paco descubrió, pensó, mientras dos notas mentales se combinaban en una sola. Tal vez algo basado en lo que vio la niña: ¿un guardia civil vendiendo mercancías a un rojo, tal vez? Debo encontrar a esa niña esta tarde, aunque sólo sea para descartarlo.

—Es posible. —Morales se encogió de hombros—. Pero en mi opinión resolvió usted de manera muy eficaz el asesinato del pobre López. Le felicito.

Tejada empezaba a pensar que había sido un trabajo extremadamente torpe, pero se guardó esta opinión para sí.

—¿Me concede permiso para examinar sus pertenencias, señor? —preguntó de nuevo pacientemente.

—Bueno, supongo que no hay ningún problema. ¿Dice que era amigo suyo? Lamento oírlo.

—Vicisitudes de la guerra, señor.

—Bien dicho. —Morales le dio una palmada en el hombro y abrió la puerta—. ¡Guardia! Envíeme al sargento Rota inmediatamente.

El guardia de servicio ante la puerta saludó y desapareció. No tardó en regresar en compañía de un hombre menudo y encorvado con uniforme de sargento.

—¡Mi capitán! —Los hombros del sargento continuaron encorvados incluso cuando se puso firmes.

—El sargento Rota. —Morales presentó al hombre delgado—. El sargento Tejada, del puesto de Manzanares. Ha venido a recoger los efectos personales de López.

El rostro del sargento Rota adquirió una expresión que Tejada reconoció como una variante del «no voy a discutir con un superior aunque esté loco».

—Sí, mi capitán. A su servicio, sargento Tejada.

Tejada le devolvió el saludo y se preguntó por qué su colega parecía tan sorprendido por la orden.

El sargento Rota lo condujo más allá del barracón donde había pasado la mañana, a lo largo de un pasillo hasta un pequeño cuarto donde había dos literas. Tres de las camas estaban perfectamente hechas. En la cuarta había un hombre que roncaba. Tejada observó al hombre y alzó las cejas. El sargento Rota se mostró hosco.

—El cabo García ha realizado el turno de noche —explicó, estirado—. Ahí están las cosas que busca.

Señaló al camastro situado bajo el hombre dormido. Tejada se fijó en el petate que reposaba en el centro del lecho. Cruzó la habitación, se sentó, y lo abrió.

—¿Se puede saber qué está haciendo? —La voz del sargento Rota distaba mucho de ser amistosa—. Ha pedido sus pertenencias: aquí las tiene. Cójalas y márchese.

Si Rota hubiera sido un superior, Tejada habría obedecido. Sin embargo, dada la situación, ignoró al otro sargento y vació el petate sobre la cama. Pocos de los artículos que cayeron podrían haberse considerado personales. Eran objetos comunes, como el petate mismo. Pese a ello, Tejada reconoció algunos enseres: un galón al valor en combate, concedido por el coronel Moscardó. Una Biblia encuadernada en cuero y muy gastada. Una navaja con mango de damasquino. Y (Tejada parpadeó para contener las lágrimas) un ajado ejemplar de Castilla, de Azorín. Abrió con cuidado el manoseado ejemplar, temeroso de que la cubierta se desprendiera por completo al doblarla una vez más. Reconoció su propia letra en la primera página: «16/9/36 Para Paco, que ama Castilla. Carlos».

Con sumo cuidado, Tejada hojeó el librito. Había algo duro entre las agrietadas páginas, tal vez un marcador. Dejó que el libro se abriera por el principio de «La fragancia del vaso» y descubrió una fotografía con los bordes cuidadosamente recortados. Sorprendido, la sostuvo con dos dedos y la examinó con más atención. Era el retrato de una joven, al parecer una foto tomada por sorpresa, al aire libre. Ella miraba por encima del hombro, sin sombrero, y sus rizos rubios casaban con los volantes de su vestido de verano. Parecía sonreír a la cámara.

La foto no era de ninguna de las hermanas de Paco. Toda la familia López se había refugiado en el Alcázar durante el asedio, por lo que Tejada conocía a las dos muchachas. Durante los primeros días del asedio habían sido objeto de extravagantes atenciones galantes, pero sólo porque eran damas jóvenes en un entorno castrense. Ninguna de ellas poseía la deslumbrante belleza de la muchacha de la foto. Por otra parte, pensó Tejada, tampoco era el tipo de foto que corresponde a una hermana. Aunque no era un experto en moda femenina, se le ocurrió que el escote con volantes del vestido probablemente habría resultado demasiado atrevido para el criterio de doña Clara… o de su propia madre y su cuñada. Examinó el reverso de la fotografía. La escritura a lápiz se veía débil y borrosa, pero todavía era legible: «Querido, aquí tienes tu “recuerdo de una época feliz”. Con amor, Isabel». Tejada observó de nuevo la imagen. Doña Clara se había mostrado muy severa en su juicio: la joven no le pareció una pelandusca pintarrajeada. Se dirigió al sargento Rota, que permanecía junto a la puerta con expresión reprobatoria.

—¿Quién es? —le preguntó, mostrando la foto—. ¿Lo sabe?

—No —respondió el hombre delgado sin moverse.

—Sería de más ayuda si mirara la fotografía —señaló Tejada suavemente.

Rota le inspiraba cierta compasión. A él tampoco le habría gustado que lo interrogara un desconocido que no era su superior. Sin embargo, intuía que el sargento Rota se estaba mostrando innecesariamente poco cooperativo. Se preguntó por el motivo de su resentimiento. ¿Obedecía a una especie de respuesta posesiva hacia la muerte de su compañero? ¿O es que le molestaba la investigación de Tejada sobre las provisiones desaparecidas? Morales le había comentado que ya había hablado del asunto con sus mandos, pero Tejada deseó interrogar al sargento Rota.

Tejada estaba pensando en ordenar al sargento que descansara cuando el somier de la cama superior chirrió. Apareció una cabeza que observó a Tejada con una mezcla de curiosidad y desagrado.

—¿A qué viene tanto jaleo? —preguntó el hombre que ocupaba el camastro de arriba, con un enorme bostezo.

—Lamento molestarlo, cabo García —respondió el sargento Rota—. Le presento al sargento Tejada, del puesto de Manzanares. Ya se marchaba.

—Le ruego que me disculpe por haber interrumpido su descanso —intervino Tejada, recordando sus propios sentimientos de esa misma mañana—. He venido a recoger los efectos personales del cabo López. He encontrado esto y me preguntaba si sabría usted quién es la mujer.

Mostró la fotografía. El cabo García se asomó aún más al borde de la cama y quedó colgando boca abajo.

—¡Vaya! Debe de ser Isabel. ¡Menudo tipazo!

Tejada recordó de pronto que se había identificado como amigo de Paco solamente ante el capitán Morales. Decidió seguir investigando.

—¿Era su esposa?

—Oficialmente, no —contestó García con toda la intención.

—¿Tal vez su prometida? —sugirió Tejada, quien prescindió deliberadamente de las implicaciones.

—Y yo qué sé. —García se rió—. Sólo sé que le enviaba la mitad de la paga todos los meses.

—¿Qué? —exclamaron Tejada y Rota al unísono. Rota guardó silencio, y miró con mala cara a Tejada, quien se volvió hacia García—. ¿Cómo sabe eso?

García se incorporó y bajó de la litera.

—Hace unos seis meses salimos juntos de patrulla y me pidió que le echara algo al correo —explicó, estudiando la foto que Tejada sostenía en la mano—. Le pregunté por qué no lo hacía él mismo y dijo que era para una muchacha a la que se suponía que no debía ver ni mandarle cartas. Sin embargo, aunque seguía la letra, no así el espíritu, ¿verdad, sargento? Intenté tomarle un poco el pelo, pero no aceptó la broma. No era un hombre muy comunicativo.

Apenas unas semanas antes, Tejada habría disentido de esta opinión. Sin embargo, a la luz de la existencia de Isabel, se preguntó hasta qué punto había confiado Paco en él.

—Imagino que Isabel no era el tipo de chica que podía llevar a casa para presentarla a mamá —continuó García, que seguía contemplando la foto—. Así que es ésta, ¿eh? Desde luego, merece la pena. ¿Será rubia natural?

—¿Cómo sabe que le enviaba su paga? —preguntó Tejada, prescindiendo de los demás comentarios.

—Cuando un hombre te entrega un fajo de billetes a primeros de mes, justo el día después de recibir la paga, lo más normal es que sea la paga —recalcó García con lógica aplastante.

—García, eso es ridículo —lo interrumpió enfáticamente el sargento Rota—. El cabo López enviaba la paga a sus padres, como todos los guardias solteros.

—No, señor. —García negó con la cabeza—. A sus padres les enviaba regalos, comida y demás. Lo sé, porque me lo contaba cuando envolvía los paquetes. Pero la mitad de su sueldo se lo mandaba a esa muchacha, Isabel; eso fijo.

Ante tal flujo de información, la mente de Tejada empezó a dar vueltas. Parecía que la confianza de doña Clara en que su hijo estuviera libre de ataduras románticas estaba equivocada.

—Y esa tal Isabel, ¿cómo se llama de apellido? —preguntó.

García se encogió de hombros.

—Toledano, me parece.

—¿Le parece? —repitió Tejada—. Pero si le enviaba paquetes…

—No, a ella no —corrigió García—. La dirección era un apartado de correos de un pueblecito de Cantabria.

—En cualquier caso debía dirigirlo a alguien —protestó Tejada.

—Bueno, él me pidió que lo enviara a una tal señora Toledano —explicó García—. Pero a juzgar por sus comentarios, Isabel era soltera, no casada.

—Cabo, le recuerdo que se está refiriendo a un camarada muerto —intervino el sargento Rota, severo—. Considero de extremo mal gusto cualquier sugerencia capciosa. Fuera cual fuere su… relación con esa muchacha, no existe ninguna razón para que López le enviara la mitad de su salario.

—Sí, mi sargento, a sus órdenes —acató García, poniéndose firmes y dando un taconazo. Se relajó inmediatamente y le dirigió a Tejada una mirada que expresaba sin ambages qué opinión le merecía su superior inmediato.

Aunque Tejada no solía aceptar ningún tipo de insubordinación, en este caso le devolvió a García una mirada de complicidad. Ya había advertido la tensión existente entre el sargento Rota y el cabo García. Por otra parte, dado su propio rechazo hacia Rota, se sentía inclinado a confiar en el cabo. También le intrigaba la vehemente negativa de Rota a que Paco le estuviera enviando su paga a la muchacha.

—¿Se le ocurre algún otro motivo para que le mandara dinero a esta joven, cabo? —preguntó fríamente.

—En realidad, sargento… —empezó a decir Rota, airado.

—¡Mi sargento! —García saludó con vehemencia—. La verdad, llegué a pensar que tal vez habría una criatura de por medio.

—¡No difame a los muertos, cabo! —La brusca intervención del sargento Rota interrumpió las meditaciones de Tejada—. Es una orden. ¿Quiere enfrentarse a una acusación de insubordinación?

—Usted perdone, sargento. El cabo García sólo ha respondido a mi pregunta. —Tejada seguía mostrándose frío y sereno, pero se había colocado delante del cabo. —Gracias, cabo— añadió por encima del hombro. —Lamento haber perturbado su descanso.

El cabo García, que sabía cuándo no convenía forzar la suerte, permaneció en silencio. Estaba pensando que era una lástima no haberse fijado en el apellido del sargento desconocido y se preguntaba qué posibilidades tenía de ser trasladado al puesto de Manzanares.

El bigote del sargento Rota se aplanó levemente cuando resopló por la nariz.

—¿Alguna otra pregunta, sargento? —inquirió con un tono siniestro.

—Sólo una.

En realidad a Tejada se le ocurrían al menos diez cuestiones más, pero también él optó por la prudencia. Se sentó en la cama y empezó a recoger las pertenencias de Paco.

—Por lo visto, considera usted muy improbable que el cabo López enviara a esta muchacha pagas regulares, sargento. ¿Puedo preguntar por qué?

—Supongo que es usted consciente del salario que percibe un cabo, sargento —replicó Rota con voz punzante—. Dudo que López dedicara tanto a un asunto como éste, máximo cuando no disponía de otra fuente de ingresos.

Mientras García hablaba, Tejada había sentido un extraño recelo que se esforzó por contener, aunque ahora lo asaltaba de nuevo.

—¿Está seguro de que no contaba con otros ingresos? El cabo García ha sugerido que sus padres no habrían aceptado a esa joven, tal vez porque eran de una familia adinerada.

—Supongo que es posible. —La tensión de Rota se traslucía en su voz—. Aunque lo dudo. Y eso es más de una pregunta, sargento.

—En efecto. —Tejada se levantó—. Gracias.

El sargento Rota lo acompañó hasta la puerta del puesto y le ofreció una hosca despedida. Tejada apenas le prestó atención: estaba absorto en otras cuestiones. Pese a toda su hostilidad, Rota había conseguido sugerir un sospechoso para la relación del puesto con el mercado negro. Teniendo en cuenta la inesperada revelación de García y la insistencia de Rota en que Paco no podía permitirse enviar su paga a Isabel, la deducción obvia era que Paco había hallado alguna fuente clandestina de ingresos. Por otra parte, Rota había descartado que Paco procediera de una familia pudiente. Tejada recorrió lentamente la calle de Alcalá con el ceño fruncido. Paco era un falangista orgulloso. Y nunca alardeaba, desde luego. Cabía en lo posible que alguien que no lo conociera bien imaginara que provenía de un entorno humilde. Posible, pensó Tejada, pero no probable. En efecto, si Rota hubiera estado hablando con alguien que nunca hubiera visto a Paco, habría presentado a un buen sospechoso: un hombre que enviaba sumas de dinero que no podía permitirse a un destinatario insospechado. Una forma muy interesante de echarle las culpas. «No disponía de otra fuente de ingresos». Sin embargo, Rota sabe que estoy buscando precisamente a alguien que sí la tenga.

Llegó al final de la calle Alcalá. La Puerta del Sol se extendía ante él, una forma de rombo alargado, herida por los bombardeos y ahora animada por los soldados que desfilaban. Lo lógico habría sido continuar hasta el puesto para redactar un informe. Sabía que el teniente Ramos lo estaría esperando, probablemente maldiciéndolo impaciente, con otra lista de tareas. Sin embargo, su superior había insistido en que el robo de las raciones era también importante. Y el capitán Morales se había mostrado de acuerdo. Tejada pasó por la Puerta del Sol y se dirigió a la izquierda, hacia la calle Tres Peces. Era hora de buscar a María Alejandra Palomino.

Si Tejada no hubiera estado sumido en sus pensamientos mientras cruzaba la calle Atocha, tal vez se hubiera fijado en el hombre delgado, vestido con ropas de paisano que le quedaban grandes y una gorra que le ocultaba parcialmente el rostro, que le dirigió una mirada temerosa y se escabulló en un portal. De todos modos, aunque hubiera reparado en el hombre y hubiera sospechado de su conducta, no habría tenido forma de saber que acababa de cruzarse con el tío de la niña a la que pretendía encontrar.