7
Carmen Llorente no se encontraba entre la multitud que se había congregado en la estación de tren para presenciar el traslado de los prisioneros a Toledo. Sin embargo, oyó que su señora refería lo sucedido esa tarde, y llegó a casa muy pálida. Cuando entró en el saloncito, su hermano paseaba inquieto de un lado a otro de la estancia.
—Tengo una idea —anunció en cuanto la vio—. Tus patrones… son lo bastante ricos como para comprar en el mercado negro. ¿Adónde van? ¿Puedes averiguarlo?
Carmen se había quitado el abrigo. No acertaba a colgarlo mientras respondía, temblorosa:
—No.
—Maldita sea, Carmen. ¿Estás segura?
Gonzalo se había pasado todo el día encerrado en casa. El pedacito de papel de plata que la jornada anterior se le había antojado una pista excelente ahora se burlaba de sus esperanzas. Se había sobresaltado con cada crujido de las tablas del suelo, e incluso había llegado a esconderse en el armario unas cuantas veces. A lo largo de esas horas sólo se le había ocurrido una idea: contactar con el mercado negro. A estas alturas el plan le parecía infalible.
Carmen avanzó y le abofeteó con todas sus fuerzas.
—Eres un egoísta de mierda —le insultó con voz temblorosa por el esfuerzo de hablar en voz baja, cuando en realidad lo que quería era gritar—. Tú no me preguntes qué ha pasado hoy. No me preguntes de dónde voy a sacar la comida, ahora que me he quedado sin trabajo. Y, sobre todo, no me preguntes qué les pasa a las mujeres que como yo son lo bastante estúpidas como para esconder a carabineros en casa. ¡Tú sigue obsesionado con ese envoltorio de chocolate y preocúpate sólo del mercado negro!
—¿Te has quedado sin trabajo? —Gonzalo se frotó la mandíbula, desconcertado. ¿Cómo iba a imaginar que Carmen estaría de tan mal humor? No era culpa suya—. No lo sabía. ¿Por qué?
—¿Y a ti qué más te da? —Carmen le dio la espalda y se apoyó en la mesa—. No te importa. No te importa nada, excepto tu estúpida venganza por lo de Viviana.
—Me preocupa que comamos —replicó Gonzalo.
—¿Sí? ¿Te refieres también a Aleja y a mí? ¡Qué generoso por tu parte!
—Escucha, lo siento —susurró Gonzalo, incómodamente consciente de que la voz de su hermana había empezado a subir de tono—. Lo siento, es que… ¿por qué no me cuentas qué ha sucedido?
Carmen se desplomó en un sillón y se frotó la frente.
—El señor Del Valle fue arrestado ayer por la noche. Encontraron unos artículos que había escrito antes de la guerra. La señora considera más conveniente que no vuelva a trabajar. Más seguro.
—Así estaremos muy seguros, aunque nos muramos de hambre. —Gonzalo trasladó su irritación a la ausente señora Del Valle—. ¡Magnífico!
Carmen negó con la cabeza y se esforzó por controlar su mal genio.
—Habría pasado igualmente tarde o temprano. Hace un par de días los oía hablar. Querían marcharse a Francia.
—¿No es un poco tarde para eso?
—Demasiado tarde —reconoció su hermana—. La señora me ha dicho que esta mañana se han llevado de Madrid al señor Del Valle, en un tren lleno de prisioneros. Dijo que lo llamó, pero que había tanta gente que él no la oyó. Los guardias civiles contenían a la multitud.
—¿Ha regresado el tren?
—Ella ha esperado en la estación hasta esta tarde. —Carmen se estremeció—. Se rumorea que iba a Toledo. Por lo visto es mala señal que vuelva vacío demasiado pronto.
—Mierda.
—Lo sé. El señor Del Valle era un buen hombre.
—Mierda. Eso venía a ser el equivalente ateo a «Descanse en paz».
Carmen se levantó y fue a buscar el bolso.
—La señora Del Valle me ha pagado la semana entera.
Gonzalo se frotó los ojos.
—¿Con qué?
—Con pan. Casi una hogaza entera, además de una naranja para Aleja.
—Decía que tenía hambre.
—Al menos ha dicho algo —suspiró Carmen—. ¿Dónde está?
Gonzalo señaló sin hablar.
—¡No me digas! —se lamentó la mujer.
Había una sábana colgando de una cuerda en el salón, para aislar el lecho que él había compartido con Viviana. Gonzalo había vuelto a hacer la cama después del entierro, cambió las sábanas y dispuso las dos almohadas en forma de L, para que cupieran («Aquí estaremos muy cómodos», había comentado Viviana, riendo, la primera vez que hizo la cama). Luego continuó durmiendo en el sofá. Carmen se acercó a la sábana y la apartó. Aleja estaba encogida sobre las mantas, abrazándose las rodillas.
—¿Cómo te encuentras, cariño? —Carmen se sentó y abrazó a su hija. No obtuvo la menor respuesta—. Estabas tan callada, que ni siquiera me he dado cuenta de que estabas aquí. ¿Te has enfadado porque nos hemos peleado con tío Gonzalo? Ha sido sin querer. —Carmen acariciaba ahora el pelo de la pequeña y le hablaba en tono apaciguador—. ¿Quieres un trozo de pan?
—Vale.—No podía decirse que Aleja se mostrara entusiasmada, pero al menos había hablado.
Carmen se sintió aliviada.
—Te encontrarás mejor después de comer, cariño. A lo mejor mañana puedes volver al colegio.
Aleja se puso nerviosa y negó con la cabeza.
—No, eso no.
—Pero, nena, ya has faltado tres días.
—El tío Gonzalo se queda aquí —señaló la niña.
—Bueno, tranquila —dijo Carmen automáticamente—. Recuerda, ya te lo he explicado: el tío Gonzalo no sale porque ha de esconderse. Debemos ser cuidadosas y no contarle a nadie que está con nosotras dos. Pero eso no significa que no vayas a clase, Aleja.
Aleja ocultó la cara en el pecho de su madre.
—He perdido mi cuaderno. —Su voz sonaba como el lloriqueo de una niña mucho menor.
Carmen miró a su hermano en busca de apoyo, pero él estaba de espaldas, y su postura revelaba que no deseaba intervenir en la conversación.
—Es necesario que vuelvas al colegio —insistió la madre—. Piensa en cómo se sentiría la señorita Fernández si te marcharas sin despedirte de ella. Además, tal vez te ayude a conseguir un cuaderno nuevo.
—Tía Viviana me prometió que volvería con la libreta. —El final de la frase de Aleja quedó ahogado por las lágrimas.
Carmen cerró los ojos y acunó a su hija, murmurando tonterías para tranquilizarla. Voy a volverme loca, pensó. Desde que regresó a la casa, Gonzalo no le había dirigido a su sobrina ni una sola palabra de reproche, pero su actitud tampoco había contribuido a consolarla. Por lo que Carmen sabía, los dos se pasaban los días en completo silencio. Gonzalo o bien se mostraba meditabundo o corría riesgos absurdos. Y ahora incluso la tenue normalidad de vida en la casa de los Del Valle había desaparecido. Al día siguiente su rutina diaria habría desaparecido por completo. Mañana, pensó, Aleja tiene que ir al colegio. Yo misma la acompañaré. Lo primero: sacarla de esta casa. Luego me pondré a buscar trabajo. Se estremeció. No había trabajo ninguno. Algunas mujeres iban delante de los barracones de los soldados, soportando las pullas. Puta roja. Pero al menos comían. Ella aún no pasaba tanta hambre. Aunque si Aleja empezaba a quejarse… Carmen se volvió bruscamente hacia su hermano, decidida a desterrar ese pensamiento.
—He oído que en la plaza de la Cebada venden cosas.
Gonzalo, que se había esforzado por aislarse de la conversación entre su hermana y su sobrina, al principio no supo de qué estaba hablando.
—¿Más baratas, quieres decir? —preguntó estúpidamente, cuando ella repitió el comentario.
—No —replicó Carmen en tono seco—. Cosas más caras. Eso que me preguntabas antes.
—Ah. —Gonzalo se volvió, vacilando—. ¿Te importa si salgo ahora?
El nudo que Carmen sentía en el pecho se aflojó casi imperceptiblemente. Sí le importaba, y sabía perfectamente que él iría de todas formas, pero al menos se lo estaba preguntando.
—No me importa, siempre que vuelvas —contestó ella, tratando de sonreír.
Gonzalo asintió.
—Si me preguntan, diré que he perdido los papeles.
Ella asintió. Los dos eran conscientes de que si no disponía de la documentación no sobreviviría a un encuentro con los soldados. No obstante, al menos lo estaba intentando. Gonzalo cogió una gorra que había pertenecido a su cuñado y trató de asegurarse de que le ensombrecía la cara todo lo posible. No era gran cosa como disfraz.
Se dirigió a la plaza de la Cebada, esperando no encontrarse con ningún conocido. Sus deseos se cumplieron. Hacia una tarde hermosa y la gente empezaba a salir de nuevo. Había suficiente movimiento en las calles para que su presencia no llamara la atención; además, no vio a nadie conocido.
Aunque la plaza de la Cebada no quedaba muy lejos, Gonzalo se sintió cansado por la caminata, lo cual le preocupó. Por la mañana, Carmen le había dado una bebida caliente que, contra todas las pruebas sensoriales, insistió en llamar café. Había comido la noche anterior. Difícilmente podía decirse que estuviera en ayunas. Cruzó la calle Toledo con la cabeza inclinada y se sobresaltó cuando un tranvía hizo sonar la campana mientras se acercaba a él. El conductor maldecía y gesticulaba, y Gonzalo consiguió saltar a un lado para apartarse. Se apoyó en un edificio al otro lado de la calle para recuperarse de la sorpresa, o al menos eso se dijo, aunque esquivar a un tranvía por los pelos no era motivo para que sus sienes latieran como si fuera a desmayarse.
La plaza estaba atestada. La gente paseaba en parejas o grupos de tres, murmurando y mirando por encima del hombro. Todo el mundo intentaba ofrecer una apariencia de normalidad, sin embargo, nadie lo conseguía. Muchos iban demasiado abrigados, aunque no hacía frío. De vez en cuando, alguien se quedaba repentinamente más delgado y un objeto se escabullía por debajo de una chaqueta o una camisa. Gonzalo vislumbró una tortilla y descubrió que se le hacía la boca agua. Vaciló, indeciso. Una mujer que en apariencia estaba embarazada y aguardaba apoyada en una fachada se acercó a él. Lo miró a los ojos y alzó las cejas.
—¿Buscas algo?
—Es posible. —Gonzalo no sacó las manos de los bolsillos.
—Sólo acepto billetes de Franco, no los de la República —advirtió ella en tono tajante.
Gonzalo la observó.
—¿Cómo sabes que no soy un guardia?
—¿Tú? —La mujer se echó a reír—. Hombre, los guardias comen. Salta a la vista que tú no. —Se palpó el vientre hinchado—. Tengo patatas y lentejas.
—¿Y carne? —preguntó Gonzalo, pensando en lo que le había dicho Manuela.
La mujer negó con la cabeza.
—No. Pero las patatas se pagan más.
Gonzalo estrujó el papelito plateado que llevaba en el bolsillo.
—Estoy buscando a alguien que venda carne —replicó con firmeza—. Y, mejor todavía, chocolate.
—¡Chocolate! —Ella volvió a reírse—. Pues no pides tú nada. ¿Y un palacio de mármol, ya puestos?
—Seguro que alguien vende de eso —insistió Gonzalo.
Ella entornó los ojos.
—¿Quieres el chocolate, o andas buscando a la persona que lo vende?
—¿Y a ti qué te importa?
Ella cruzó las manos sobre el bulto de su estómago, y éste se movió de una forma muy poco adecuada para tratarse de un feto.
—Si deseas chocolate, has de tratar con los soldados.
Gonzalo sintió el pulso en las sienes. Cuenta hasta cinco, se recordó.
—¿Soldados? —preguntó, en el tono más tranquilo posible.
No sirvió de nada. La estraperlista dejó de hacerle caso y se volvió hacia una mujer con un monedero de piel y un mantón cubriéndole la cabeza.
—¿Busca algo, señora?
—¿A cuánto está el kilo de patatas? —Como Gonzalo, la mujer intentaba parecer despreocupada, pero su tono de súplica resultaba doloroso.
Gonzalo se marchó, maldiciendo su falta de previsión. La información no la daban gratis, y él no tenía nada con qué pagarla. Se dirigió a la zona más externa de la plaza, preguntándose si sería capaz de abordar a un soldado, aunque no había ninguno a la vista. ¿Significaba eso que la plaza de la Cebada no era el lugar adecuado para comprar chocolate?
—¡Por el amor de Dios, es mi anillo de compromiso!
La voz surgió de pronto de una galería: furiosa, desesperada, y con más énfasis de lo necesario.
—¡El diamante solo vale mil pesetas!
Se oyó apenas un bajo murmullo de respuesta. Gonzalo se volvió. La voz pertenecía a una mujer de mediana edad. Llevaba sombrero y un abrigo que, aunque viejo y usado, era innegablemente de piel. Gonzalo se acercó. La mujer había vuelto a bajar la voz, pero él oyó sus protestas y a alguien más rechazando con firmeza sus súplicas. Al cabo de unos minutos, la mujer pasó por su lado, escondiendo algo bajo el abrigo. Gonzalo se preguntó fugazmente si el olor a carne no sería sólo un fantasma surgido de sus propios deseos, y luego se dirigió a los soportales, donde aguardaban dos hombres con sendas maletas de aspecto muy gastado.
—¿Dónde puedo encontrar chocolate? —preguntó Gonzalo rápidamente, antes de que los hombres repararan en su aspecto.
—En Suiza —replicó uno de ellos al instante.
Gonzalo apretó los dientes.
—¿Cuántas veces has gastado hoy esa broma?
El otro se echó a reír.
—Sólo una vez. Casi nadie se molesta ya en pedir chocolate. —El tipo inspeccionó a Gonzalo—. ¿Por qué lo preguntas? Por tu aspecto se diría que necesitas algo más que eso.
—Me han aconsejado que pregunte a los soldados.
El primero escupió entre dientes.
—La gente no sabe tener la boca cerrada.
—¿Se puede encontrar barato? —Gonzalo trató de mantener un tono intrascendente.
—Todo lo del ejército es caro, amigo —replicó el estraperlista.
Gonzalo no había sacado las manos de los bolsillos. Acarició el papel de plata por un instante y a continuación lo sacó.
—¿Y si buscara algo como esto?
Uno de los hombres se inclinó para examinar el envoltorio.
—¿Estás dispuesto a pagar?
—Claro —mintió Gonzalo—, pero primero he de saber a quién.
Los dos hombres intercambiaron una mirada.
—¿Conoces el puesto de la Guardia Civil de la calle Alcalá? —preguntó uno de ellos.
—Sí. —Gonzalo apenas se atrevió a murmurar este monosílabo, ya que no conseguía disimular su nerviosismo.
—¿Conoces la entrada del parque, la que está un poco retirada?
—Sí.
—Nos veremos allí mañana, a eso de las cinco. No te prometo nada, pero tal vez pueda ayudarte.
Gonzalo pensó en cómo explicar que le interesaba más la información que el chocolate en sí. No se le ocurrió nada.
—Hasta mañana —se despidió, y se volvió para marcharse.
—Un momento —lo llamó el hombre.
—¿Sí?
Los dos estraperlistas intercambiaron una mirada y uno de ellos le advirtió:
—Trae una cédula de identificación. Nuestro proveedor anda un poco quisquilloso últimamente.
—Entendido.
Gonzalo se marchó, preguntándose cómo justificaría el hecho de no tener papeles, y si merecía la pena llevar un arma.