CAPITULO 6

6

Tejada habría querido dirigirse de inmediato a la calle Tres Peces en busca de María Alejandra. Por desgracia lo enviaron con Laredo a la zona noreste de la ciudad, en dirección opuesta a donde vivía la niña. Fue una ronda larga, y la hostilidad soterrada pero constante empezó a afectar a Tejada. Parecía que por cada persona que saludaba o gritaba: «¡Viva la Guardia Civil!», había diez que bajaban la mirada, les daban la espalda o se escabullían en los portales. Habían recibido órdenes de detener y registrar a cualquiera que mostrara un comportamiento sospechoso, y a esas alturas los dos guardias civiles estaban agotados. Tejada y Laredo ya no buscaban conductas equívocas, sino que escrutaban con disimulo las calles en busca de panaderías o cafés. No se observaba nada de particular en los toldos, pero los escaparates estaban cerrados y sin luz. Pocas tiendas se molestaban en poner carteles para anunciar que estaban cerradas.

Cuando regresaron a los barracones, poco después de las seis, Tejada se encontraba demasiado cansado para pensar en dirigirse a la calle Tres Peces. De todas formas, eso no habría sido posible.

—El teniente quiere verlo, sargento —le informó un guardia en cuanto Tejada entró en el edificio.

El sargento suspiró y se dirigió al despacho del teniente Ramos. Cuando entró, el oficial se encontraba al teléfono.

—Sí, mi coronel… sí, mi coronel, comprendido. —Ramos le tendió un papel al sargento y le indicó por señas que lo leyera—. Sí, mi coronel, muy bien.

Tejada contempló el documento. Estaba escrito a máquina y dirigido a Ramos, de parte de un tal capitán Morales.

—Sí, pero eso tal vez sea difícil, mi coronel —prosiguió Ramos en un tono que revelaba deferencia y exasperación a partes iguales. Mientras tanto, Tejada leyó:

En referencia a su despacho del 31 de marzo de 1939, le confirmo que el cabo Francisco López Pérez pertenecía a este puesto. Terminó su guardia a las 10.00 del 31 de marzo, y abandonó el puesto poco después. Su pareja, el sargento Diego Rota, informó de su desaparición el sábado 1 de abril a las 9.30 horas. Gracias por su información relativa al cabo López, y por la rápida acción de sus hombres en lo referente a su asesinato. Ya he informado a la familia. Si en su opinión el cabo López debería ser candidato a recibir honores militares, iniciaré los procedimientos de rigor.

—A sus órdenes, mi coronel. ¡Arriba España! —se despidió Ramos, y colgó el teléfono antes de dirigirse a Tejada—: He supuesto que le complacería saber que hemos localizado a López.

—Gracias, mi teniente. —Tejada le devolvió el despacho a su superior.

—Mañana se enviará otro contingente de prisioneros a Toledo —añadió el teniente, satisfecho—. Le he asignado a usted al convoy.

—Sí, mi teniente. —Tejada asintió, aunque no pareció demasiado complacido por la noticia.

Ramos emitió un bufido de exasperación.

—Creí que se alegraría de ir. Dijo usted que la familia de López vivía en Toledo. Entregue a los prisioneros y tómese un par de horas para visitar a la familia. Siempre será mejor que enviarles un escueto telegrama.

Tejada parpadeó.

—Gracias, señor.

No había nada más que decir. Después de tres años, el sargento Tejada sabía muy bien que la guerra solía sacar a la luz los peores defectos de los hombres, no las virtudes. Sin embargo, de vez en cuando arrancaba pequeñas chispas de decencia de pedernales insospechados. En este caso, el teniente Ramos estaba haciendo cuanto estaba en su mano.

—No hay de qué. Saldrán mañana a las nueve. Puede retirarse.

Al final, el convoy no se puso en marcha hasta pasadas las once, en parte porque los reclutas a las órdenes de Tejada se retrasaron, y en parte porque Ramos había subestimado el número de viajes necesarios para conducir a todos los prisioneros a la estación de ferrocarril. Cuando los camiones completaron el último viaje, peligrosamente sobrecargados, se descubrió que dos de los prisioneros se habían desmayado durante el trayecto. El conductor, que había protestado anteriormente por la falta de espacio, evitó recalcar que «ya lo había advertido», aunque lo llevaba escrito en la cara. Tejada contuvo su malestar. Lo más sencillo habría sido fusilar a los dos hombres inconscientes para dejar más espacio en el tren, pero no sabía de qué se les acusaba, y era posible que los interrogadores que esperaban en Toledo quisieran hablar con ellos.

—Les doy cinco minutos para que se tengan en pie —ordenó secamente, y se volvió hacia otro guardia—. Empiece a pasar lista a medida que vayan subiendo al tren.

Por supuesto, tardaron más de cinco minutos en pasar lista, debido sobre todo a los gritos que intercambiaban los civiles con los prisioneros, de manera que apenas se oían los nombres. Tejada disparó al aire, amenazando con tirar a la multitud, y maldijo mentalmente la incompetencia de sus subordinados. Para cuando el tren salió lentamente de Madrid, el sargento casi lamentaba haber expresado su deseo de ir a Toledo.

Cuando el tren llegó a su destino, los problemas que conllevaba el hecho de descargar a los prisioneros le impidieron cualquier posibilidad de reflexión. Un hombre inició un torpe intento de evasión, y tres de los guardias más novatos y entusiastas sembraron la calle de balas antes de conseguir alcanzarlo. Tejada, cuyos recuerdos de Toledo implicaban un estricto racionamiento, que incluía las balas, se estremeció por el despilfarro de munición. El intento de huida exigió que pasaran lista de nuevo, esta vez con los prisioneros furiosos y desmoralizados, y luego redactar un detallado informe para las autoridades de la prisión.

Era ya media tarde cuando Tejada disfrutó de la oportunidad de pararse a pensar. Desde el patio del Alcázar, contempló la ciudad. Seguía habiendo demasiados edificios sin tejado, pero al menos ya no se producían explosiones, ni disparos. Tras él se alzaban las torres en ruinas de la fortaleza, impresionantes incluso a pesar de los escombros. Recordó que en el pasado había contemplado la ciudad desde ese mismo lugar, con la agradable sensación de haber cumplido una tarea imposible. Oyó pasos a sus espaldas. Se dio la vuelta y en ese momento casi esperaba ver a Paco acercándose y sonriendo: «¡Eh, Carlos! El coronel Moscardó quiere verte. Parece que te has ganado unos galones».

—Discúlpeme, sargento. El teniente Adriano dice que hay un coche esperándonos.

Era el guardia Vásquez, y parecía un poco nervioso.

Tejada consultó su reloj automáticamente. Eran casi las cuatro.

—¿Con un conductor?

—Sí, señor.

—Pregúntele si puede esperar. Nos merecemos un descanso.

Vásquez se quedó boquiabierto. El sargento Tejada no había parecido de buen humor en todo el día, y no era habitual en él sugerir descansos.

—Sí, señor —consiguió decir.

Después de algunas discusiones, se acordó que los guardias civiles regresarían a Madrid a las seis. El sargento Tejada amenazó con severos castigos a quien no se hallara presente y preparado a la hora señalada, y acto seguido se adentró en la ciudad. Los otros hombres, en cambio, no se alejaron del Alcázar.

—Yo había supuesto que se quedaría por aquí —comentó Vásquez—. Ya sabes, para familiarizarse con el Alcázar.

—¡Serás idiota! —le insultó Jiménez—. Ya conoce el Alcázar, no es preciso que se familiarice con nada. Seguramente es capaz de orientarse en la oscuridad y con los ojos cerrados.

—¿Es verdad que el Caudillo le otorgó una medalla al heroísmo en una ceremonia especial en el 37? —preguntó Durán, con expresión de asombro.

—Pues sí. ¿Conoces al cabo Torres? Ha visto a Tejada en uniforme de gala y asegura que lleva una condecoración.

Vásquez miró alrededor y sacudió la cabeza.

—Tres meses aquí metidos, bajo el bombardeo de los rojos. He oído decir que habían llegado a comer ratas cuando Varela levantó el asedio.

—No puedo imaginarme al sargento comiendo ratas —comentó Durán, pensativo.

—El sargento Tejada podría comer cualquier cosa. —Jiménez se mostraba obstinadamente leal.

De hecho, en el preciso instante en que se desarrollaba esta conversación, el sargento Tejada saboreaba una excelente taza de café. Después de salir del Alcázar había cruzado la plaza y a continuación bajó por una de las calles más anchas, hasta detenerse delante de un gran edificio con fachada del siglo XIX. Años antes destacaban unos elaborados bajorrelieves sobre la puerta, pero algún vándalo los había destrozado, y ahora sólo quedaba un atisbo de formas humanas talladas en la piedra. Esos estragos y unos cuantos vidrios rotos eran los únicos atisbos de que la guerra se había acercado a ese edificio. Sus propietarios habían sido afortunados. Tejada se quitó el tricornio y se alisó el arrugado uniforme lo mejor que pudo antes de llamar al timbre.

Un hombre vestido de negro abrió la puerta.

—¿En qué puedo ayudarle, señor guardia?

—¿Está la señora Pérez en casa?

—La señora no recibe a nadie hoy. —Explicó el hombre, sin dejar traslucir ninguna emoción.

Tejada reparó en la chaqueta negra y los guantes del hombre. El telegrama ya había sido entregado.

—Sé que la familia está de luto —dijo—. Vengo como amigo del cabo López, para presentar mis condolencias.

El criado escrutó a Tejada y el sargento deseó llevar el uniforme de gala.

—¿A quién debo anunciar a la señora?

—Sargento Carlos Tejada de Alonso y León —declaró, sosteniendo la mirada del criado.

Lo condujeron al interior de un vestíbulo abovedado, dominado por una escalera, sin duda cubierta en tiempos por una alfombra y que ahora mostraba la madera desnuda. Un gran retrato colgaba de la pared de enfrente. Mostraba a un caballero de cabello gris que lucía un uniforme de gala de coronel de la guerra de 1898. Una mano reposaba en la empuñadura de su espada. Con la otra, parecía llamar a alguien que se encontraba más allá del lienzo. Tejada contempló el retrato durante un largo instante, tratando de encontrarle algún parecido con su amigo Paco.

El criado regresó.

—La señora lo recibirá ahora —anunció, y se volvió hacia las escaleras.

El saloncito del piso superior era una habitación agradable. La luz del sol se filtraba por unas ventanas que daban a un jardincillo florido. En un rincón había un piano abierto, con diversas partituras encima. La repisa estaba adornada por unas cuantas figuritas de porcelana, que habían amontonado a un lado para dejar espacio a dos fotografías. La primera era una versión fotográfica del retrato del vestíbulo, enmarcada en plata. La segunda fotografía, también con marco de plata, ocupaba el centro exacto de la repisa. En el retrato aparecía Paco con uniforme de cadete y aspecto muy joven y muy satisfecho de sí mismo. Alguien había colocado unos jarrones con lirios junto a la imagen.

La madre de Paco se levantó del sofá para saludar a su invitado. Iba vestida de luto y una mantilla de encaje negro le cubría el cabello gris acero.

—El sargento Carlos Tejada de Alonso y León, señora —anunció el criado, quien se colocó a un lado.

Mientras Tejada cruzaba la soleada habitación, experimentó una extraña sensación de familiaridad. La habitación, la dama, sus propias acciones… todo estaba gobernado por una serie de reglas que había aprendido en un pasado lejano y que había creído olvidadas. Así pues, no fue el conocimiento de la etiqueta, sino una especie de memoria muscular, similar a la necesaria para montar en bicicleta, lo que le llevó a inclinarse para besar la mano de su anfitriona.

—A sus pies, doña Clara. —La besó en ambas mejillas, todavía actuando como si siguiera algún guión recordado a medias—. Mi más sincero pésame.

—Gracias. —Ella le indicó que tomara asiento y a continuación volvió a ocupar el suyo—. Me alegro de que hayas venido, Carlos. Perdóname… debería decir sargento Tejada.

—No —replicó él, negando con la cabeza—. Tiene usted todo el derecho, doña Clara.

La mujer se volvió hacia el criado vestido de negro.

—Sírvenos el café, por favor, José.

Se produjo una pausa. El guión aprendido abandonó a Tejada en el momento menos oportuno, dejándole sólo la cruda realidad.

—Esperaba llegar antes para poder comunicárselo en persona.

—Me sorprende que hayas venido tan pronto comentó ella, tranquilizándolo. —¿Cómo lo supiste? ¿Contactó Paco contigo en Madrid antes de… su fin?

—No. —Tejada deseó encontrarse ya de vuelta en la capital. —No. Lo cierto es que fui yo quien lo identificó.

—¿Qué sucedió?

Tejada vaciló. Doña Clara retorció un pañuelo en su regazo.

—Por favor, Carlos. El comunicado oficial no proporcionaba ningún detalle. Quiero saberlo todo. Será más fácil para mí si lo sé.

Tejada se recordó que esa mujer había sido esposa de soldado, y que ahora era viuda de soldado. Había soportado el asedio junto con su marido y su hijo. Lentamente, empezó a describir la escena para la madre de Paco. Le pareció que le llevaba mucho tiempo, aunque en realidad había muy poco que contar. Desconocía demasiados pormenores, y gran parte de lo que sí sabía se le antojaba excesivamente sórdido para mencionarlo. No consideraba preciso mencionar la rigidez que mostraba el cadáver de Paco antes de que llegara la camilla, ni el hecho de que no tenía los ojos cerrados. Tejada prescindió también de todo el episodio del cuaderno de María Alejandra, que suscitaba demasiadas preguntas sin respuesta. En cambio, sí mencionó a la miliciana que supuestamente había asesinado a Paco, aunque sólo de pasada. Doña Clara cerró los ojos.

—¡Una mujer! ¡Sus mujeres también! Que Dios tenga misericordia, Carlos. ¡No son humanos!

—No —admitió él en voz baja.

La puerta se abrió y entró José portando una bandeja. Sirvió el café, y Tejada, considerando que seguir discutiendo los detalles del asesinato de Paco sería de mal gusto, intentó cambiar de tema.

—Ojalá hubiera sabido que Paco estaba en Madrid —dijo—. ¿Cuándo lo trasladaron, lo sabe usted?

—Estuvo destinado en el norte hasta que tomamos Gerona. —Doña Clara aceptó tácitamente el rumbo que tomaba la conversación—. Creo que estuvo patrullando la frontera durante una temporada.

—¿En Cataluña?

—Sí, lo destinaron allí poco antes de que mi esposo falleciera. Francisco… —doña Clara se persignó, en memoria del difunto—, se sintió muy aliviado cuando lo trasladaron de las Vascongadas. Mi marido siempre decía que los catalanes acabarían en el infierno, pero que los vascos, en el infierno, se encontrarían como en casa.

Tejada sonrió.

—Yo recibí unas cuantas cartas de Paco, y creo que él opinaba lo mismo acerca de las Vascongadas. Aunque supongo que no se habría sentido a gusto en ninguna parte que no fuera Toledo. Nunca he conocido a nadie que amara tanto Castilla.

Doña Clara sonrió también.

—Sí, era como su padre. «Mi Castilla», decían, como si se refirieran a la mujer amada. Fue una lástima que lo trasladaran. Incluso su padre pensaba a veces que no fue buena idea, pero ya sabes, después de aquel asunto… —Guardó silencio.

—Después del asedio, muchos recibieron nuevos destinos —reconoció Tejada. Empezaba a recordar por qué había elegido la Benemérita, y no la vida civil que sus padres habrían preferido para él. Era difícil referirse a batallas y asedios como «aquel asunto».

—¿Qué? Ah, el asedio, por supuesto. Después de eso. —Doña Clara pareció vagamente desconcertada.

El sargento se sorprendió. Había supuesto que el traslado de Paco se había debido al azar: los caprichos de la guerra. No obstante, su madre parecía pensar lo contrario.

—¿Existió algún otro motivo? —preguntó Tejada. Se sintió culpable por someter a semejante interrogatorio a una mujer de luto a quien en principio estaba haciendo una visita de condolencia.

—Vaya. —Doña Clara se ruborizó levemente—. Suponía que estabas al corriente… En realidad no fue nada grave. Sólo que… bueno, las mujeres no deberían juzgar estas cuestiones.

—Estoy seguro de que Paco fue siempre un hombre de honor —dijo Tejada, luchando contra un desleal y descortés deseo de continuar con el tema. Trató de hallar alguna explicación para la incomodidad de doña Clara.

—Por supuesto. —La mujer le dirigió una cálida sonrisa—. Eso es lo que yo dije. Francisco, que en paz descanse, era… bueno, fue un buen marido, desde luego, pero quizá más… susceptible. No obstante, mi hijo nunca se habría liado con esa pelandusca pintarrajeada.

Tejada se atragantó con el café. «¿Pelandusca? ¡Jesús, Paco, podrías habérmelo dicho!». Lo asaltó la irracional sensación de haber sido traicionado. Herido en su amor propio, cometió una nueva transgresión de la cortesía.

—Supongo que él… en fin… no le daría a su padre ningún motivo de preocupación.

—En absoluto —reconoció doña Clara, complaciente. Se mordió los labios, quizá consciente de que se había expresado con demasiada contundencia—. ¿Quieres un poco más de café?

—Sí, gracias. —Tejada, aturdido por tan sorprendente revelación, de pronto fue consciente de la solidez del suelo bajo sus pies—. Está delicioso —añadió, sincero.

Doña Clara sonrió con los ojos llenos de lágrimas.

—Fue el último regalo de Paco. Sabía lo duro que es el racionamiento para la población civil, por eso siempre intentaba proporcionarme algún suministro. El café llegó también, con medio kilo de azúcar. Seguro que hasta pasó hambre para derrochar tanta generosidad.

Tejada asintió.

—Muy propio de él. Recuerdo que, durante el asedio, debió de ser a mediados de agosto, llegué a pensar que me volvería loco. Él me cedió la mitad de su ración de aquella mañana y dijo: «Toma, Carlitos. Lo necesitas». Y que Dios me perdone, me lo comí todo. Creo que ni siquiera le di las gracias.

Doña Clara se secó los ojos.

—No tenías por qué, Carlos. ¿Sabes? Cuando estaba esperando a mis hijas, Paco siempre me decía: «Acuérdate, mamá, esta vez quiero un hermanito». Y después, pobrecillo, se enfadaba tanto que no quería ni dirigirme la palabra. En ti encontró al hermano que nunca tuvo.

—Me siento muy honrado —musitó Tejada.

Le habría gustado seguir departiendo con ella, hablar más del asedio, de Paco, del padre de Paco, de los primeros días de la guerra, cuando creía que la victoria sería rápida e indolora. Por desgracia, el tictac del pequeño reloj que reposaba sobre el piano era demasiado insistente.

—Tengo que marcharme —dijo cuando ya daban las cinco y media—. Se supone que estoy de servicio. Mis hombres y yo hemos de regresar a Madrid esta noche.

Doña Clara se levantó y le estrechó la mano.

—Gracias por haber venido.

Él volvió a besarla en ambas mejillas antes de marcharse. Otra frase de una vida anterior acudió a sus labios.

—Siempre a su disposición.

José lo acompañó a la salida.

Pocos minutos después de las seis, Tejada y sus hombres salieron de Toledo. A Jiménez y unos cuantos más les habría gustado preguntar al sargento por el despliegue de tropas durante el asedio y sobre varios boquetes abiertos en las murallas del Alcázar. Pero Tejada se mostraba abstraído, y ninguno de ellos se atrevió a tocar el tema.

—¿Ha pasado una buena tarde, mi sargento? —preguntó por fin Durán, vacilante.

—¿Hmm? —Tejada había estado contemplando los secos campos amarillos—. Sí, gracias. Visité… a una vieja conocida.

Los guardias civiles tuvieron que conformarse con eso.