CAPITULO 5

5

—¡Gonzalo! ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Te has vuelto loco? ¿No sabes que están fusilando a la gente por la calle?

Manuela Arce intentó cerrar la puerta. No sirvió de nada. El pie de Gonzalo se interpuso con fuerza entre el marco y la hoja.

—Lo sé. Por eso he venido.

El antiguo soldado ya había conseguido deslizar un hombro por la rendija. Miró la sucia escalera.

—En este momento la calle está desierta. Y no me han seguido.

—Dios mío, Gonzalo, si han arrestado a Carmen lo siento. De verdad que lo siento. Pero no puedes quedarte aquí. Perdóname, Gonzalo, pero tengo hijos. No debo arriesgarme.

Manuela intentó atisbar por encima del hombro de Gonzalo para averiguar si alguien subía por la escalera, una empresa imposible puesto que era varios centímetros más baja que él.

—Carmen está bien. —El tono de voz de Gonzalo era sombrío—. Pero he de hacerte unas preguntas. Y cuanto antes me dejes entrar, antes me marcharé.

—Gonzalo, no puedo…

—Las formularé desde la puerta si es necesario. —Miró de nuevo hacia las escaleras—. Claro que podría subir alguien en cualquier momento. Aunque si no me dejas entrar…

—¡Oh, está bien! —Manuela soltó la cadena y la puerta se abrió—. Pasa, rápido. Y no te quedes en la ventana.

Gonzalo entró mientras la amiga de su hermana cerraba la puerta tras él. Cruzó el vestíbulo y entró en un salón cuyos únicos muebles eran una mesa aún ocupada por unas tazas de café y un sofá cubierto de lamparones. Tras el sofá, una pared desnuda. Manuela no le había invitado a sentarse, pero Gonzalo se apoltronó en el sofá de todas formas.

—¿Te has deshecho de la bandera? —preguntó en tono sardónico.

—¡Gonzalo! —suplicó ella—. No seas loco.

La mujer se quedó de pie, en la actitud de quien espera que todo termine con rapidez. Debido a un impulso malvado, Gonzalo decidió portarse de manera caprichosa.

—Y bueno, ¿cómo están los niños? ¿Y Javier?

Ella se llevó una mano a la mejilla, como si la hubieran golpeado.

—¡Hijo de puta! —espetó, casi sollozando.

Gonzalo se acomodó y cruzó las piernas.

—Espero que no se haya quedado sin trabajo.

—Lo detuvieron el sábado. —Manuela se echó a llorar.

Gonzalo parpadeó y se levantó rápidamente.

—Sí que lo siento, Manuela. No lo sabía. Creía… bueno, no puede decirse que el trabajo de barrendero implique una postura política. De verdad que lo siento, Manuela. Haré las preguntas rápidamente y me marcharé de aquí.

—Si no es demasiada molestia… —replicó Manuela con amargura.

—Carmen me dijo que encontraste a Viviana.

Gonzalo tuvo que esforzarse para pronunciar el nombre. Manuela asintió. Se había apartado de él y empezaba a retirar las tazas de la mesa.

—Me comentó que oíste… algo el viernes por la noche —insistió él.

—Oí disparos. —Manuela ya no parecía enfadada ni triste, sólo agotada—. Pero Javier estaba aquí, y también los niños, y lo que ocurriera en la calle no era asunto mío.

Gonzalo suspiró. Ella no lo hacía a propósito.

—¿Sobre qué hora? —preguntó, sin muchas esperanzas.

—¿La primera vez? Justo después de que Juana y César regresaran del colegio. A eso de las cinco y media o las seis.

Gonzalo parpadeó, sorprendido.

—¿La primera vez?, repitió. —¿Es que hubo más disparos? ¿Un tiroteo?

—No. —Ella negó con la cabeza—. Sólo un disparo. César se asomó al balcón y dijo que había un guardia civil muerto en la calle. Yo le advertí que lo dejara correr. Los guardias nunca van solos.

—Pero ¿y Viviana? —insistió Gonzalo.

—Eso debió de ser unas horas más tarde. Yo estaba preparando la cena cuando oí el segundo disparo. —Manuela había terminado de retirar la mesa y estaba limpiándola con un paño.

—¿Te asomaste?

Ella se volvió para mirarlo y negó con la cabeza.

—No. Si un guardia había muerto, eso significaba que un francotirador se había apostado en algún lugar de la calle. No me pareció conveniente asomarme. —Dio un respingo—. No me enteré de que era Viviana hasta la mañana siguiente. De haberlo sabido, habría salido, Gonzalo. Te lo juro. Habría intentado hacer algo.

Gonzalo cerró los ojos, recordando la herida que Viviana tenía en la cabeza.

—No creo que eso hubiera servido de nada.

Manuela soltó el paño y le apoyó una mano en el brazo.

—Lo siento, Gonzalo. Era una mujer maravillosa.

Él guardó silencio, incapaz de confiar en su voz. Casi le resultaba más fácil soportar la hostilidad de Manuela que su compasión.

—¡Qué acto tan quijotesco! —comentó Manuela casi en voz baja—. Dispuesta a enfrentarse con todo el ejército de Franco con una vieja escopeta. —Sonrió levemente—. Me pregunto cuánto tiempo estuvo ahí fuera escondida, esperando para poder disparar. Y cómo la capturaron.

Gonzalo estaba a punto de explicarle a Manuela que estaba en un error cuando advirtió que en realidad no había ningún motivo para hacerlo. Eso debió de ser lo que pensó también la Guardia Civil. ¿Para qué meterse a buscar un francotirador fantasma, cuando tenían una republicana de carne y hueso a la que podían ejecutar? Sin embargo, ahora que lo pensaba, había algo que no acababa de cuadrar en la sucesión temporal.

—¿Dices que pasó más de una hora? —preguntó.

Manuela pareció sorprenderse ante este cambio repentino.

—Sí. Serían más de las ocho cuando oí el segundo disparo.

—¿Por qué crees que no buscaron al francotirador inmediatamente? —Gonzalo hablaba más para sí mismo que para Manuela, pero ella contestó de todas formas.

—Tal vez el otro guardia se asustó —dijo, despreciativa—. Son muy valientes cuando van en grupo, ya sabes.

—¿Y salió corriendo? —Gonzalo sonrió levemente.

—Es posible. O tal vez el muerto iba solo.

—Siempre patrullan en parejas —objetó Gonzalo.

—Alguna vez estarán fuera de servicio —señaló Manuela, con sensatez—. Además, Javier dice… —Se le quebró la voz—. Javier dice —continuó con mayor decisión— que algunas de las cosas que hacen es mejor llevarlas a cabo a solas.

Gonzalo, a su pesar, se interesó por la cuestión.

—¿Ah, sí?

—Javier trabajaba… trabaja cerca de los barracones —explicó Manuela—. Asegura que en la basura de los guardias hay restos de productos que sólo pueden proceder del mercado negro. Envoltorios de cigarrillos extranjeros y todo eso.

—¿No podrían ser de los italianos? —inquirió Gonzalo, preguntándose si en el fondo el oficio de barrendero no sería más político de lo que había imaginado.

—¿Chuletas? —preguntó Manuela con disgusto—. ¿Chocolatinas inglesas?

Gonzalo silbó.

—¿Tiran a la basura todo eso?

—Sólo las sobras. —Manuela hablaba con tristeza—. Javier nos lo contaba durante la cena. Les decía a los niños que a lo mejor dentro de unas pocas semanas ya habría chocolate en la ciudad.

La mente humana, o más bien el estómago humano, es claramente egoísta. Por un instante Gonzalo anheló la carne y el chocolate casi tanto como a Viviana.

—Qué cerdos. —Le habría gustado terminar la conversación ahí, pero cierta curiosidad morbosa le impulsó a añadir—: ¿Crees que sus agentes hacen la vista gorda?

—En mi opinión la mayoría de sus agentes están conchabados con los estraperlistas. —También Manuela se mostraba fascinada con el tema—. Los fusilan si los pillan, y luego se quedan con la mercancía y la almacenan. O comercian con ella, si se les presenta la ocasión.

—¿Cómo estás al corriente de todo esto? —preguntó Gonzalo, sorprendido.

Manuela se ruborizó.

—Son simples suposiciones, por los comentarios de Javier.

Él asintió, pero su mente se hallaba ya en otras cuestiones.

—No sabes quién disparó el segundo tiro, el de las ocho y media, ¿verdad?

—Mira, ya te lo he dicho. Estaba preparando la cena. Todos nos encontrábamos a salvo en casa. Ni siquiera me asomé. —Manuela parecía exasperada.

—Según Carmen, te asomaste y viste a los guardias civiles —insistió él.

—No lo hice entonces, sino más tarde. —Manuela suspiró—. Javier quería salir a dar un paseo. Se asomó al balcón y vio a un grupo de guardias.

—¿Un grupo?

—Cuatro. —Manuela se movía con inquietud e impaciencia—. Yo también me asomé, porque me extrañó. Dos de ellos colocaban un cuerpo en una camilla. Otros dos permanecían de pie.

—Creí que habían dejado a Viviana… ¿dónde la encontraste?

—No se llevaban a Viviana, idiota, sino al guardia muerto —puntualizó Manuela—. Por la mañana ya no se hallaba allí.

—¿A qué hora fue eso?

—¡Pero, Gonzalo, y yo qué sé! ¿Qué más da eso?

—¿Antes o después de la cena?

Gonzalo no estaba seguro de que ese dato revistiera alguna importancia, pero no se le ocurría ninguna otra idea para establecer la identidad de los asesinos de Viviana. Además, necesitaba desesperadamente que Manuela continuara hablando.

—Antes —respondió Manuela sin vacilar. El llanto de un niño la interrumpió—. Escucha, Pepe se ha despertado. He de ir a atenderlo.

—¿Javier quería dar un paseo antes de cenar? —se extrañó Gonzalo.

—¡Sí! A veces tenía… tiene ideas un poco extrañas. —Manuela lo conducía hacia la puerta, sin dejar de volver la cabeza para escuchar el llanto del bebé.

—¿A eso de las ocho y media? ¿Todavía había luz? —Gonzalo se resistió.

—Al anochecer, sí. Mira, ahora no puedo seguir hablando contigo.

—¿Piensas que alguien más vio algo?

—¡Ve preguntándolo por la escalera, si quieres!

Manuela desistió en su intento de deshacerse de la inoportuna visita y se dirigió al dormitorio, donde el llanto del bebé se había intensificado. Para su consternación, Gonzalo la siguió.

—¡Ve llamando a las puertas! ¡Ponte el uniforme si quieres, así todo el mundo te identificará! ¡Pero si pretendes suicidarte, a mí no me metas!

—Averiguaré quién mató a Viviana.

—¿Para qué? —preguntó Manuela en tono despiadado. Después de mirar a Gonzalo, añadió rápidamente—: No importa ni quiero saberlo. Estás loco.

Tomó en brazos a su hijo menor con una actitud amorosa que contrastó extrañamente con su voz cuando dijo:

—Por favor, Gonzalo. Lo siento, pero ya te he dicho todo lo que sé.

—Eras amiga de Viviana. —Cualquier otra persona se habría rendido, sin embargo Gonzalo estaba acostumbrado a las causas perdidas—. ¿No recuerdas nada más?

El bebé seguía llorando. Manuela se volvió en silencio y empezó a desabrocharse la blusa. El llanto remitió enseguida, sustituido por los pacíficos sonidos del bebé al mamar. Gonzalo estaba a punto de darlo todo por perdido cuando ella musitó:

—El puesto más cercano está en la Ciudad Universitaria. Los guardias que retiraron el cadáver probablemente eran de allí.

Gonzalo abrió la boca para darle las gracias, recordando las palabras de un sargento de instrucción que había entrenado a los milicianos hacía ya varias vidas: «Si el arma se atasca, agachad la cabeza y contad hasta cinco. A veces son sólo nervios». Resopló y contó hasta cinco.

—Había dos parejas de guardias civiles —añadió Manuela, cuando ya sólo le faltaba un número para acabar la cuenta—. Lo más probable es que el muerto fuese de otro puesto. De lo contrario, habrían llamado a su compañero.

—Gracias —le dijo Gonzalo. Ella, de espaldas, no respondió—. Me marcho. Procuraré que no me vea nadie.

Ella inclinó levemente la cabeza.

—Espero que suelten pronto a Javier.

Ella asintió, ahora con rotundidad.

—Gracias.

Antes de salir, Gonzalo echó un vistazo por la mirilla. En el rellano no había nadie. Se apresuró a abrir la puerta, la cerró a sus espaldas y corrió al piso de abajo. Con un poco de suerte, nadie lo vería. Cuando alcanzó la escalera principal, suspiró de alivio. Al menos ya no sería preciso evitar al conserje: los inquilinos ricos del principal y el primero se habían marchado en el 36, y al conserje lo habían matado en el 38. Después nadie había ocupado su puesto. Los vecinos cerraban con llave cada noche, por costumbre, pero el portal permanecía abierto. No quedaba nada que robar.

Se detuvo delante del edificio. Desde allí se veía bien el cruce de Amor de Dios con Santa María. Unos cuantos hombres pasaron velozmente, quizá llegaban tarde al trabajo, o acaso les apetecía echarse una siesta pronto. No había soldados ni guardias civiles a la vista.

Gonzalo avanzó por la calle, evitando en lo posible las alcantarillas inundadas de la acera. No era sorprendente que estuviera todo tan sucio, si arrestaban a los barrenderos por comunistas, se indignó. Maldición, pobre Javier. «¿Empleado municipal? Vaya, seguro que eres un rojo». Resbaló al pisar un trozo de papel y se detuvo un momento para recuperar el equilibrio. Avanzó un paso más y algo se aplastó bajo su suela. Enseguida alzó el pie y lo inspeccionó con expresión de asco.

Un cuadrado de papel plateado arrugado, quizá de unos dos centímetros, se le había pegado a la suela del zapato izquierdo. Sorprendido, lo desprendió con la uña. Se soltó casi entero, dejando una mancha marrón oscuro en el zapato. Vio que sólo estaba recubierto de plata por un lado. La otra cara era blanca, aunque advirtió una mancha marrón y algo de color óxido que había formado un sedimento rojo oscuro alrededor del contorno de la mancha. Torpemente, consciente de que estaba cometiendo una estupidez, olisqueó la mancha marrón, dispuesto a retroceder por el hedor de los excrementos. En cambio olía a chocolate. La voz de Manuela resonó en su mente: «Sus agentes están conchabados con los estraperlistas». A Gonzalo le habría gustado inspeccionar mejor la alcantarilla, pero sin duda un hombre en edad militar que vagara demasiado rato resultaría sospechoso. Se irguió, dobló el papel y se lo guardó en el bolsillo antes de encaminarse a su casa, tratando de no llamar la atención.

Un guardia civil sin pareja era un hecho inusitado. Un pedazo de papel de plata posiblemente manchado de sangre y con restos de chocolate también constituía algo fuera de lo común. Consideró altamente improbable que dos hechos tan inusitados y tan cercanos no guardasen ninguna relación. Por primera vez, Gonzalo se preguntó por las motivaciones del guardia civil. Le resultó difícil ponerse en la piel de los asesinos de Viviana, pero se vio obligado a admitir, si bien de mala gana, que ante la sospecha de que su compañero había muerto únicamente por el uniforme que llevaba, habrían sido tontos si no hubiesen buscado un francotirador. Acaso fueran tontos, claro. Aunque también podían saber que lo habían matado por un motivo distinto. Si se dedicaba al estraperlo, por ejemplo, o si había robado artículos a un estraperlista. «Los fusilan si los pillan, y luego se quedan con la mercancía y la almacenan. O comercian con ella». Qué conveniente resultaba decir: «Una gran tragedia. Pobrecillo, caído por la patria, un mártir de los sucios rojos. Al menos tenemos a su asesina», mientras disfrutaban del chocolate con leche por el que lo habían matado.

Cuando Carmen Llorente regresó a casa para almorzar, halló a su hermano sentado a la mesa de la cocina, contemplando fijamente un papelito plateado.

—¿Has tenido una buena mañana? —preguntó, un poco ansiosa.

Él asintió.

—Fui a ver a Manuela.

—¿Tú…? ¡Gonzalo! Por favor, debes quedarte en casa. No es probable que te anden buscando, y cuando las aguas vuelvan a su cauce…

—¿Conoces a alguien que esté relacionado con el mercado negro? —la interrumpió él.

—Tú quieres suicidarte —declaró su hermana llanamente.

Sombrío, Gonzalo sonrió.

—Todavía no.