4
El teniente Ramos había sido sincero al pronosticar que nadie dispondría de tiempo libre en los días siguientes. Además de las patrullas, había centenares de prisioneros a quienes era preciso ejecutar o registrar y alojar, por no mencionar a los supuestos civiles en busca de sus familiares a los que debían conducir a las celdas para que echaran un vistazo a los prisioneros o acompañar al depósito para que identificaran a los cadáveres. Ramos había recibido un despacho de Burgos en el que se le ordenaba que registrara todas las casas y requisara las armas de fuego («¡A lo mejor quieren que hagamos inventario de las ratoneras también! —llegó a exclamar el teniente—. ¿Qué demonios se creen que es Madrid, una aldea de montaña? ¿De dónde vamos a sacar a los hombres necesarios?»). Aparte de todo eso, también estaban las denuncias, escritas y orales, que debían recibir y atender. Los guardias civiles trabajaron hasta el Domingo de Ramos, descansando sólo para escuchar la misa que inauguraba la Semana Santa con alivio o impaciencia, según el temperamento de cada uno. Jiménez y algunos de los nuevos reclutas rezaron diligentemente por la salud del Generalísimo Franco, para que prosiguiera la obra de Dios en España. Ramos, a quien la obra de Dios preocupaba en un aspecto mucho más inmediato, rezó para recibir un contingente de camiones o un tren para trasladar a los prisioneros, o para que se celebraran juicios más rápidos, de manera que la prisión no estuviera tan peligrosamente abarrotada. Después de meditarlo un poco, decidió que rogar por un intendente eficaz y honrado sería también una oración desprovista de egoísmo, y pidió por eso también. Tejada rezó por el alma de Paco López. Y por llegar a comprender, pensó. No cuestiono la necesidad. Hágase Tu voluntad, Señor, no la mía. Pero, por favor, si existe algún motivo terrenal, me gustaría descubrirlo, para mi consuelo.
Tejada no tuvo tiempo para el motivo terrenal hasta dos días más tarde. Todos los puestos recibieron un despacho en el que se preguntaba si en alguno de ellos faltaba un cabo llamado Francisco López Pérez. Sin embargo, en todas partes se hallaban saturados de trabajo, y un muerto cuya asesina ya había sido ejecutada no consistía una prioridad. Aún no se había obtenido ninguna respuesta cuando el sargento Tejada y el cabo primero Laredo iniciaron una patrulla de rutina, cuya ruta Tejada había planeado cuidadosamente la noche anterior.
Habría preferido patrullar con Jiménez, que estaba al corriente de la extraña prueba hallada junto al cuerpo de Paco, o incluso con cualquier otro de los reclutas. Todos eran más jóvenes que él, y a ninguno se le habría ocurrido poner en duda sus decisiones. Laredo, en cambio, tenía treinta y tantos años, y nunca ascendería en el escalafón más allá de su rango actual. Aunque sin duda obedecería las órdenes, también podía mostrarse reacio, sobre todo si las recibía de un superior que era varios años más joven que él. Sin embargo, no le quedaba más remedio. Jiménez se encontraba camino de Toledo, junto con otros diez guardias, en un tren lleno de prisioneros. Moscoso había recibido del teniente Ramos la orden de poner al día los mapas. Tejada debería arreglárselas con Laredo.
Como había dispuesto el sargento, hicieron la ruta de la plaza de Colón. Mientras recorrían una de las calles situadas al sur de la plaza, pasaron ante un alto muro encalado. Los gritos de los niños que jugaban se oían desde el otro lado. En la pared había una verja adornada con una placa que rezaba: «Escuela elemental Leopoldo Alas». Tejada leyó el cartel con satisfacción.
—¿Echamos un vistazo, cabo?
Laredo se encogió de hombros.
—¿Para qué?
Tejada ya había previsto su respuesta.
—Se supone que hemos de conocer el barrio. Además, deberíamos llevar un registro de los chicos más mayores, que formarán grupos de jóvenes falangistas. Necesitaremos saber quiénes van a unirse al Movimiento.
Laredo gruñó. Una decisión típica de Tejada. La forma de pensar propia de los hombres con educación universitaria. La forma de pensar que le había permitido ascender. Laredo recelaba profundamente de ese tipo de ideas, pero Tejada era el sargento.
—Sí, señor.
Tejada llamó al timbre que había junto a la verja. Después de varios minutos, alguien salió del edificio principal y recorrió el camino hasta la puerta. Mucho antes de que recibieran ninguna indicación, los alumnos que estaban haciendo gimnasia en el patio advirtieron el silencioso escrutinio de los dos guardias civiles. Los gritos se redujeron a susurros, y los niños se agruparon alrededor de un hombre mayor que parecía un instructor de educación física bastante improbable. La pelota con la que habían estado jugando rodó hacia la verja. Se oyó un gemido.
Se produjeron murmullos y cuchicheos, y entonces el maestro fue a recoger la pelota. Al verlo de cerca, Tejada advirtió que no era tan mayor. En realidad tendría poco más de cincuenta años, aunque su leve cojera y su frágil aspecto lo avejentaban. El hombre recogió la pelota con movimientos torpes.
—Caballeros —murmuró, y enseguida dio media vuelta sin mirarlos a los ojos.
En ese momento, un chico de unos trece años se acercó a la verja y palideció al ver a la Guardia Civil.
—¿Han llamado al timbre, caballeros?
—Sí —respondió Tejada—. Nos gustaría hablar con el director.
—Si,sí, señor.
Los cerrojos se estremecieron cuando el chico los descorrió, acaso porque le temblaban las manos.
Una de las niñas pequeñas de la clase de gimnasia se echó a llorar mientras ellos cruzaban el patio. Alguien se apresuró a acallarla. El sargento observó al grupito de niños.
—Clases mixtas —observó con desaprobación—. Muy moderno.
Laredo volvió a rezongar, pero esta vez fue un gruñido de aquiescencia.
—Apenas se distinguen los niños de las niñas —reconoció—. Qué poco cristiano.
Su guía se volvió hacia ellos con las mejillas encendidas.
—¡Tenemos clases separadas a partir del tercer curso! ¡Ya verán como se distinguen!
Laredo y Tejada se miraron el uno al otro, y luego se volvieron hacia el chico, cuyo rostro pasó del rubor a la palidez.
—Cuando hables con un agente de la Guardia Civil, debes saludar, hijo —le advirtió Laredo suavemente.
Muy despacio, como si no le perteneciera, el niño levantó el brazo derecho. Su mano se sacudió unas cuantas veces y a continuación pareció agarrar el asa de una tetera invisible. Tejada enderezó amablemente el codo del chico y le extendió los dedos agarrotados. Los ojos del muchacho brillaron, de rabia o por las lágrimas contenidas.
—Eres joven —comentó el sargento—. Ya aprenderás. Para eso estamos aquí.
—Por suerte —murmuró Laredo.
Tejada sonrió, satisfecho. Si el cabo Laredo estaba convencido de la necesidad de esa visita, su tarea resultaría mucho más sencilla.
El chico no dijo nada más mientras los acompañaba por un pasillo hasta el despacho del director. La habitación contenía una mesa, un archivador y una silla. Eso era todo. Por lo visto el director del colegio Leopoldo Alas no precisaba de adornos innecesarios.
El director, el señor Herrera, si no exactamente satisfecho por la visita de los guardias, sí se mostró ansioso por parecer dispuesto a ayudarlos. Les proporcionó las listas de las clases de los niños mayores y permitió que Laredo las copiara. Mientras el cabo estaba ocupado con esta tarea, Tejada se volvió hacia Herrera.
Una cosa más, señor. ¿Es la señorita Fernández quien imparte las clases de segundo curso?
—Aunque el día era fresco, el director empezó a sudar.
—Sí, Elena Fernández trabaja aquí. ¿Por qué lo pregunta, agente?
—Quisiera hablar con ella un momento. No es nada grave, sólo voy a hacerle unas preguntas.
El señor Herrera ya estaba pálido antes. Al oír la última frase, su tez adquirió un tono ligeramente amarillento.
—Encontrará su aula subiendo las escaleras, a la derecha —explicó—. Es la número 102. Los niños se van a casa a almorzar a la una. Pero si prefiere verla ahora…
—Gracias. —Tejada se volvió hacia su compañero—. Qué coincidencia, Laredo. La semana pasada me topé con el nombre de la señorita Fernández, en relación con un incidente. Me gustaría aclarar un malentendido ahora, si no le importa. Cuando termine usted, me encontrará arriba.
—Muy bien, señor.
Laredo saludó y continuó copiando pacientemente los nombres y direcciones de los estudiantes en las páginas de una libreta que le había proporcionado el señor Herrera. Tejada se dispuso a salir del despacho.
—Ejem… —El director carraspeó desesperadamente—. ¿Piensa usted… quiero decir… debo ir buscando una maestra sustituta para esta tarde?
A pesar del rostro angustiado del hombre, y a pesar de que casi con toda seguridad era un rojo, Tejada recordó de pronto al teniente Ramos. Se echó a reír, lo cual no hizo más que aumentar la inquietud del señor Herrera.
—No creo que sea necesario. Ah, y un pequeño consejo, señor, si me lo permite. Observo que no tiene la bandera española en su despacho. Le recomiendo que busque una. Es muy importante inculcar el patriotismo en los jóvenes dando buen ejemplo.
—Por supuesto, por supuesto —farfulló el director—. Tenía una bandera, claro… pero fue…
—¿Quemada por los rojos? —sugirió Tejada, el recuerdo de su agobiado comandante seguía manteniendo su talante compasivo.
Examinó las paredes desnudas del despacho y advirtió varios rectángulos donde la pintura era claramente más brillante.
—Parece que ha perdido varios adornos de las paredes. ¿Una foto del Generalísimo Franco, tal vez? ¿La letra del Cara al Sol?
El señor Herrera tragó saliva, sin saber qué amplitud tenía la ruta de escape que le estaba dejando el guardia civil.
—Naturalmente… los sustituiré con… en fin, con la foto y… quiero decir, con otra foto y… lo que usted sugiere, señor guardia.
Tejada subió al aula 102, convencido de que el señor Herrera no causaría ningún problema. Al llegar a lo alto de las escaleras, vio una puerta abierta a la derecha y oyó una voz femenina.
—El conde Lucanor, siguiendo los consejos de Patronio…
Se detuvo ante la puerta y permitió que la voz concluyera su explicación. Entonces dio un paso al frente.
El aula cuadrada que contemplaron sus ojos albergaba a unos quince alumnos sentados en filas de pupitres destartalados, en una promiscua confusión de niños y niñas. Las paredes eran marrones, pero la pintura desconchada revelaba la blancura del yeso. Sin embargo, a diferencia del señor Herrera, la señorita Fernández consideraba que convenía decorarlas. Había dibujos infantiles colgados por toda la estancia, la mayoría con rótulos cuidadosamente escritos: «Ésta es mi casa», «Mi hermana mayor tiene los ojos castaños y se parece a mí». «Los alemanes bombardean Madrid». Una pared estaba ocupada por una pizarra en la que no había nada escrito.
La señorita Fernández se encontraba de pie en la parte delantera del aula, sujetando el libro que acababa de leer. Tejada, cuya impresión del colegio le había llevado a esperar otra militante como la mujer que encontró junto al cadáver de Paco, se sintió favorablemente sorprendido. La maestra iba vestida de forma intachable, con un vestido largo de un azul tan oscuro que parecía negro. Llevaba el pelo recogido en una cola oscura y brillante, que parecía demasiado larga para ir a la moda. Cuando la profesora se volvió hacia Tejada, el sargento calculó que tendría aproximadamente su misma edad. La mujer abrió mucho los ojos al reparar en su uniforme y en el fusil que llevaba al hombro, pero su voz se alzó más firme que la del señor Herrera cuando dijo:
—Buenos días. ¿En qué puedo ayudarlo?
La clase, advirtió Tejada, se había sumido en un silencio sepulcral. Escrutó los rostros de los alumnos, tratando de averiguar quién sería María Alejandra. Resultaba difícil: demasiados de ellos parecían haber quedado huérfanos hacía poco.
—¿Elena Fernández?
—¿Sí?
—He de hacerle algunas preguntas.
—Por supuesto.
La maestra se volvió hacia la clase.
—Seguid leyendo en silencio el siguiente cuento de El conde Lucanor. Vuelvo enseguida.
Tejada señaló el pasillo.
—¿Debo recoger mi abrigo? —preguntó ella en voz baja, para que no la oyeran los niños.
El sargento sintió un instante de involuntaria admiración hacia la señorita Fernández. Se comportaba con mayor serenidad que muchos hombres a los que había arrestado. O era muy valiente, o tenía la conciencia muy limpia. Además, si se había quedado en Madrid perteneciendo al bando nacional, probablemente recibiría una medalla al valor.
—No será necesario —respondió el sargento en el mismo tono.
Ella soltó un suspiro casi imperceptible y salió al pasillo.
Tejada cerró la puerta de la clase y siguió a la maestra.
—¿Reconoce esto?
Rebuscó en el bolsillo de su cinto y sacó el cuaderno manchado y arrugado.
En esta ocasión la mujer jadeó audiblemente y Tejada se temió que tal vez había subestimado su miedo. Por otro lado, la pregunta había sido inesperada.
—No sé —respondió ella al cabo de un instante.
Tejada alzó las cejas.
—¿No sabe si lo reconoce?
Ella lo miró y esbozó una mueca.
—Guardia, como probablemente imagina, todos los alumnos de este colegio utilizan esos cuadernos. No diré que reconozca ese cuaderno en particular, porque no es así, pero tampoco pienso pillarme los dedos diciendo que no tengo ni idea de quién es, cuando muy bien podría conocer a su propietario.
—Muy inteligente —comentó Tejada, sonriendo y tendiéndole la libreta—. Ábrala, mire a ver si el interior le resulta familiar.
Ella abrió el cuaderno y examinó inmediatamente el interior de la portada, buscando el nombre del propietario.
—Alejandra —dijo con voz inexpresiva—. Sí, es una de mis alumnas. ¿Dónde lo ha encontrado?
—¿Le sorprende? —El sargento evitó su pregunta.
—Que le interese el cuaderno de una niña, sí. —Pasó a la última página y sonrió con tristeza—. Veo que no ha hecho los deberes del viernes. ¿Me arrestarán por preguntar si todavía se halla en condición de hacerlos?
—Imagino que sería difícil, ya que no dispone del cuaderno —respondió Tejada—. Aparte de eso, lo ignoro. Nunca la he visto. —Vaciló un momento—. ¿Para quién son valiosos estos cuadernos?
—¿Valiosos? —La maestra se lo quedó mirando—. Sólo para los alumnos y sus familias, para nadie más.
—¿Sus familias? —repitió Tejada.
La señorita Fernández hizo un gesto de impaciencia.
—El papel está racionado, ya sabe. Cada niño recibe un cuaderno por semestre. Tienen que hacerlos durar lo máximo posible.
El sargento recuperó la libreta y se fijó en la última entrada. Todavía quedaban casi cincuenta páginas en blanco. Una sospecha creció en su interior, aunque no supo encontrarle sentido en ese momento.
—¿Y si se pierde un cuaderno? —sugirió—. ¿O si lo roban?
La señorita Fernández irguió la cabeza.
—Nosotros no nos robamos unos a otros.
Tejada prescindió del desafío implícito en sus palabras.
—Si se pierde, entonces.
La actitud de la maestra cambió.
—Sería un desastre, sobre todo para una familia pobre.
—¿Y la familia de María Alejandra? ¿Son pobres?
—Ahora todas las familias de nuestros alumnos son pobres. —La maestra inclinó la cabeza.
—Ésa no es una respuesta —apuntó Tejada, entornando los ojos.
—Es la mejor que puedo ofrecerle.
—¿Diría usted que la familia Palomino puede haberse dedicado a actividades políticas? —preguntó Tejada, cambiando bruscamente de tema—. ¿Algún motivo por el que sus padres evitaran llamar la atención ahora?
Se advertía cierto deje de amargo triunfo en la voz de la señorita Fernández cuando respondió:
—Creo que no tiene por qué preocuparse por sus familiares directos. El padre de Alejandra murió hace dos años.
—¿Era soldado?
La maestra se encogió de hombros. Tejada consideró la posibilidad de insistir un poco sobre el tema, pero decidió que probablemente habría un modo más fácil de obtener las respuestas que deseaba.
—Dígale a Alejandra que salga, por favor. Me gustaría hablar con ella.
—No —respondió con satisfacción la señorita Fernández—. Alejandra ha faltado a clase estos dos últimos días.
—¿No le parece eso sospechoso?
La señorita Fernández había perdido ya el miedo, o tal vez la paciencia.
—Hoy se hallan ausentes un tercio de mis alumnos. Cada día faltan tres o cuatro niños. Resfriados, fiebres, una muerte en la familia. Existen cientos de motivos para que se queden en casa. De modo que, respondiendo a su pregunta no, no me parece sospechoso.
Tejada calculó que la madre de María Alejandra había muerto casi con toda certeza hacía cuatro días, pero no vio ninguna necesidad de ofrecerle a la señorita Fernández una posible explicación para la ausencia de su alumna.
—¿Tendrá el señor Herrera en su despacho la dirección de María Alejandra?
—Probablemente.
—Gracias por su tiempo.
Tejada inclinó levemente la cabeza y apoyó la mano en el pomo de la puerta de la clase.
La maestra volvió a suspirar.
—¿Eso es todo?
—Sí. —Ahora le tocó a Tejada el turno de sorprenderse—. Sus alumnos deben de haber terminado ya la lectura.
—Bueno… sí. —La señorita Fernández sonrió ampliamente—. Sí, tiene usted razón. Yo… gracias, guardia.
Su alivio era palpable y tan intenso que el sargento se preguntó hasta qué punto había estado asustada. Le devolvió la sonrisa. Desde luego, esa mujer no era ninguna cobarde.
—En realidad soy sargento —la corrigió—. Me llamo Carlos Tejada. Y en cualquier caso le habría permitido que cogiera su abrigo, ¿sabe? —Le abrió la puerta.
—Muy amable por su parte. —El tono era sarcástico, pero su voz sonó casi amistosa—. Adiós, sargento Tejada.
Mientras bajaba por la escalera, oyó que la maestra decía en voz alta y clara, completamente distinta a la que había empleado durante su entrevista:
—Muy bien, los que hayáis terminado levantad la mano, por favor.
Tejada se reunió con el cabo Laredo, que casi había terminado de copiar la lista de la última clase, mientras el señor Herrera esperaba nervioso a su lado. El director se mostró encantado de mostrarle también las listas de la clase de segundo curso. Estaban admirablemente organizados, y Tejada encontró con facilidad la información que buscaba:
Palomino Llorente, M.ª Alejandra.
Contacto: Doña M.ª Carmen Llorente.
Calle Tres Peces, 25
—¿Sabe usted dónde queda la calle Tres Peces, señor Herrera? —preguntó Tejada mientras copiaba la dirección.
—Sólo muy vagamente, señor. —El director tragó saliva cuando advirtió que eso podía considerarse resistencia a la autoridad—. Está cerca de la calle Atocha, señor. Al sur, me parece. Es una buena caminata para los niños más pequeños, pero los enviaron aquí porque hemos seguido dando clase durante toda la guerra.
En la mente de Tejada se produjo un chasquido: el desagradable sonido de un cierre de seguridad al ser liberado. Cerca de Atocha. ¿Cerca de la calle Amor de Dios, que se encontraba al sur de Atocha, tal vez? Una niña que se viera obligada a dar «una caminata» para llegar a casa después del colegio probablemente elegiría el camino más corto. Y si alguien (o algo) la asustaba, era muy posible que dejara caer su cuaderno. ¿Un asesinato, tal vez?, pensó Tejada. Pero ¿por qué tomarse la molestia de recuperarlo? Lo más sencillo habría sido dejar la libreta donde estaba. Yo ni siquiera habría reparado en su existencia si hubiera hallado sin más el cadáver de Paco. Nadie relacionaría ambas cosas. Pero ¿y si Paco había encontrado el cuaderno? Habría localizado a María Alejandra con la misma facilidad que yo. ¿Y si creía saber algo sobre lo que ella había visto y quería hacerle algunas preguntas al respecto? ¿Algo importante como para correr el riesgo de matarlo a fin de asegurarse de que no informara de ello? El sargento empezó a sentirse satisfecho. Si habían matado al cabo López porque estaba a punto de descubrir una conspiración, había un excelente motivo para continuar la investigación sobre su muerte.
—Listo, mi sargento —dijo Laredo, interrumpiendo las cavilaciones de Tejada.
El señor Herrera, nervioso por el pensativo silencio del sargento, carraspeó.
—Si puedo serles de ayuda en alguna otra cosa, caballeros… ¿Quieren también una lista de mi personal? ¿Sus direcciones? Que yo sepa, ninguno de ellos tiene ninguna afiliación política, naturalmente, aunque ha sido difícil elegir al personal durante la guerra.
Tejada tuvo una súbita y desagradable visión de sí mismo derribando de una patada la puerta de Elena Fernández y pidiéndole que recogiera el abrigo. Estaba seguro de que la maestra se comportaría con más calma que su jefe en las mismas circunstancias. Miró con desprecio al señor Herrera.
—No será necesario, gracias. Confiamos en su criterio.