3
Gonzalo Llorente abrió los ojos y deseó estar muerto. Era difícil creer que menos de dos semanas antes se había sentido feliz al despertarse.
Una enfermera con una cofia blanca estaba inclinada sobre él. Le pareció que era la misma que le había traído un vaso de agua aquel primer lunes, cuando despertó empapado en sudor, sólo consciente de la sed que lo abrasaba. Ese día la enfermera no llevaba cofia.
—¿Está despierto, señor? —preguntó en tono amable y profesional—. Ha venido su hermana.
Aquel primer lunes, le había sonreído y le había dicho: «Enhorabuena, soldado. Parece que te has librado de una buena».
—Sí, gracias.
Hablaba con amabilidad porque Carmen estaba allí, y ella quería que se mostrara amable. No tutear a nadie. Sobrevivir. Había sido Carmen quien habló rápidamente de un defecto cardíaco congénito y de una enfermedad infantil al extraño médico que había aparecido tres días atrás. Fue Carmen, estaba seguro, quien había suplicado al personal: «No lo molesten mientras esté tan débil». Así que permaneció recuperándose hasta la tarde en que había aparecido el extraño médico y su siesta había sido interrumpida por el sonido de disparos en la plaza.
—¿Qué ocurre? —había preguntado entonces—. ¿Qué ocurre?
—Tranquilo, no es nada había respondido su hermana—, y tras mirar a la puerta había añadido: —No te preocupes. Ahora no hay nada que temer.
—Pero los disparos… —había protestado Gonzalo—. Si están luchando casa por casa…
Viviana le había tomado la mano.
—Se acabó, Gonzalo. Los carabineros ya se han marchado.
Él se la había quedado mirando, aturdido, preguntándose por un momento si se estaban burlando de él, fingiendo que se había producido un milagro, que la guerra había terminado. La guerra no podía terminar. La victoria era imposible, y la derrota, impensable. Seguro que la contienda continuaba.
—Los disparos… —había repetido Gonzalo.
—Ejecuciones —había contestado el médico—. Es necesario dar ejemplo, ya sabe. Tiene usted suerte —había continuado, al parecer cambiando de tema para referirse a la salud de Gonzalo—. La fiebre era muy alta.
Gonzalo no le había escuchado, sólo había prestado atención a los estampidos de los disparos. Allí tendido, contemplando el techo encalado, le abrumaba la sensación de que aún se hallaba en el frente. Una salva de disparos; muchos hombres gritando. Luego un breve silencio. A continuación más tiros. En el frente, los disparos sonaban entrecortados. Los hombres recargaban las armas lo más rápidamente posible, y el ritmo era tan errático como el oleaje en una playa. Viviana seguía sentada a su lado, sosteniéndole la mano, y él había advertido vagamente que llevaba un vestido, que el médico se dirigía a ella como «señora» y se refería a «la enfermedad de su marido». Cada vez que los sonidos de los disparos se filtraban por las ventanas, ella le apretaba un poco más la mano y se estremecía. Carmen había dicho algo sobre que mejorara pronto para volver a casa. El médico le había preguntado cómo se sentía y él respondió que bien, sólo un poco cansado. ¿Era eso normal?
El doctor le había tranquilizado al respecto. Carmen había comentado lo contenta que se pondría Aleja cuando lo viera.
—Todos los días pregunta por el tío Gonzalo.
El medico había comentado que se estaba recuperando bien; Gonzalo y la patria iniciarían juntos un nuevo comienzo. Acordaron que volvería a casa ese mismo sábado. Los médicos y las enfermeras habían estado presentes durante cada visita. No había tenido ocasión de hablar con Viviana a solas, de preguntarle qué estaba ocurriendo en realidad, y si sabía qué le había sucedido a Manuel, a Jorge, a Pilar.
Trató de alegrarse porque ese mismo día regresaba a casa. Podría hablar con Viviana y por fin averiguaría qué había estado ocurriendo. Pero ¿por qué necesitaba hablar un muerto, o saber qué sucedía? En un acto de amor, o quizá de egoísmo, Carmen había procurado salvarlo, pero ahora Gonzalo era un muerto, por más que ella intentara protegerlo. Preferiría haber caído en la plaza, con los compañeros. No resultaba fácil pretender que seguía con vida mientras esperaba a que la Guardia Civil lo detuviera. Carmen se hallaba con él en ese momento, ofreciéndole ropas, ropas de paisano, que le habían pertenecido antes de la guerra.
Gonzalo permitió que Carmen se encargara de las formalidades burocráticas en el hospital y de dar las gracias al personal. Después de tanto tiempo, el simple hecho de caminar requirió concentración. De buen grado se habría desplomado en el umbral, pero Carmen lo guiaba firmemente con una mano, arrastrando una bolsa con la otra, hasta que salieron por la puerta y recorrieron la Gran Vía.
Con interés superficial, casi académico, Gonzalo contempló a los guardias civiles que flanqueaban la calle. La mayoría permanecía de pie en las aceras, regulando (u obstruyendo) el tráfico peatonal. Algunos parecían estar trabajando con cables. Uno se asomaba por la ventana de un segundo piso en una postura poco digna, al parecer instalando un altavoz en la fachada del edificio. Ninguno de ellos le prestó la menor atención. Sin embargo, Gonzalo sabía que era sólo cuestión de tiempo. El cielo parecía identificarse con su estado de ánimo. Estaba gris y nublado, como si considerara que no merecía la pena tomarse la molestia de llover.
Gonzalo advirtió que Carmen le hablaba. Había hablado casi sin parar desde que salieron del hospital, con el tono agudo y chirriante de una gramola que suena demasiado rápido. Gonzalo se preguntó si estaría preocupada por algo, aunque no se le ocurría cuál podía ser el problema. Después de todo, estaba muerto.
—¿Cómo está Aleja? —preguntó, más que nada por interrumpirla.
—Aleja. —La voz de Carmen se apagó—. Aleja está… bien, gracias a Dios.
—¿La has dejado con Viviana? —prosiguió Gonzalo, sin mostrar auténtico interés.
—Viviana…
Por un instante su hermana también pareció muerta, pero enseguida se recuperó.
—Aleja quiso a Viviana desde el primer momento, ¿sabes? De verdad. En cambio yo dudaba, y eso que fue una bendición para mí mientras estuviste enfermo. ¡Y siempre tan buena con Aleja! No me daba cuenta del tesoro que tenía. ¿Sabes? Cuando salimos del hospital el miércoles, Viviana me comentó que seguramente tendríais que casaros. Dijo que no sabía qué pensarías tú al respecto, pero me comentó que ella estaba dispuesta a pasar por la Iglesia si ésa era la única manera de estar contigo. Te quería mucho, ¿sabes? Estaba loca por ti.
Pese a hallarse aturdido, Gonzalo advirtió algo raro en la forma de hablar de su hermana, no obstante tardó un rato en comprender de qué se trataba. Entonces cayó en la cuenta. No empleaba bien los tiempos verbales. Se preguntó si se debía a un defecto de narración. En ese caso, una sencilla corrección sería lo más adecuado. Lo intentó.
—No había pensado en el matrimonio. Pero, sí, supongo que será necesario discutirlo, si eso es lo que ella quiere.
El amable recordatorio de la existencia del tiempo presente no surtió el efecto deseado.
—Lo siento muchísimo, Gonzalo —susurró Carmen—. Yo… no debes echarle la culpa a Aleja.
El repique de unas campanas distrajo fugazmente a Gonzalo. Era mediodía. Las campanas de las iglesias tocaban por toda la ciudad. Gonzalo advirtió que el sonido procedía también de los altavoces instalados a lo largo de la calle. Los guardias debían de haberlos conectado para emitir las campanadas de las iglesias.
—¿De que no debo culparla? —preguntó Gonzalo, cuando fue posible hablar sin gritar.
—Perdió su cuaderno. —Carmen se había echado a llorar—. Viviana fue a buscarlo, y… debió de toparse con la Guardia Civil. Me he enterado esta mañana. Lo siento, Gonzalo.
—¿La han detenido?
No le extrañaba. Ahora sólo faltaba que los soldados se lo llevaran también a él. Cansado, Gonzalo consideró si merecería la pena levantar el puño cuando lo fusilaran.
—Manuela la encontró esta mañana.
Carmen contemplaba la acera, acaso porque el pavimento era irregular y debía guiar los pasos de su hermano, o quizá porque quería evitar su mirada.
—Estaba delante de la casa de los Arce. Manuela comentó que ayer por la noche se oyó un disparo. Eso debió de ser. Se asomó y vio a unos guardias, así que prefirió no salir.
—¿Me estás diciendo que ha muerto?
En una ocasión, a Gonzalo se le habían congelado los dedos de los pies. Recordó el intenso dolor que experimentó cuando recuperó la sensibilidad. En ese momento era como si todo su cuerpo se recuperara de la congelación, y de pronto comprendió por qué la gente moría en las ventiscas. No era porque tuvieran frío y se quedaran dormidos, sino porque volver a la vida resultaba demasiado doloroso.
Si Viviana hubiera sido detenida, juzgada, condenada y finalmente ejecutada, lo habría asumido. Pero no podía haber muerto ya, sin ningún tipo de advertencia. Su hermana le apoyó la mano en el brazo, y él advirtió tenuemente que sin su guía habría tropezado y caído. Carmen siguió hablando:
—Según Manuela, todo ocurrió muy rápido. No la hicieron sufrir ni… ni nada. Fue una ejecución limpia, Gonzalo.
Las palabras parecían agua fría para los pies helados. Se mezclaron con una voz interior que decía: «Una muerte propia de un soldado. No es peor que haber muerto en la plaza. No puedes creer todas las historias que has oído sobre lo que les hacen a las mujeres capturadas. Bueno, estaba lo de Mercedes, pero eso fue una excepción. Aquí no estamos en el frente. No pueden violar a una muchacha a plena luz del día en las calles de Madrid». Los altavoces emitieron un chirrido y Gonzalo advirtió que habían permanecido mudos durante unos instantes.
«Españoles, habla Su Excelencia, el Generalísimo Franco», dijo una vocecita, y entonces se produjo un estallido de estática que bien podía obedecer a una ovación frenética.
—¿Por qué? —preguntó Gonzalo entre susurros. Los altavoces siseaban y chirriaban mientras anunciaban la llegada de la paz y la prosperidad, congratulándose por el glorioso destino de la nación.
—Había un guardia civil muerto en la calle —respondió Carmen en voz baja—. Por lo visto supusieron que ella había tenido algo que ver.
Gonzalo habría querido llorar, o vomitar, o mejor aún, golpear algo. Se concentró en seguir caminando, aunque cada paso resonaba en su cabeza. Viviana ha muerto. Viviana ha muerto.
Doblaron una esquina para salir de la Gran Vía, pero se encontraron con que el camino estaba bloqueado.
—Querrán ustedes escuchar el final del discurso del Generalísimo —dijo un guardia civil que empuñaba un fusil. Era una afirmación, no una pregunta.
Permanecieron allí mismo, escuchando un discurso tan distorsionado por los altavoces que resultaba casi imposible entender las palabras. Cuando otros tantos estallidos de estática indicaron más aplausos, los guardias civiles gritaron al unísono:
—¡Viva Franco! ¡Arriba España!
Unos cuantos culatazos con los fusiles indicaron a la gente de la Gran Vía cómo debía actuar.
—¡Viva! —El eco se alzó en la calle como un suspiro—. Viva, viva.
Vivi. Gonzalo susurró el diminutivo roncamente, incapaz de creer que ya nunca más le respondería. — Oh, Vivi.
El resto de la tarde transcurrió como entre una densa niebla. De algún modo, Carmen lo llevó a casa y le advirtió que no se acostara en la cama plegable instalada tras la cortina del salón. Ese día las funerarias estaban cerradas para celebrar el anuncio de la paz, y no habían encontrado ningún ataúd. Tuvieron que dejar a Viviana en aquel camastro, cubierta con una sábana. Gonzalo la retiró un instante y fue consciente de la obscenidad de las palabras de consuelo de su hermana: «No la hicieron sufrir».
Esa noche, ovillado en el sofá, su cerebro empezó a pensar con claridad por primera vez en varios días. Sus razones para seguir viviendo corrían parejas a las probabilidades de que lo lograra. Tarde o temprano un vecino acabaría denunciándolo. O la Guardia Civil revisaría la lista de los carabineros y advertiría que él había sido hospitalizado por una herida y que en realidad la fiebre había sido causada por una infección. Podía quedarse allí, con Carmen y Aleja, y sin Viviana, esperando a que la Guardia Civil llegara para rectificar ese error. Podía acercarse al primer guardia que encontrara en la calle, gritar: «¡Viva la República!», y morir con el puño en alto. O podía pasarse el tiempo que le quedaba buscando al hombre que había asesinado a Viviana. Acabar con un guardia no supondría la menor diferencia ni empeoraría su situación. Carmen había dicho que había un guardia muerto junto a ella. Sólo uno, y ellos siempre salían en parejas.
Así pues, empieza por el hombre asesinado. Encuentra a su compañero, y ése será el hombre al que buscas.