23
Ciudadanos a la derecha, por favor. Ciudadanos a la derecha. Todos los pasajeros con visado extranjero a la derecha. A la izquierda, señor, por favor. A gauche.
Gonzalo no entendía las palabras, pero el gesto del guardia fue inequívoco y enseguida dedujo el significado de las dos colas. La de la derecha bajaba con lentitud pero ininterrumpidamente por la pasarela, y estaba constituida por personas que saludaban a los amigos y gritaban incomprensiblemente en inglés. Los que eran colocados a la izquierda deambulaban por cubierta o se sentaban sobre el equipaje, con aspecto desorientado, molesto o inquieto. Gonzalo, cuyo equipaje consistía en una sola maleta de lona con regalos de miembros de la Asociación de Amigos de la República Española, se apoyó en la barandilla y contempló el desembarco de los afortunados propietarios de los pasaportes azules, que se perdieron entre la multitud que los esperaba en el muelle.
Gonzalo miró más allá de las aguas verdosas en las que el barco se mecía con suavidad, hacia el suelo inconfundiblemente seco y sólido que se extendía a unos pocos metros de distancia. Resultaba difícil creer que al cabo de unas horas tal vez pisara de nuevo tierra firme. Apartó la mirada antes de que la esperanza fuera demasiado intensa. Un recodo en el río ocultaba la bahía. Gonzalo había subido a cubierta al amanecer, junto con la mayor parte de los pasajeros, para ver la Estatua de la Libertad cuando pasaron junto a ella. La antorcha de la estatua brillaba al sol naciente sujeta por un puño cerrado eternamente alzado. Gonzalo parpadeó, bostezó, se pellizcó para asegurarse de que no soñaba. La silueta de Nueva York se recortó en las aguas con sorprendente brusquedad, demasiado extraña para resultar hermosa, o real siquiera. Gonzalo se había preguntado si algún efecto de la luz hacía que los edificios parecieran más grises de lo que eran en realidad. Ahora, al contemplarlos a la luz del dorado sol de septiembre, vio que el color de los edificios no tenía nada de extraño. Pensó que habrían debido ser verdes, porque le recordaron la Ciudad Esmeralda de Oz, de un libro que le gustaba mucho a Aleja.
El aire alrededor de Gonzalo vibraba de tensión. Vio con cierto desapego que se iban formando colas y unos hombres de uniforme iban pasando de un pasajero a otro, inspeccionando la documentación y el equipaje. Varios viajeros ingleses discutían en voz alta con los inspectores en su propio idioma. Los americanos se mostraban corteses con los británicos y más impacientes con los franceses, quienes no se molestaban en traducir su desagrado. A nadie le gustaba tener que pasar por la aduana, pero Gonzalo advirtió que los inspectores parecían permitir que la gente bajara del barco.
En los últimos meses transcurridos se había convertido en un observador perspicaz, ya que se había visto obligado a conseguir cualquier tipo de información fijándose en lo que ocurría. A bordo del vapor que hacía la travesía entre Londres y Nueva York no había ningún pasajero que supiera español. Gonzalo, que había estado mareado la mayor parte del viaje, no había hablado con nadie desde que se despidió de sus benefactores en Londres. Todavía lo trataban como si fuera un paquete postal. Bien envuelto, y enviado de una ciudad a otra a portes debidos, pensó tristemente, y entonces se reprochó ser tan desagradecido. A esas personas que lo habían tratado como a un paquete les debía la vida. Después de permanecer escondido en la embajada inglesa durante una semana, consiguieron trasladarlo a Francia con un paquete de valija diplomática. Desde allí tomó un barco hacia Londres, donde lo recibió una delegación de la Asociación de Amigos de la República Española. Fueron ellos quienes recolectaron dinero para su pasaje a Nueva York. Lo habían hecho con la mejor intención. No podían saber lo terrible que era estar mareado y solo, sin nadie que comprendiera tu miseria.
—Your papers, sir. Vos papiers, s’il vous plait.
La voz devolvió de golpe a Gonzalo a la realidad. Un hombre con un uniforme azul oscuro extendía la mano con expresión de impaciencia.
Gonzalo se apresuró a entregarle el visado. El hombre lo miró y a continuación frunció el ceño, observándolo con más atención.
—¿Puedo ver su pasaporte, por favor? —preguntó, en su idioma.
Gonzalo supuso que le estaba pidiendo más información, aunque no tenía claro de qué tipo.
—I… I’m sorry. I don’t understand.
Había aprendido las palabras durante su breve estancia en Londres, y le habían resultado de gran utilidad.
—Passeport. Parlez-vous français?
—No. —Gonzalo negó con la cabeza—. Lo siento.
De hecho, había entendido a la perfección la petición del guardia, pero no sabía cómo explicar que no tenía pasaporte, ni por qué carecía de este documento.
El americano dejó escapar un exabrupto incomprensible e intentó comunicarse mediante gestos, hablando en inglés a voz en grito y muy despacio.
—Mire, espere aquí, por favor. Espere. Aquí.
Se volvió, todavía con el visado de Gonzalo, y cruzó la cubierta para reunirse con otro hombre uniformado. Los inspectores departieron rápidamente durante unos momentos. Entonces uno de ellos llamó a un tercero. Gonzalo los observó y fue consciente de que empezaba a sudar.
Los tres hombres se acercaron a Gonzalo.
—No hablo español. —Era el tercer hombre, y parecía molesto.
—Vamos, Tony, es lo menos que podemos hacer —insistió el inspector más mayor.
—Ok, ok. Ummm… Voi siete di Spagna? —Para sorpresa de Gonzalo, le formuló la pregunta en italiano.
—Sí.
—Spagnole della Repubblica?
Gonzalo sintió que el suelo se abría bajo sus pies. No era la mejor pregunta para responderla en italiano. Mientras aún vacilaba, se produjo una disputa en inglés. Un hombre pelirrojo, vestido con un arrugado traje marrón, subía por la pasarela, discutiendo en voz alta con los agentes de aduanas.
—Mire, no habla inglés. Me necesitará para… ¡Allí está! ¡Eh, Gonzalo! ¡Gonzalo! ¡Viva la República!
Mientras Gonzalo dirigía una mirada de horror hacia ese lugar, el joven alzó el puño al aire, prácticamente ante las narices del hostil inspector de aduanas. Indeciso, Gonzalo levantó una mano en respuesta, considerando que la pregunta en italiano del guardia acababa de ser respondida.
Los interrogadores de Gonzalo se volvieron para saludar al recién llegado.
—¿Y usted quién es? —inquirió el guardia que hablaba francés, el que había abordado a Gonzalo en primer lugar.
—Michael McCormick, señor. —El pelirrojo extendió la mano—. Voy a apoyar la petición de ciudadanía de este caballero.
Los agentes de aduanas se inclinaron de nuevo sobre el visado de Gonzalo y dialogaron. Michael sonrió y dirigió un guiño a Gonzalo.
—¿Habla usted español? —preguntó el guardia más veterano.
—Sí, por supuesto. ¿Oyes, Gonzalo? ¡Quieren saber si hablo español!
Mike McCormick seguía sonriendo como una novia. Gonzalo le devolvió la sonrisa, más aliviado de lo que era capaz de expresar al oír hablar en su lengua materna, y sinceramente agradecido a Miguel por ser tan amable como para ir traduciendo.
—¿Podría preguntarle a mister Lo-ren-te —el agente de aduanas se esforzó por pronunciar el apellido extranjero— quién le pagó el pasaje?
—Claro.
Mike tradujo la pregunta y la respuesta algo sorprendida de Gonzalo.
—¿Y qué piensa hacer en Estados Unidos?
—Buscar trabajo, supongo. No quiero ser una carga.
—Buena respuesta. —Mike asintió y tradujo.
Los agentes de aduanas también se mostraron de acuerdo. Las siguientes preguntas fueron rápidas y hasta cierto punto intrascendentes. Entonces Mike se echó al hombro la maleta de Gonzalo y lo guió hacia la pasarela, hablando un español rápido y de extraño acento.
—Joder, cuánto me alegro de verte, Gonzalo. Cuando recibí tu carta de Londres, casi me muero de la sorpresa. Cuidado, no te caigas.
Gonzalo había dado un leve traspiés cuando llegó al muelle, incapaz de acostumbrarse a la tierra firme después de tantos días en el mar.
—Siento mucho lo de Pedro —continuó Mike—. Me escribió cuando yo estaba en Barcelona, ¿tú sabes? Aún tengo la carta. ¿Quieres verla? No, no necesitamos un taxi. Podemos caminar hasta la estación, tu maleta pesa poco. Come on.
Gonzalo siguió al americano y salieron del ruidoso hangar que rodeaba el muelle, al caos de automóviles.
—¿Siempre hay tantos coches? —preguntó.
—Sí, siempre. Estamos en el cruce de la Duodécima Avenida con la calle Veintitrés. Vamos a la Octava con la calle Treinta y cuatro.
—¿Las calles no tienen nombre?
—No, en Manhattan no. Bueno. No… mierda, no sé la palabra, no uptown. No en el norte.
Mike interpretó la expresión desconcertada de Gonzalo y le dio una palmada en el hombro con la mano libre.
—Lo sé, camarada. No es la calle Tres Peces. Pero no es tan malo, really. Enseguida te acostumbrarás.
Gonzalo asintió y siguió sus pasos. Mientras se encaminaban hacia el este, Mike bajó la voz y dijo:
—Escucha, cuando recibí tu carta, traté de hacer averiguaciones sobre Carmen.
—¿Sí? —Gonzalo trató de no albergar demasiadas esperanzas.
—Bueno, no estoy seguro de nada —se disculpó Mike—, pero según el State Department hay una tal María del Carmen Llorente de Palomino en Granada.
—¿En Granada? —repitió Gonzalo, y negó con la cabeza—. Entonces ha de ser otra mujer.
—Sí, yo pensé lo mismo —reconoció el americano—. Pero tengo un amigo que trabaja para la Cruz Roja, y él tiene conocidos en Suiza con contactos en España… Bueno, es una larga historia, pero parece que también han encontrado una Aleja Palomino en Granada. Y eso sí que ya me parece más raro, porque mi amigo dice que esta niñita va a una escuela de monjas, y eso no parece demasiado probable, pero si Carmen está allí…
—¡Qué me dices! —exclamó Gonzalo en voz baja.
—Esto es todo lo que he averiguado —explicó Mike ansiosamente—. Esta Carmen Llorente de Granada se dedica a servir. Por lo visto trabaja de criada para una familia rica. No sé el nombre. ¿Se te ocurre alguien, Gonzalo? ¿Para quién trabajaba en Madrid?
—Para los Del Valle —respondió Gonzalo sin pensar—. Pero seguro que son otros.
—Entonces, ¿sabes quiénes son?
Gonzalo respiró hondo.
—Tengo una leve idea —dijo lentamente—. Pero ni siquiera conozco el nombre. Es una larga historia.
Habían llegado a la esquina de la Octava Avenida con la calle Veintitrés. Mike contempló a su protegido y descubrió que tenía mala cara.
—¿Por qué no paramos a tomar un café? Podemos coger el metro luego y después cambiar al tren.
Gonzalo asintió, todavía sumido en sus cavilaciones, y permitió que Mike lo condujera hasta la cafetería de la esquina.
—Mira, el metro… está aquí —explicó Mike, señalando una escalera rematada por un globo verdoso, que a Gonzalo le pareció singularmente feo—. Nos deja justo en la estación del tren. Es una estación preciosa, Gonzalo. Tan bonita como Atocha. Te gustará.
Mike advirtió que estaba hablando demasiado, pero la expresión ausente de Gonzalo lo ponía nervioso. Intercambiar unas cuantas palabras en inglés como el hombre del mostrador le pareció un alivio. Al recordar la costumbre española de tomar una copiosa comida a mediodía, el americano pidió café y unos sándwiches gargantuescos para él y su invitado. Sentado cómodamente en un reservado, rodeado de brillante linóleo azul y blanco, Mike inspeccionó a Gonzalo. Para su alivio, el veterano español parecía ya más animado.
—El viaje habrá sido duro —comentó.
—Sí. —Gonzalo apreciaba la amabilidad de Mike, pero se sentía demasiado abrumado para responder en ese momento—. Ya te contaré más tarde, en privado.
—Claro —accedió Mike. Sonrió, dispuesto a bromear con Gonzalo—. Estos últimos días llegué a temer que tu barco se hundiera.
Gonzalo le devolvió la sonrisa.
—¡Eso era lo único que a mí no me preocupaba!
—Ah, estás demasiado acostumbrado a la guerra. Seguro que todos los demás viajeros sí que estaban preocupados.
Gonzalo vio que Mike sólo bromeaba a medias.
—¿Por qué? ¿Quién querría hundir el barco?
El americano se quedó boquiabierto, exponiendo a las miradas ajenas una considerable cantidad de beicon, lechuga y tomate.
—¿No lo sabes? ¡Dios mío, Gonzalo, si podrías estar en el fondo del mar! ¿No te enteraste de las noticias a bordo?
—Hemos viajado de Londres a Nueva York —explicó Gonzalo, en tono de disculpa—. Todas las noticias estaban en inglés. Y no conocía a nadie.
—Por Dios, Gonzalo, creía… yo… ¡Joder! Hitler invadió Polonia hace cuatro días. Alemania e Inglaterra han entrado en guerra. Y Francia e Italia también, por sus alianzas.
Para Gonzalo, el estrépito de los platos se convirtió de repente en un simple ruido de fondo.
—¿Y España? —preguntó con urgencia.
—Neutral. —Mike negó con la cabeza—. Al menos de momento. Pero ahí lo tienes, Gonzalo. Si Alemania e Italia están en guerra, es sólo cuestión de tiempo antes de que Franco se una a ellos. Y entonces, cuando los ingleses y los franceses tengan que combatirlo… —Sonrió y cerró un puño ante su plato—. Viva la República.
—Eres un optimista. —El tono revelaba desánimo, pero una sonrisa asomó en los labios de Gonzalo.
—Es un optimismo muy extraño, eso de desear la guerra. —Por un momento Michael McCormick habló en serio, como un veterano. Entonces su ansiedad juvenil regresó y volvió a sonreír—. ¡Pero habrás de admitir que es una oportunidad de oro!
—Es un poco repentino —dijo Ramos no muy decidido—. Pero es una oportunidad de oro.
—Se la merece usted, señor —respondió Tejada, con aparente sinceridad.
Ramos se estiró las mangas del nuevo uniforme.
—Me siento un poco culpable —confesó—. Como si me aprovechara de la desgracia de otra persona.
—En absoluto —lo tranquilizó Tejada—. Usted no fue responsable del accidente.
—Ya —convino su comandante—. Supongo que si hay algún culpable, ése es el maldito idiota que era inspector de edificios cuando los rojos estaban en el poder.
—En realidad la culpa no es de nadie —puntualizó Tejada con voz tranquila, a pesar de que falseaba por completo la verdad. De hecho, había necesitado casi tres meses para orquestar el accidente fatal del difunto capitán Morales.
La idea se le había ocurrido mientras patrullaba con el cabo Torres. El continuo interés del cabo por los tejados había llevado por fin a Tejada a preguntarse hasta qué punto eran seguros los remates de piedra que adornaban la parte superior de las fachadas. Seguro que, después de los años de bombardeo, era posible que se desprendieran un par de fragmentos y cayeran sobre los peatones. Otro mes de cuidadosa observación de las costumbres e itinerarios del capitán, así como de los edificios bajo los que pasaba, le dieron al sargento toda la información que necesitaba. Una calurosa tarde de agosto, los habitantes de un desvencijado edificio en uno de los barrios menos recomendables despertaron de la siesta con el estrépito de los ladrillos caídos. No tardaron en descubrir a un guardia civil muerto bajo los escombros. El burdel de aquella calle fue discretamente clausurado durante la investigación. Los vecinos no recordaban haber visto al capitán Morales antes. Las autoridades sellaron el edificio y lo declararon inseguro. Los puestos de la Guardia Civil de Madrid ondearon sus banderas a media asta y celebraron un funeral en memoria de un oficial ejemplar.
Al cabo de unas semanas, el teniente Ramos recibió la notificación de que había sido ascendido a capitán y que iba a ser trasladado al puesto de Alcalá. En ese momento, en su despacho de Manzanares, rodeado de pilas de cajas y con la mesa desacostumbradamente despejada, parecía algo cohibido.
—Supongo que tiene usted razón —admitió—. Gracias.
—De nada, capitán. —A Tejada le divertía ver cómo se elevaban las comisuras de los labios de Ramos cada vez que oía su nuevo rango.
—Oh, Tejada. —Ramos se apoyó en la mesa, y el mueble se tambaleó.
—¿Mi capitán?
—Cuando llegó este despacho le recomendé para un ascenso. Me temo que esta vez no cuajó. En cualquier caso, quería que lo supiera.
—Gracias, mi capitán —dijo Tejada, conmovido—. Es muy amable de su parte.
—En absoluto —contestó Ramos, rodeando la mesa y extendiendo la mano—. Ha sido un placer trabajar con usted. Para serle sincero, creo que el único motivo por el que no aceptaron mi sugerencia fue por ese asunto con Llorente.
—Sí, mi capitán. —Tejada se mantuvo inexpresivo.
—Quiero que sepa que lo entiendo perfectamente. Les dije que había circunstancias atenuantes. Por conducto extraoficial, desde luego. Así que no creo que eso perjudique sus perspectivas de futuro de manera permanente.
—Gracias, mi capitán.
—Bueno. —Ramos sonrió—. Todos somos humanos y en ocasiones cometemos errores. No deberían ser irremediables.
—No, mi capitán —reconoció Tejada con tristeza, siguiendo a su superior hacia la salida—. No deberían ser irremediables.