22
Gonzalo yacía en el suelo de la celda, contemplando la oscuridad. Había estado confinado en tantos lugares reducidos últimamente que la situación empezaba a convertirse en una experiencia familiar. Tarde o temprano la puerta se abriría y sucedería algo desagradable. Le había faltado tan poco… No había advertido cuánto deseaba vivir hasta el momento en que lo esposaron. Se había concentrado en vengar a Viviana porque pensaba que no existía ninguna esperanza. Y justo entonces, Juan e Isabel le ofrecieron una oportunidad, y por unos gloriosos momentos llegó a imaginar que lo conseguiría. «Intenta aguantar durante veinticuatro horas». Ellos le habían dado esperanzas. Lo menos que podía ofrecerles a cambio era tiempo.
Aún era posible. Habían transcurrido doce horas desde su detención y todavía no se había venido abajo. Lo habían conducido en dirección al río y casi se echó a reír cuando reconoció el puesto de Manzanares y oyó las palabras del oficial al mando.
—¿Todo va según lo planeado, sargento?
—Sí, señor.
El sargento saludó y Gonzalo observó fijamente al hombre alto y esbelto, memorizando cada rasgo y la cadencia de aquella voz serena, preguntándose si no estaría contemplando al asesino de Viviana. Una idea enfermiza.
El mismo hombre lo había interrogado un poco después. Para sorpresa de Gonzalo, el sargento no empleó la fuerza. Se había mostrado brusco e incluso despectivo, pero en ningún momento lo agredió. Cuando regresó al cabo de unos minutos, se mostró mucho más tratable y parecía casi suplicante.
—Escucha, Llorente —empezó con voz suave—. Sé que estás buscando al hombre que mató a Viviana. Yo… demonios, si estuviera en tu lugar, seguramente habría hecho lo mismo. La cuestión es que tu hermana murió porque estaba en el sitio equivocado en el momento equivocado, y alguien pensó que era culpable de asesinato. Así que quien cometió realmente ese crimen tiene parte de culpa, ¿no?
Gonzalo observó al sargento con disgusto. ¿Cómo era posible que ese hombre apelara a su sentido de la moral? El sargento continuó hablando con considerable vehemencia:
—Voy a ser sincero contigo, Llorente: el que apretó el gatillo fue un hombre de paja, en más de un sentido. De todas formas, creo que he encontrado al responsable… al verdadero responsable.
—Y yo también. —La náusea que atenazó a Gonzalo fue más fuerte que su decisión de permanecer en silencio.
—¡Serás imbécil! —El sargento perdió la paciencia—. ¿Piensas apearte del burro antes de que alguien te ponga la soga al cuello? He descubierto al hijo de puta que mató a Paco y que indirectamente causó la muerte de la miliciana, y puedo ir a por él. ¡Sólo necesito una confirmación por tu parte! Además, si no hablas ahora más tarde te las verás con otros que no serán tan amables como yo. ¿Qué pasa? ¿Eres demasiado tonto para entenderlo, palurdo de mierda?
—Es posible —respondió Gonzalo, consiguiendo que las palabras sonaran casi indiferentes. Le extrañaba que los guardias no lo hubieran torturado ya. Tal vez querían doblegarlo con la amenaza que gravitaba sobre él. Idiotas. A estas alturas ya sabía que la espera no era lo peor del combate.
El sargento se marchó y por una vez la puerta se cerró de golpe no para impresionar al prisionero con una sensación de condena final, sino para aliviar a su captor de un ataque de rabia. Gonzalo oyó la voz del guardia civil, todavía irritada.
Muy bien, entréguenselo a Meléndez y que le pregunte por los documentos falsos. Ésa es nuestra principal prioridad. Prescindan de todo lo demás: no son más que señuelos.
Gonzalo sonrió. «Sólo quiero saber lo de Paco López…» y una mierda, pensó, orgulloso de haber detectado el truco. En ese momento lo asaltó una oleada de miedo al comprender que el verdadero interrogatorio estaba por llegar.
La paliza fue hasta cierto punto soportable hasta que descubrieron la cicatriz y alguien tuvo la brillante idea de golpearlo en el estómago. Después de la primera hora, Gonzalo abandonó su orgullo y lloró. «Veinticuatro horas». Se aferró a esas palabras sumido en la neblina del dolor. Sólo durante veinticuatro horas. Se esforzó por oír los relojes dando la hora, por saber cuánto más tendría que aguantar, pero alguien había detenido el tiempo igual que los pies se petrifican sobre el suelo cuando se tiene la pesadilla de que te persigue un ser invisible. ¿No habrían transcurrido ya las veinticuatro horas? No, imposible.
—No, no lo sé. No, no lo sé.
Aguanta veinticuatro horas.
—No sé, no sé, no sé, no.
Y entonces, justo cuando empezaba a temer que iba a desmoronarse, la inconsciencia abrió sus amables brazos y lo envolvió en ellos.
Cuando recuperó el sentido estaba tendido de espaldas y cualquier movimiento le resultaba doloroso. Al principio permaneció quieto: le aterraba que advirtieran que estaba despierto y empezaran a interrogarlo otra vez. Luego comprendió que se encontraba solo en la oscuridad. En algún lugar del exterior un reloj empezó a dar la hora. Tan… tan… tan… Contó once antes de que las campanas enmudecieran. Veinticuatro horas. Ya habían pasado casi doce. Se quedaría inmóvil, fingiendo que no había recuperado el conocimiento. Sin duda ellos esperarían hasta la mañana. Y seguro que lo soportaría unas cuantas horas más. Las lágrimas cayeron deslizándose hacia las sienes. Le dolía todo el cuerpo.
Le habían quitado el abrigo y el suelo de piedra estaba frío, pero cualquier movimiento suponía un esfuerzo excesivo. Un ataque de tos lo sacudió y notó el sabor de la bilis y la sangre. Permaneció quieto, agradecido por cada momento que iba pasando, temiendo que de alguna manera consiguieran detener de nuevo el tiempo. Creía haber alcanzado una victoria relativa cuando oyó que el reloj daba la medianoche, aunque no estaba seguro de haber contado las campanadas correctamente. Tal vez eran sólo las once. Quizá seguían siendo las once, y así sería para siempre, y las veinticuatro horas nunca llegarían a pasar. Tosió de nuevo y una flema ensangrentada le manchó la barbilla abajo. Le dolía la cabeza, como le había pasado cuando la herida se le infectó y empezó a tener fiebre. El alegre y breve tañido cuando el reloj dio la una se le antojó demasiado bueno para ser cierto. Terminó tan rápidamente que Gonzalo se preguntó si no lo habría imaginado.
Todavía trataba de decidir si los oídos no le estarían jugando una mala pasada cuando la puerta de la celda volvió a abrirse. Esta vez sucedió con rapidez, sin la menor advertencia del guardia, sin que mediara ninguna palabra. Una bota le golpeó las costillas. Contra su voluntad, Gonzalo gimió.
—Bien —dijo una voz tranquilamente—. Ahora ya estás despierto.
Se produjo un chasquido y una linterna eléctrica iluminó la oscuridad. El haz de luz recorrió el cuerpo tendido de Gonzalo, inspeccionándolo. El prisionero no distinguió quién empuñaba la linterna.
—Levántate.
Gonzalo reconoció la voz. Era el hombre que lo había interrogado la primera vez.
—No puedo.
—Tonterías.
El haz de luz barrió la celda de forma incontrolada mientras el guardia se inclinaba sobre Gonzalo y le obligaba a incorporarse. No fue demasiado amable y Gonzalo gimió.
—Cállate, si no quieres que te amordace —ordenó, tajante.
Gonzalo notó que le ponían los brazos a la espalda y luego los ataban. Oh, Dios, pensó, recordando de pronto las historias que había oído en el frente. Colgado de las muñecas no. Han pasado sólo doce horas, o tal vez trece… Los hombros dislocados no, por favor, Dios… Gonzalo mantenía los ojos abiertos, inútilmente enfocados en el brillante punto de luz donde la linterna iluminaba la pared, cuando sin previo aviso le colocaron una venda que lo cegó.
—Vamos.
Gonzalo notó que su captor lo agarraba por el codo y lo conducía por un pasillo. Caminó a ciegas, tropezando y chocando contra las paredes, mientras el guardia civil lo guiaba por la prisión.
—Aquí hay escalones.
Si Tejada no hubiera sujetado a Gonzalo por el codo, la advertencia habría llegado demasiado tarde.
Atravesaron varias puertas. Gonzalo, con los ojos vendados y aturdido, no comprendía su itinerario hasta que una puerta se abrió y sintió la fría brisa en el rostro. Oyó el silbido del viento y el suelo empedrado bajo los pies, muy distinto a las losas de la prisión. ¿Un pelotón de fusilamiento?, pensó. Aunque todavía no ha amanecido, ¿no? He aguantado. Gracias a Dios, si es un pelotón de fusilamiento, he aguantado. El sargento lo empujó de nuevo hacia delante. Gonzalo tropezó y se golpeó las espinillas con algo. Casi agradeció el tropezón. Ese inconveniente menor lo distrajo de sus dolores más graves.
—Sube —ordenó el guardia con voz inexpresiva.
—¿Que suba? —repitió Gonzalo estúpidamente.
El hombre no malgastó más palabras. En cambio, Gonzalo oyó que se abría una puerta y entonces sintió que lo levantaban sosteniéndolo por debajo de los sobacos y lo colocaban en un asiento. El guardia alzó las piernas de Gonzalo y las hizo girar de lado justo antes de que se oyera un portazo. Gonzalo advirtió que estaba sentado en una especie de furgoneta. Los ruidos se repitieron, mientras el guardia ocupaba el asiento del conductor.
Gonzalo cayó hacia atrás en el momento en que el guardia soltó el embrague y el vehículo cobró vida. Se concentró unos momentos en mantener el equilibrio, y cuando lo hubo conseguido, lo lamentó: eso significaba que disponía de tiempo para pensar en lo que estaba sucediendo.
—¿Adónde vamos? —preguntó, porque le daba más miedo seguir en la ignorancia.
—A dar una vuelta —respondió el guardia.
Pese al dolor y la confusión, Gonzalo advirtió la ironía.
—Eres el sargento, ¿verdad? El que mató a Viviana.
Se produjo una larga pausa.
—Sí.
—Y ahora vas a matarme a mí.
Otra pausa.
—Es mejor que lo que te espera allí.
Gonzalo era demasiado orgulloso para admitir que el sargento tal vez se hallaba en lo cierto.
—Puedo soportar las palizas —replicó.
El sargento se rió en voz baja. El sonido casi se confundió con el ronroneo del motor.
—Si se tratara sólo de una paliza, Llorente, ni me molestaría: porque te la mereces. Pero he presenciado el trabajo de los profesionales. Créeme, será mejor así.
Algo penetró en la bruma de miedo y angustia de Gonzalo.
—No estás obedeciendo órdenes —concluyó. Cayó hacia un lado cuando el camión giró bruscamente a la derecha. Todavía no había recibido ninguna respuesta cuando se enderezó—. ¿Por qué?
Durante un rato, Gonzalo supuso que no iba a contestarle. No obstante, al cabo de un tiempo el conductor dijo sin apremio:
—Porque cometí un error con el asesino de Paco. Y tú me ayudaste a averiguarlo.
—Viviana… ¿fue un error? —Gonzalo se atragantó.
—No me refería a tu hermana.
—No era mi hermana. —Gonzalo habló sin pensar.
—Oh. Tu amante, entonces. —La palabra le dejó un regusto amargo—. Pero no me refería a eso. Me ayudaste a encontrar ese número de teléfono.
—Claro, y ahora conseguiré una bonita recompensa por ello —observó Gonzalo mientras la camionetas giraba de nuevo a la derecha.
El sargento ignoró el sarcasmo.
—Bueno, tu… Viviana también fue un error. Aparte de que ya he conocido a casi toda tu familia, creo. Así que considero que esto es lo mejor. —Redujo un poco la velocidad y añadió—: Prepárate. Viene una curva.
Gonzalo guardó silencio, pues no se le ocurría nada más que decir. Fue Tejada quien interrumpió el zumbido constante del motor.
—Tu sobrina Alejandra me contó que a Paco lo mató un hombre «corpulento», vestido de guardia civil. No comprendí lo que significaba hasta que vi el número de teléfono de Morales.
—¿El número de quién? —preguntó Gonzalo, momentáneamente distraído.
—El capitán Morales, el jefe del puesto de Alcalá —explicó Tejada—. Un hombre muy competente y un oficial muy respetado.
El sargento tamborileó sobre el volante con los dedos y luego continuó hablando.
—Hablé con el sargento del puesto esta tarde. Morales ha ascendido rápido. Recibió el mando del puesto de Alcalá después de haber descubierto en su último destino a una banda que robaba raciones. Los castigó públicamente, también. ¡Y fue tan modesto con su propia experiencia capturando ladrones que recurrió al teniente Ramos para que uno de sus hombres llevara a cabo una investigación cuando aquí empezaron a desaparecer cosas!
Gonzalo se extrañó al advertir la rabia contenida con que hablaba el sargento.
—¿Estás diciendo que las robaba él?
—Pues no sólo eso —prosiguió Tejada con amargura—. Ha elaborado todo un sistema. Convence a sus subordinados de modo que siempre dispone de alguien que cargue con el muerto, y encima se lleva el mérito por acabar con la corrupción. Lo malo fue que Paco no quiso seguirle el juego, así que decidió eliminarlo y eligió a un idiota sin experiencia para que investigara los robos de provisiones. ¡Y si era el bobo que ya había ejecutado a alguien por el asesinato de Paco, tanto mejor!
—¿A qué te refieres con eso de que Paco no quiso seguirle el juego? —preguntó Gonzalo, olvidando toda cautela.
—Creo que Paco intentaba descubrir el chanchullo —replicó Tejada—. Morales lo amenazó con… bueno, no es asunto tuyo, pero Morales lo amenazó con algo que no era cierto. Así que Paco siguió adelante con su investigación. Deduzco que en cuanto terminó la guerra decidió que iba a acudir a los superiores. ¡Paco era honrado, maldición! ¡No importa lo que digas de él! —La voz del sargento se alzó ahora claramente por encima del motor.
—Yo no he dicho nada —recalcó Gonzalo. Le dolía la cabeza, y la tentación de zaherir a su captor fue más fuerte que la prudencia—. Morales amenazó con descubrir que Paco era comunista, ¿no?
—¡Paco no era ningún rojo! —El sargento escupió las palabras—. Estaba intentando ocultar la identidad de una muchacha, así que hizo algo estúpido y pretendió que tenía una foto suya cuando en realidad no era ella. ¡Pero eso es todo!
—¿Quién te ha informado de eso? —exclamó Gonzalo, preguntándose cómo había descubierto Morales el engaño. Probablemente había sido la mayor inspiración de Paco. Una de las mentiras demasiado elaboradas que, según Isabel, lo convertían en un pésimo espía.
—El subordinado de Morales —replicó Tejada, ausente—. También está en el ajo, naturalmente, aunque sospecho que se halla bajo algún tipo de coacción. No quiso revelarme con qué lo está chantajeando. Le acojona pensar que Morales lo mande eliminar o le eche el muerto encima. Trató de advertirme de que la chica de la foto no era lo importante, pero es tan incompetente que el muy cabrito sólo consiguió que sospechara de él.
Gonzalo comprendió no sin tristeza que acababa de conseguir toda la información que le habían pedido Juan e Isabel. Por lo visto el capitán Morales había deducido la identidad de Isabel, pero había empleado la información para otros propósitos. Era una lástima que no pudiera ponerse en contacto con ellos.
—Supongo que ese sargento tampoco es comunista —aventuró.
—¿No me has oído? ¡Paco no era ningún rojo! —replicó Tejada. Al recordar su conversación con Rota y la fotografía, añadió, reacio—: ¿Lo era? —Su voz suplicaba una respuesta negativa.
—No —respondió Gonzalo, quien por motivos que no alcanzaba a discernir se alegraba de poder decir la verdad—. Era uno de los vuestros.
—Lo sabía. —Tejada suspiró. Ahora hablaba para sí—. Es posible que cometiera un error, pero Paco amaba a España. Nunca habría hecho nada que perjudicara a su patria.
—¿Por qué me cuentas esto? —preguntó Gonzalo, deseando ver la cara del otro hombre.
—Porque… —Tejada hizo una pausa y reflexionó. Comprendió de pronto por qué a veces los prisioneros confesaban incluso sin amenazas. Deseaba hablar—. Porque eres un público seguro —admitió.
Gonzalo tosió violentamente, presa de las náuseas, y se preguntó si no tendría alguna costilla rota.
—¿Callado como un muerto? —jadeó, cuando pudo volver a hablar.
El guardia civil bufó.
—Más o menos. Además, averiguaste que Paco se hallaba implicado en el estraperlo. Es justo que sepas por qué.
A Gonzalo le resultó extraño que todavía le interesaran cuestiones ya intrascendentes, por más que sabía que al cabo de unos minutos estaría muerto.
—¿Cómo supiste que yo lo había descubierto? —preguntó, ya que no tenía nada que perder.
—Detuve al estraperlista que abordaste la semana pasada contestó Tejada sin ambages. —Así me enteré también de la existencia de Báez.
—Buen trabajo.
—Pura suerte —corrigió el sargento—. Estaba siguiendo una pista equivocada y me tropecé con él. —Hizo una pausa y se detuvo en una señal de tráfico que Gonzalo no veía—. Lo he fastidiado casi todo en esta investigación —añadió, apesadumbrado.
Gonzalo no le contradijo. El vehículo continuó avanzando durante un rato y el prisionero se preguntó de nuevo adónde se dirigían. Al campo, probablemente. Era el sitio donde solían abandonar los cadáveres.
—¿Qué les dirás de mí? —preguntó.
—El asesinato de Paco es oficialmente un caso cerrado —respondió Tejada, incapaz de contener una sonrisa—. Pero el teniente sabe que era amigo mío. Si le cuento que descubrí que tú eres el culpable y que te saqué porque quería interrogarte personalmente, lo comprenderá. Se sentirá molesto, desde luego, porque nos interesa descubrir dónde obtuviste la documentación falsa, pero le explicaré que te golpeé un poco más fuerte de la cuenta o que estabas más débil de lo que creía. Esas cosas pasan.
—¡Joder! —exclamó Gonzalo—. ¡Podrían llevarte a un consejo de guerra!
Tejada negó con la cabeza, olvidando que su prisionero tenía los ojos vendados.
—Eso sólo ocurriría si te dejara escapar. Ya he considerado la idea, pero es imposible que llegues a la frontera, y no me atrae la posibilidad de mirar cara a cara a un pelotón de fusilamiento.
—¿Por qué es todo esto tan importante para ti? —preguntó Gonzalo cuando el camión giró y luego aceleró.
Tras un rato de silencio, Gonzalo llegó a pensar que no recibiría ninguna respuesta. Justo entonces oyó decir al conductor:
—Eres un rojo. No lo entenderías.
—Inténtalo.
—Ya te lo he dicho… te lo debo. Y no me gusta deberle nada a nadie.
—Eso de la deuda es lo que más me cuesta comprender.
Para sorpresa de ambos hombres, la voz de Gonzalo casi sonaba divertida.
Tejada se echó a reír.
—Entiéndelo, es lo mejor, dadas las circunstancias. Intentaré que liberen pronto a tu hermana. La arrestaron por ocultarte, así que ahora ya no tendremos nada contra ella.
—Muchísimas gracias. —Gonzalo pretendió que sus palabras fueran irónicas, pero en cambio sonaron sinceras.
—Por quien lo siento de verdad es por Aleja —prosiguió el sargento—. Todo este asunto ha de haber sido muy duro para ella. Y no es culpa suya que toda su familia sea roja.
—Ni que tú mataras a su tía —recalcó Gonzalo.
—Vete al carajo, Llorente. —Las palabras quedaron ahogadas por el rechinar de las marchas.
—Y a su tío —murmuró Gonzalo de manera experimental, regodeándose en la idea. Le resultaba difícil imaginar que estaba muerto. En principio, eso significaría que varias partes de su cuerpo dejarían de dolerle.
Tejada prescindió deliberadamente de sus palabras.
—Sí, Carmen debería ser liberada pronto —añadió—. Pero a veces el proceso lleva tiempo y en este momento estamos saturados de trabajo. Estaba pensando… estaba pensando que la espera no será buena para Aleja.
—Claro —reconoció Gonzalo. Saber que no estaría allí para ver a Aleja le permitía contextualizar la muerte, imaginarla más real, y permanente.
—Pensaba… —Tejada volvió a tamborilear el volante con los pulgares—. Pensaba enviarla a Granada. La hija mayor de mi hermano va allí al colegio del convento del Sagrado Corazón. Estoy seguro de que las monjas aceptarían también a Aleja. Luego, la familia de mi hermano podría alojarla los fines de semana y durante las vacaciones.
—¡Ni hablar!
Al advertir la repulsa de Gonzalo, el sargento se sobresaltó.
—Su padre está muerto —adujo—. Y tú no estarás para cuidarla. Recibiría una buena educación y no la señalarían por ser hija de un rojo.
—¡Basura! —Gonzalo se atragantó de nuevo y se retorció en su asiento, maldiciendo su impotencia y su incapacidad de expresar la furia que lo atenazaba—. ¿Cómo te atreves, sabiendo lo que significa para Carmen?
—¿Prefieres que se muera de hambre en la calle? —preguntó Tejada—. Te aseguro que no será fácil encontrar trabajo a una ex presidiaria con un hermano ejecutado. Y… —esbozó una mueca despectiva—. Creía que la educación de Aleja era importante para vosotros.
—¡Pues sí, prefiero que se muera de hambre en la calle a saber que vosotros la enseñaréis! —susurró Gonzalo.
Tejada volvió a negar con la cabeza.
—Nunca comprenderé a los rojos.
El hombre era sincero, pensó Gonzalo. No entendía qué tenía de malo apartar a Aleja de todo lo que quería. Él también tenía una sobrina, y sin duda habría gritado a los cuatro vientos que los seguidores de Satanás la estaban secuestrando si la hubieran inscrito en una escuela laica; sin embargo hacía eso mismo con Aleja y consideraba que era una amabilidad por su parte.
—Yo tampoco os comprendo —dijo, y de repente su furia quedó disuelta por la tristeza.
—Era sólo una idea. —El sargento se sentía ofendido—. Creí que te sentirías aliviado.
—Me sorprende que no hayas traído a un cura —recalcó Gonzalo con sarcasmo.
El sargento volvió a reírse.
—No creo que lo necesites, ni que lo apreciaras. ¿Debería haberlo buscado?
—No, gracias.
Gonzalo advirtió que estaba sonriendo, y se extrañó. ¿Cómo era posible que estuviera allí, sentado en la oscuridad, charlando con el asesino de Viviana y el suyo propio?
—Qué conversación más rara —dijo en voz alta.
—Pues sí —reconoció Tejada. Durante un momento, su mente regresó a Elena—. Quizás es más fácil expresarse a oscuras.
—Cuando no ves la cara del interlocutor —coincidió Gonzalo, quien seguía preguntándose adónde planeaba llevarlo el sargento.
—Supongo que por eso los confesionarios están a oscuras —aventuró Tejada—. Cuidado. Vamos a girar.
El camión viró a la derecha, y Gonzalo, al oscilar para mantener el equilibrio, chocó contra el hombro del sargento. Tejada enderezó al prisionero con una mano.
—«La noche se puso íntima como una pequeña plaza» —citó Gonzalo.
—Sí. —El sargento dirigió una rápida mirada de sorpresa al perfil de su prisionero, preguntándose de qué conocía el verso Llorente—. Sí, una buena descripción. Excepto que yo no estoy borracho —añadió, y entonces advirtió que acaso Llorente no conocía el poema entero, y por tanto perdería la referencia.
Gonzalo volvió rápidamente la cabeza hacia la voz del guardia civil, un gesto que la venda volvía inútil.
—¡No me digas que has leído a Lorca! —exclamó.
—¿Quieres decir que tú sí? —dijo Tejada, incrédulo.
—Por supuesto. Toda la obra de Federico estaba en la biblioteca del sindicato. —Gonzalo alzó la barbilla, para reivindicar al poeta.
—Mis primos vivían en la misma calle de sus padres —explicó Tejada—. Lo vi unas cuantas veces, de niño.
Gonzalo se quedó boquiabierto.
—Pero ¿lo has leído? —preguntó, desconcertado.
—Sí, por supuesto. Bueno, su primera obra. Hay partes del Poema del cante jondo que son preciosas. Una lástima que luego le diera por esa basura surrealista. —Tejada tenía pocas opiniones sobre poesía, pero eran inamovibles.
—¿Así que te gusta el Romance de la Guardia Civil española? —sugirió Gonzalo, con malicia.
Tejada esbozó una mueca.
—Basura comunista. En cambio siempre me ha gustado Preciosa y el aire.
—Nunca habría imaginado que eras tan sentimental.
—Siempre me ha gustado Preciosa y el aire —repitió Tejada, con cierto énfasis. Frenó bruscamente y Gonzalo resbaló hacia delante, preguntándose con tristeza si habían llegado al final de su viaje.
—Fue el mejor poeta de su generación —dijo el miliciano, algo desafiante.
—En efecto.
—Y vosotros lo matasteis.
—Un lamentable error. En la guerra se producen accidentes. —Tejada estaba ocupado con el embrague.
—¿Otro error como el de Viviana? —preguntó Gonzalo—. ¿Cuántos más te permitirás, sargento?
—Vete a la mierda.
Las marchas rechinaban, en parte porque las manos de Tejada temblaban. El vehículo se detuvo con un sobresalto.
—Siento no disponer de más tiempo para charlar de poesía contigo, Llorente. Pero hemos llegado.
—¿Adónde?
—A donde tú te bajas.
El motor se apagó y sólo se percibió el chasquido de la puerta al abrirse y cerrarse. Gonzalo permaneció sentado, tenso, intentando asumir la inminencia de la muerte. Oyó que se abría la puerta de su lado de la camioneta, y el guardia civil tiró de él y le obligó a apearse.
—Atrás —ordenó el sargento en voz baja, y Gonzalo sintió algo que podría haber sido el cañón de un fusil contra su pecho. Tropezó al retroceder y descubrió que el suelo no era de tierra. Estaban aún en una carretera pavimentada. Qué extraño, considerando el largo recorrido que habían hecho.
—Puñetero rojo —dijo Tejada—. Paco valía por diez de vosotros. ¡Diez! ¡Y él murió y tú sigues aquí! ¡Y no mereces estarlo! ¡Comunista traidor!
La voz del sargento se elevaba más y más. Gonzalo sintió el fusil golpearlo ligeramente en el pecho otra vez. Retrocedió tambaleándose unos cuantos pasos y notó que sus hombros contactaban con una pared. Ya está, pensó. Pero aguantaré. «Viva la República, aguantaré».
—¡Comunista! —gritó Tejada otra vez—. ¡Habría que purgar España de todos vosotros! ¡No te mereces respirar aire español! ¡Rojo! ¡Comunista!
Había una nota histérica en la voz del sargento, y Gonzalo se preguntó qué había sido de su fugaz camaradería.
—¡Sucio comunista!
Todo sucedió de manera muy repentina. En un momento, Gonzalo fue obligado a retroceder contra la pared, mientras el guardia civil gritaba insultos, y al siguiente la presión sobre sus omóplatos desapareció, y una mano a su espalda tiró de él. Entonces oyó el suave golpe de una puerta al cerrarse y los gritos de Tejada quedaron apagados. Alguien le quitó la venda.
—¿Eres miembro del partido? —susurró un hombre.
Gonzalo parpadeó estúpidamente. Después de tantas horas sumido en absoluta oscuridad, la linterna que iluminaba sus ojos parecía tan brillante como el sol. Contempló las sombras del suelo y advirtió que se hallaba en una especie de vestíbulo.
—¿Eres miembro del partido? —preguntó de nuevo el hombre, con cierta urgencia. Tenía un fuerte acento, que aplanaba y acentuaba las vocales. ¿Alemán?, pensó Gonzalo, con un atisbo de miedo. Fuera, el guardia civil seguía gritando. A continuación se produjeron unos disparos ante la puerta.
Gonzalo se volvió hacia su rescatador.
—Yo… sí, supongo, pero tiene que dejarme salir, señor. Es un guardia civil. Echará la puerta abajo si es preciso.
—No, no puedes. —El extranjero hablaba con absoluta confianza—. Por favor, date la vuelta.
Con gesto solícito, indicó a Gonzalo que diera la vuelta y empezó a soltar los nudos que ataban las manos del miliciano.
Sonaron más disparos.
—Camarada, gracias —dijo Gonzalo con premura—. Veo que eres extranjero, pero en España ahora, incluso los extranjeros…
—¡No estamos en España! —El marcado acento del extranjero adquirió un tono altivo—. Esto es la Embajada Británica.
Gonzalo dio media vuelta y miró al hombre.
—Pero… ¿quién… cómo…?
El hombre sonrió y se dio un golpecito en la nariz, un gesto que las sombras proyectadas por la linterna volvieron grotesco.
—Es un poco irregular, camarada. Pero creo que podremos concederte asilo. Si retorcemos… no, no se dice así… si estiramos un poco las reglas.
Mientras Gonzalo lo miraba, incapaz de controlar sus propias especulaciones, oyó el sonido del motor de una furgoneta que arrancaba y luego se perdía en la noche.
—Ya está —dijo el hombre con satisfacción—. El guardia civil se ha ido.
—¿Cómo sabías que yo estaría aquí?
El hombre volvió a darse un golpecito en la nariz.
—Un soplo. La embajada es neutral. Pero algunos de los que trabajamos aquí somos simpatizantes.
—Un soplo —repitió Gonzalo—. Pero ¿quién…?
—Creo que el nombre que dijo fue Paco López —confió el inglés.
Gonzalo tenía ya las manos libres. Se las llevó lentamente a la boca, mientras fragmentos de su conversación con el sargento revoloteaban en su cerebro como el confeti de un desfile: «Siento no disponer de más tiempo para charlar de poesía contigo, Llorente… Siempre me ha gustado Preciosa y el aire».
—Paco López —susurró, mientras los últimos sonidos de la camioneta se perdían en la distancia. Y entonces, bajo la preocupada mirada del inglés, se apoyó contra la puerta de la embajada y se echó a reír hasta que se le saltaron las lágrimas.