CAPITULO 21

21

Tejada permanecía sentado ante su mesa, contemplando el número de teléfono que había conseguido apenas una hora antes gracias a Gonzalo Llorente. Se sentía como si se hubiera pasado la mayor parte del fin de semana observando estúpidamente una serie de cuestiones sin llegar a ninguna conclusión.

Dedicó buena parte de la noche del viernes y casi todo el sábado a examinar la fotografía de Ginger Rogers que Jiménez había identificado tan fácilmente, preguntándose si sería tan sólo el inocente recuerdo de una afición compartida por el cine o si Paco había pretendido que confundieran a la actriz con Isabel. Por otra parte, si la foto era un señuelo deliberado, ¿por qué era tan importante mantener en secreto la identidad de Isabel?

Después de unos momentos de confusión, mientras Jiménez lo observaba ansioso, el sargento recordó el propósito de su visita y le entregó las galletas a Alejandra. Entonces, con todo el tacto de que fue capaz, le preguntó por el guardia civil que había visto pasar junto al cadáver de Paco.

—¿Era un hombre delgado? ¿Con los hombros encorvados, y la espalda torcida?

Aleja se mostró cautelosa y vacilante, pero cuando Jiménez por fin la conminó a hablar, decepcionó a Tejada. Sólo había visto las piernas del hombre, le parecieron robustas, como las de un luchador. No eran delgadas ni torcidas. Además el hombre canturreaba. Tejada controló su irritación y se recordó que para una niña hambrienta incluso alguien tan delgado como Rota podría parecer «robusto». Le dio las gracias a Aleja, le ofreció más galletas, y a continuación la llevó a la prisión de Cuatro Caminos para devolvérsela a su madre.

Cuando Carmen y Alejandra se reunieron de nuevo, se mostraron locas de contento. Sin embargo, al ver a aquella demacrada mujer acunando la cabeza magullada de su hija, se sintió extrañamente reacio a abandonar a Aleja. Era evidente que la prisión se encontraba abarrotada. En la celda de Carmen varias mujeres sollozaban y gemían, y en las otras celdas se oían maldiciones y canciones subversivas. No parecía un entorno adecuado para una niña, sobre todo teniendo en cuenta que estaba herida.

—¿Tiene usted familia, señora Llorente? —preguntó. Entonces, al recordar que había matado a su hermana y que su hermano estaba oculto, añadió—: Quiero decir, familia que esté viva y libre.

La mujer negó en silencio. Tejada se sintió incómodo.

—¿Hay alguien que pudiera ocuparse de su hija? En fin, este sitio no… no es muy recomendable para ella. No me importaría llevársela…

Carmen negó de nuevo con la cabeza y Tejada comprendió desalentado que probablemente la mujer temía que la pregunta escondiera una segunda intención.

—Bueno… —añadió con cierta torpeza—. Espero que encuentren pronto a Llorente. Quiero decir, espero que la liberen pronto. Y que Alejandra se recupere rápido. Adiós, Aleja —añadió, pero la niña estaba de espaldas a él—. Gracias por tu ayuda.

Al regresar de la prisión realizó un nuevo intento de ayudar a Alejandra, pese a lo que le dictaba la prudencia. Las calles parecían muy diferentes a la luz del día, pero tras una búsqueda cuidadosa encontró el que creía era el edificio donde había dejado a Elena la noche anterior. Respiró hondo y llamó a la puerta de la calle, preguntándose si Elena respondería, qué haría él si lo hacía, y si se trataba siquiera del edificio correcto. Nadie respondió a su llamada. Esperó unos minutos y, no sin alguna vacilación, volvió a llamar. Estaba a punto de marcharse ya cuando una ventana del primer piso se abrió y una mujer se asomó.

—¿Busca a alguien, señor guardia?

Tejada se dio media vuelta y titubeó, súbitamente consciente de que los vecinos de Elena acaso malinterpretarían sus motivos para desear hablar con ella. Sin embargo, después de haber ido hasta allí, no le quedaba más remedio que decir algo.

—¿Vive aquí una joven apellidada Fernández? —preguntó.

La mujer frunció el ceño.

—No se encuentra en casa.

Si Tejada no hubiera estado tan ansioso por acabar con la situación, habría advertido que la respuesta había sido precipitada.

—Cuando llegue, ¿podría darle un mensaje, por favor? —dijo, con gran alivio.

—Desde luego, señor.

La mujer aguardó, expectante. Sin embargo, Tejada no tardó en comprender que cualquier mensaje verbal resultaría imposiblemente complicado.

—¿Tiene un lápiz?

La ventana se cerró con un crujido y unos instantes después la mujer apareció en la puerta, con lápiz y papel. El sargento se situó a la sombra del portal y se apoyó en la pared para escribir, incómodamente consciente de la última vez que había estado aquí. Escribió con rapidez, reflexionando mientras doblaba la nota que le había salido torcida, un defecto imposible de corregir dadas las circunstancias. Después de dar apresuradamente las gracias a la mujer, corrió de vuelta a su oficina, para continuar mirando la foto.

Conocía la dedicatoria de memoria. «Querido, aquí tienes tu “recuerdo de una época feliz”. Con amor, Isabel». ¿Quién era Isabel? ¿Cómo la había conocido Paco? Los preparativos para la captura de Báez el domingo le permitieron distraerse un poco, pero Tejada no había acabado de ocupar su puesto tras la vieja tumba cuando su mente se enfrascó en su enigma favorito. ¿Quién era Isabel? ¿Estaba implicada también en el estraperlo? El sargento Rota ha negado conocerla, pensó Tejada. ¿Cómo encaja Rota en esto? ¿Y cómo voy a demostrar que encaja? Tal vez Báez sea la clave. En cualquier caso, ¿cuál es la identidad de Isabel?

Tejada tal vez habría experimentado cierto consuelo de haber sabido que las palabras que había escrito atormentaban a Elena tanto como las de Isabel lo atribulaban a él. Después de cerrar la puerta, la señora Rodríguez subió corriendo las escaleras hasta la habitación del tercer piso que alquilaba la joven maestra, desdoblando la nota del sargento mientras lo hacía. En otras condiciones no se le habría ocurrido leer el correo de nadie, eso sí que no. Sin embargo, por muy maestra que fuera, la señorita Fernández era una mujer joven, y la señora Rodríguez se sentía responsable hasta cierto punto de su respetabilidad. Además, la Guardia Civil era indicio seguro de problemas. A la señora Rodríguez le caía bien la maestra, pero si la nota contenía proposiciones o amenazas, se vería obligada a pedirle que se marchara. En los tiempos que corrían, nadie podía permitirse el lujo de consentir este tipo de situaciones.

La casera respiraba agitadamente, algo más que sorprendida, cuando llegó a la habitación de Elena. Llamó una vez a la puerta, por guardar las formas, y a continuación entró. Elena estaba de rodillas junto al tocador, haciendo una maleta.

—Un guardia civil ha venido a buscarla —anunció la señora Rodríguez sin más preámbulos.

Elena palideció.

—Dígale que no estoy.

—Ya lo he hecho. Ha dejado una nota.

La señora Rodríguez le entregó el papel, que había vuelto a doblar con cuidado. Elena no se levantó: se limitó a extender automáticamente una mano para cogerlo. La casera se marchó con discreción mientras su inquilina desplegaba la carta y empezaba a leerla. La señora Rodríguez ya había decidido, para su alivio, que la misiva no contenía ningún indicio de que Elena se hallara en conflictos morales o políticos. Sin embargo, dado que el contenido inspiraba más preguntas que respuestas, decidió quedarse en el rellano. Se sorprendió sobremanera al oír lo que parecían sollozos apagados, y repasó mentalmente el contenido de la carta que había leído con tanta prisa.

Lamento molestarte, pero no sabía a quién recurrir. Alejandra Palomino se encuentra retenida en Cuatro Caminos, junto a su madre. No hay nadie de su familia que pueda atenderla, y sería muy amable por tu parte si accedieras a cuidarla hasta que liberen a su madre. La cárcel está abarrotada y no les importará si te la llevas. Cabe esperar que no sea por mucho tiempo.

Carlos Tejada

El primer impulso de Elena tras leer la carta fue maldecir a su autor por motivos que no acertaba a determinar. Su segundo pensamiento, más racional, fue ir a buscar a Aleja, tal como sugería la carta. Sin embargo, llevaba toda la mañana haciendo la maleta, y su deseo de escapar de la ciudad y regresar con sus padres no menguó con el incómodo recordatorio de que el sargento Tejada podía encontrarla fácilmente si se quedaba. El instinto de conservación luchó con la compasión que le inspiraba Aleja y con el irracional deseo de actuar en consonancia con la buena opinión que el sargento tenía de ella. Cuidar de la niña no le resultaría difícil, ahora que carecía de empleo, pero alimentarla supondría un problema. Si sólo son unos días…, pensó Elena. Me quedaría lo necesario en la ciudad. Aunque él dice que espera que no sea por mucho tiempo… ¿y quién sabe a qué período se refiere? Le pareció que sería una crueldad irresponsable llevarse consigo a Aleja a Salamanca, porque sin duda Carmen esperaba encontrar a su hija al salir de la cárcel. Por otra parte, si los días se convertían en semanas, o meses, y se veía obligada a buscar comida para Aleja además de para ella en Madrid… Carlos la ayudaría, supuso Elena. ¿A cambio de qué?, respondió su yo más crítico.

Elena se quedó contemplando el papel, deseando que las frases aparentemente inocuas le ofrecieran alguna pista sobre las verdaderas intenciones del sargento. De hecho, casi lamentaba no haberlo visto en persona para juzgarlo mejor. Finalmente, después de muchos titubeos y unas cuantas lágrimas, terminó de hacer las maletas y se dirigió a la estafeta de correos para enviar una carta: «Querida mamá, espero que todo vaya bien en Salamanca. Aquí las cosas están un poco difíciles. Por favor, envíame un giro con dinero de Burgos para un billete de tren, cuanto antes. Espero que todos estéis bien. Os quiero, Elena». A continuación regresó a su cuarto, a esperar un dinero que sin duda no llegaría tan rápido como deseaba. Como se pasaba la mayor parte de tiempo en casa, durmiendo o ayunando, tenía poco que hacer excepto pensar en cómo le había fallado a Alejandra y releer la nota de Tejada. El sábado por la mañana le había parecido que el sargento se burlaba de ella con su arrogante confianza. Ese mismo sábado por la tarde la carta no era más que un reproche al poner de manifiesto que dependía de su altruismo.

El Domingo de Resurrección por la mañana, a la misma hora en que el propio Tejada se preguntaba quién era esa tal Isabel y por qué había entregado a Paco una foto de Ginger Rogers, Elena se cuestionaba si, después de todo, no le convendría contactar con él para tratar del tema de Aleja. Para cuando Tejada hubo detenido ya al tío de la niña, Elena ya había descartado la idea por considerarla inútil y probablemente una tontería. No obstante, mientras que la triste preocupación de Elena por la nota del sargento y por su incapacidad de atenderla como hubiera querido se prolongó durante varios días más, Tejada tuvo la ventaja de encontrar una distracción más inmediata a sus meditaciones sobre Isabel.

Báez entró en el cementerio a eso de mediodía, tal como había informado el prisionero. Tejada estaba a punto de dar la señal de rodearlo cuando otro hombre abordó al estraperlista. Intrigado y algo inquieto, Tejada retrasó la detención y trató de oír la conversación entre los dos hombres. Resultó interesante, pero no esclarecedora. El sargento sintió un rápido aunque bien controlado destello de furia cuando el cabo Torres abatió a Báez de un disparo. Era típico de Torres, pensó Tejada, alardear de sus estúpidas habilidades como tirador sin pensar en si el hombre disponía de información útil. Sin embargo, acaso el otro hombre les proporcionara datos. El sargento lo observó con atención y advirtió que guardaba un gran parecido con Carmen Llorente, así que aventuró una inspirada deducción.

Su satisfacción por haber acertado se evaporó cuando vio el número de teléfono que Báez había entregado a Llorente. Había de ser un error, pensó, contemplando el trozo de papel. Un error. O eso, o hay algo que se me escapa. Tiene que ser Rota, dándoselas de listo otra vez… no entiendo nada. Por desgracia, no le quedaba tiempo para meditar dónde podría encontrarse el error. Dio la orden de regresar al puesto llevándose a Llorente consigo.

—¿Quiere usted interrogarlo, mi sargento? —preguntó Torres al llegar, indicando al hosco Gonzalo.

Tejada asintió, aunque sin fijarse apenas.

—Pónganlo en aislamiento. Ahora mismo voy.

—¿Mando llamar al guardia Meléndez, señor?

Tejada, que había estado intentando desentrañar el significado del número de teléfono que aparecía en el papel, se concentró de nuevo en el presente. Si es duro, pensó, Meléndez no conseguirá doblegarlo. Y si se viene abajo con facilidad, entonces confesará cualquier cosa. En este momento no me interesa conseguir sólo el nombre de Rota, sino averiguar qué demonios significa esto. Negó con la cabeza.

—No. Que nadie hable con él antes que yo. —El número de teléfono volvió a inmiscuirse en sus pensamientos, y añadió—: Es una orden. Jiménez, monte guardia delante de su celda. Nadie debe entrar ni salir, aparte de mí, ¿entendido?

Jiménez advirtió un tono extraño en la voz del sargento.

—¿Y el teniente Ramos, señor? —preguntó, no porque pensara que el teniente fuera a intervenir, sino porque Tejada había recalcado la palabra «nadie» con sorprendente vehemencia.

Tejada le dirigió una sonrisa breve, aunque sin el menor rastro de humor.

—Guardia, si Su Excelencia el Generalísimo Franco se presenta en persona ante la puerta de esa celda y pide jugar al dominó con el prisionero, usted le dice que las órdenes del sargento son que nadie debe entrar ni salir. ¿Entendido?

—Sí, mi sargento. —Jiménez tragó saliva. Lo mismo hizo el prisionero, pero probablemente por motivos diferentes.

Jiménez debía de estar preguntándose qué lo estaba reteniendo, pensó Tejada. Con un suspiro, dobló el papel, se lo guardó en las profundidades de un bolsillo, y se encaminó a la celda donde estaba Gonzalo Llorente.

El miliciano mostraba el aspecto abatido habitual en los prisioneros, aunque en principio no había sido maltratado. Sentado con las manos atadas, guardaba un gran parecido con su hermana Carmen, ancho de hombros y con el pelo castaño y liso. Viviana, pensó, era más delgada y mucho más morena que sus hermanos. Aunque tal vez fuera hermanastra.

Cuando el sargento se sentó frente a Llorente y la puerta de la celda se cerró, el prisionero permaneció en silencio.

—Supongamos que me lo cuentas —sugirió Tejada con suavidad.

El rostro del miliciano era sombrío. Siguió callado. Tejada suspiró.

—Mira, vamos a pasar por alto el hecho de que no te presentaras en Chamartín, desobedeciendo órdenes. Quiero saber de Báez. Y del estraperlo. —Se interrumpió un momento y al final añadió, reacio, como si pronunciar el nombre ante un desconocido hostil fuera una especie de violación—: Y de Paco López.

Gonzalo Llorente frunció los labios en un gesto que Tejada reconoció. Aleja también lo hacía.

—Parece que la obstinación es herencia de familia —comentó con sequedad. Intentó una jugada—: Creo que tu hermana también era muy testaruda.

El sargento vio que Llorente abría mucho los ojos al percatarse del uso del pasado.

—¿Qué le habéis hecho a Carmen?

—Ella también es terca —admitió Tejada—. Pero en este caso me refería a tu hermana menor, Viviana.

El miliciano se tenso y por un momento Tejada se alegró de que estuviera desarmado y maniatado.

—Por eso querías ver a Báez, ¿no? —prosiguió Tejada, arriesgando una hipótesis que se le antojó con cierta lógica—. Estabas buscando al guardia civil que ejecutó a Viviana.

—Que la asesinó —escupió el prisionero, y por primera vez Tejada advirtió un parecido con la mujer que había matado.

Tejada se encogió de hombros.

—Simple cuestión de terminología. Tu hermana Carmen también se halla bajo custodia, por cierto, al igual que tu sobrina. Supongo que la preocupación por su bienestar no te soltará la lengua, ¿me equivoco?

Llorente inspiró y durante un momento Tejada pensó que iba a hablar. El prisionero soltó un largo y sonoro suspiro, aunque siguió sin decir nada. El sargento meneó la cabeza, exasperado.

—Nunca comprenderé a los rojos —se indignó—. ¿Hay algo más digno de protección que la propia sangre?

Llorente se empecinó en su silencio y el sargento se preguntó una vez más si golpearlo le serviría de algo. Y una vez más decidió que, probablemente, resultaría inútil. El hombre no era de los que empiezan a gimotear después de unas cuantas bofetadas. En manos de un interrogador profesional, era posible que acabara dando información, pero Tejada se sentía incapaz de llevar a cabo semejante interrogatorio. No disponía de la formación, ni las herramientas, ni la disposición natural para ello.

—Ya volveremos a hablar —advirtió—. Después de que me haya entrevistado con algunos de tus amigos.

Se marchó, tristemente consciente de que la amenaza era vana. Jiménez se reunió con él en la puerta.

—El teniente Ramos dice que va a solicitar un investigador especial de Burgos, mi sargento. Ha ordenado que mientras tanto el guardia Meléndez se ocupe de él.

Tejada vaciló un instante. Los documentos falsos de Llorente eran buenos. Merecía la pena averiguar dónde los había conseguido, y cada hora desperdiciada significaba que los contactos de Llorente, fueran quienes fuesen, disponían de más tiempo para escapar. Lo lógico sería investigar acerca de los documentos, y, ya puestos, averiguar cómo sabía que Báez acudiría a la Necrópolis del Este.

—Ah… y el teniente ha ordenado que le haga una foto antes de entregárselo a Meléndez —añadió Jiménez.

—¿Qué? —exclamó el sargento, entornando los ojos.

Jiménez pareció cohibido.

—Según el teniente, es útil para los otros prisioneros, mi sargento. Así podemos demostrar realmente que lo tenemos.

—Una fotografía —repitió el sargento.

—Sí, señor, una fotografía.

—Quédese aquí, guardia, ahora mismo vuelvo. —Tejada se dispuso a salir—. Y las órdenes no han cambiado.

—¿Llamo a Meléndez, mi sargento?

Tejada dio media vuelta.

—Las órdenes no han cambiado —repitió—. Nadie debe entrar ni salir aparte de mí. Ahora mismo vuelvo.

El sargento sabía que cada momento que pasaba concedía a los rojos que le habían proporcionado a Llorente el pasaporte más tiempo para reagruparse. No obstante, se hallaba a punto de descubrir al asesino de Paco. El Movimiento podía esperar. Paco había sido su amigo. Subió corriendo las escaleras hasta el despacho del teniente Ramos.

Encontró la estancia vacía. Primero Tejada se sintió agradecido, aunque luego empezó a preocuparse. Era Domingo de Pascua. Mucha gente no estaría trabajando. Pese a ello, debía correr el riesgo. Marcó el 2136 y luego contó las llamadas.

En mitad del séptimo timbrazo oyó el chasquido de un receptor al ser descolgado de su horquilla, y a continuación las siguientes palabras:

—Guardia Civil. Morales.

—Quisiera hablar con el capitán Morales, por favor. —El sargento tuvo que esforzarse para que su voz sonara firme.

—Al aparato.

—Sargento Carlos Tejada, puesto de Manzanares, informando, mi capitán.

—Oh, buenas tardes, sargento. —Morales parecía levemente sorprendido—. ¿Está de servicio hoy?

—Sí, mi capitán. —Tejada inspiró profundamente—. He descubierto cierta información, señor. ¿Me confirma que la línea es segura?

—Todo lo que puede serlo —respondió el capitán—. Pero si la información es delicada…

—Debemos tener la certeza absoluta —insistió Tejada—. ¿Dijo usted que era una línea privada?

—Correcto, sargento. Ahora bien, ¿desea que nos veamos?

—¿No hay otras extensiones? —reiteró Tejada—. ¿Sólo hay un teléfono?

—Sí.

—¿En su despacho?

—¡Sí! —Morales perdió la paciencia—. Le aseguro que soy el único que atiende este teléfono. Ahora, sargento, ¿deseaba decirme algo?

—Sí —respondió Tejada. Entonces, muy despacio, añadió—: Creo que he encontrado la información que me había solicitado, señor. Sin embargo, me gustaría comunicárselo en privado, tan pronto como sea posible.

—¿Mañana por la mañana? —sugirió el capitán, después de una breve pausa—. ¿A las diez?

—Como a usted le convenga, mi capitán. A sus órdenes.

—Muy bien, sargento. Entonces nos vemos mañana lunes por la mañana. Feliz Pascua.

—Gracias, señor.

—Arriba España.

—Arriba España.

Tejada colgó el teléfono con la boca ligeramente abierta.

Llorente, le instó un lejano rinconcito de su mente. Ve a interrogar a Llorente acerca de sus documentos falsos. O entrégaselo a Meléndez. Ahora Paco ha quedado en un segundo plano, y tú lo sabes. Ya te ocuparás de eso más tarde. Llorente no tiene nada que ver con Paco… ni Carmen ni Alejandra… ni Viviana. Son rojos… Tejada advirtió que estaba manoseando el papel que le había quitado a Gonzalo Llorente, ahora convertido en un cilindro diminuto. Con cuidado, lo desenrolló y miró de nuevo el número de teléfono allí anotado: 2136. No se había equivocado al leerlo. Allí, a lápiz, aparecían los números 2136. La risa burlona de Diego Báez resonó en sus oídos.

«Pregunte por el jefe de Paco y se lo dirán».

Tejada se disponía a regresar con Llorente cuando se le ocurrió otra idea. Muy despacio, volvió a coger el teléfono y marcó un número. Esta vez, respondieron más rápidamente.

—¿Sí, sargento Tejada, qué pasa ahora? —dijo Morales con impaciencia, después de que el sargento volviera a identificarse.

—Lamento molestarlo otra vez, señor —se disculpó Tejada—. ¿Podría hablar con el sargento Diego Rota? Me gustaría formularle unas preguntas.

—¿El sargento Rota? —Morales parecía sorprendido—. Veré si se encuentra en el puesto. ¿Puede llamarle a usted?

Una línea privada, pensó Tejada.

—No —respondió en voz alta—. No será necesario. Intentaré verlo en persona.

Cortó la comunicación y fue a ver a Llorente otra vez. Luego se encaminó al puesto de Alcalá con el propósito de hablar con Diego Rota.