20
El largo y crudo invierno libró su última batalla ese fin de semana, y las campanas del Domingo de Pascua repicaron en una mañana lo bastante fría para que los madrileños vieran su aliento en forma de nubecillas. Mientras se dirigía a la Necrópolis del Este, Gonzalo mantuvo las manos en los bolsillos y deseó que el tiempo hubiera mejorado ya un poco. Sus dedos helados acariciaron el flamante pasaporte a nombre de José Hernández Ibáñez, nacido el 23 de abril de 1914 en Illescas, provincia de Toledo. El pasaporte se le escapó de los dedos y unos papeles crujieron. No sacó los documentos: ya se sabía el contenido de memoria. Uno era una misiva de María José Hernández, donde suplicaba a su queridísimo hermano que se apresurara en llegar a Navarra, porque su pobre madre, que había caído enferma, rogaba desesperadamente ver a su hijo antes de morir. El otro era un salvoconducto oficial que a Gonzalo le pareció muy impresionante, aunque el barbudo Juan, o Andrés, le recomendó que no permitiera que lo examinaran con demasiada atención.
José, pensó Gonzalo con firmeza. José. Sus mentores y él habían pasado toda la tarde del sábado practicando en la cocina mal iluminada. Largas horas de conversación intrascendente y siempre en el momento menos pensado: «¿Qué te parece, José?», «¿Verdad que sí, José?». Isabel y Juan se habían turnado para salir de la habitación y lo llamaban de vez en cuando: «¡José! ¡Ven rápido!». Tal vez debido al nerviosismo, o quizá por lo extravagante de la situación, al principio Gonzalo se había mostrado incapaz de responder a su nuevo nombre. Sin embargo, sus protectores se mostraron muy estrictos y al final consiguió reaccionar con razonable rapidez.
Entonces repasaron su historia. Juan se puso las gafas y cruzó los brazos.
—¿Puedo ver sus documentos, por favor? ¿Adónde se dirige, señor Hernández? No, no debes mostrar los papeles demasiado rápido. Se darían cuenta de que estás nervioso. Tú limítate a responder cuando te pregunten. Ahora, inténtalo de nuevo. ¿Qué tiene que hacer en Navarra, señor Hernández?
Había sido una forma entretenida de matar el tiempo. La noche del viernes, Juan regresó con la noticia de que los documentos de Gonzalo no estarían listos hasta el domingo.
—Pero no importa —los tranquilizó—. Así podrás seguir investigando qué hacía Paco en el mercado negro.
—¿Cómo? —preguntó Gonzalo.
—¿Te acuerdas de cuando… el otro camarada te preguntó si habías oído hablar de Diego Báez?
Gonzalo asintió. Recordaba con vivo detalle los tensos momentos en que Juan le apuntó con una pistola.
—Báez es un intermediario —continuó explicando el barbudo comunista, satisfecho con la muda respuesta—. Los fascistas son demasiado listos para negociar directamente —añadió con un toque de pesar—. Creemos que ese tal Báez sabe la identidad de los guardias implicados y quiénes son los estraperlistas. Pone la mano a ambos lados. Le pagan por permanecer en el anonimato.
—Parece un trabajo peligroso —comentó Gonzalo.
—Hay gente dispuesta a todo por dinero —replicó el comunista, con el desdén de quien es capaz de todo por un ideal.
—¿Cómo lo encuentro?
El hombre de la barba (a quien Gonzalo continuaba llamando Juan) había dado golpecitos en la mesa con las gafas, un gesto que el carabinero ya empezaba a reconocer.
—Eso tal vez resulte difícil, pero creemos que Báez va a reunirse con algunos de sus distribuidores el domingo.
—¿Para repartir torrijas? —preguntó Gonzalo secamente.
—Exacto. —El otro sonrió—. En la Necrópolis del Este. Pero no sabemos la hora.
—¡No puedo pasarme todo el día en un cementerio! —protestó Gonzalo—. Llamaría la atención.
—¿Por qué? Podrías estar visitando la tumba de tu madre el día de Pascua. O podrías decir que estás comprobando si alguno de los muertos ha resucitado.
—Por el amor de Dios, Juan…
—A eso me refiero.
Así que Gonzalo, haciéndose pasar por José Hernández, se dirigía esa mañana hacia el cementerio mientras las campanas del Domingo de Resurrección repicaban alegremente. Llevaba los documentos en el bolsillo del abrigo, para disponer fácilmente de ellos. En el bolsillo de la camisa, a salvo de los rateros, un grueso fajo de billetes: no el papel inútil que le había dado Carmen, sino una pequeña fortuna en moneda de Burgos.
—Digamos que es la última contribución de Paco a la causa —había explicado Juan la noche anterior con una sonrisa, mientras se lo entregaba a Gonzalo—. Úsalo para conseguir la información que necesites. Ah, José…
Gonzalo parpadeó un momento antes de responder:
—¿Sí?
—Esta vez, nada de tonterías con pistolas. No funcionaría. Según nuestras fuentes, Báez mantiene una estrecha relación con la Guardia Civil. Es duro.
Así pues, Gonzalo iba desarmado. Sus manos acariciaron de nuevo el pasaporte. Llegó a la entrada principal del cementerio y se encaminó hacia la parte sur, buscando la tumba de María Dolores Torrecilla.
La sección más nueva del cementerio constaba de nichos idénticos, sin adornar. La parte más antigua, más adelante, se hallaba llena de ángeles destrozados y lápidas destruidas. Se apresuró por dejar atrás las tumbas recientes, con sus epitafios sombríamente similares: 1910-1936. 1915-1937. 1920-1938. CAÍDO POR LA REPÚBLICA. Antes de la guerra, a Gonzalo le gustaban los cementerios. Ahora había demasiados conocidos suyos en esos lugares. Cada vez que asociaba un rostro a uno de los nombres de las lápidas, Gonzalo daba un respingo. Casi ningún nicho tenía flores, ni siquiera ese día. No convenía llorar en público a los soldados de la República.
Sintió un profundo alivio al llegar a las ornamentadas tumbas anteriores a la guerra. Cuando encontró la de María Dolores Torrecilla descubrió que estaba desierta, pero directamente enfrente, dos orgullosas familias (quizá rivales, en algún lejano pasado) habían erigido pequeños mausoleos familiares, con puertas que conducían a los sepulcros interiores. Una de las puertas estaba parcialmente destruida, tal vez por accidente o por los esfuerzos de algún madrileño anticlerical. Gonzalo miró alrededor; entró en la semipenumbra y se sentó a esperar bajo la estatua de la Virgen.
Empezó a dolerle la espalda debido al frío del mármol, que penetraba la ropa, pero gradualmente el sitio donde estaba sentado fue entibiándose, y cuando trató de cambiar de postura al cabo de un rato descubrió que en comparación el resto de la losa estaba helado. El mausoleo resultaba un escondite casi demasiado bueno. Nadie repararía en él, pero él tampoco podía ver a nadie. No le quedaba más remedio que confiar en sus oídos y esperar que Báez o sus amigos hicieran algún ruido para alertarlo. Se esforzó por escuchar. Muy de vez en cuando captaba el sonido de ruedas sobre el empedrado, pero pocos vehículos circulaban el Domingo de Pascua. Los sonidos de las campanas lejanas eran más claros. Empezaron poco a poco y llegaron hasta el clímax mientras él esperaba. «Aleluya, aleluya». Los cacofónicos repiques resonaron por todo el cementerio con arrogante alegría. Dios se eleva en España, ahora y para siempre. «Aleluya». Gonzalo se estremeció en su escondite y se preguntó si con tanta algarabía llegaría a oír los pasos de Báez.
Era casi mediodía. La misa del Domingo de Resurrección ya había terminado cuando Gonzalo advirtió que no se hallaba solo en el camposanto. No lo alertaron los pasos, sino un intenso olor a humo de pipa. Se arriesgó a asomarse. No encontró nada a la izquierda, pero a la derecha, entre las losas cercanas a la entrada, un hombre con una gabardina gris verdosa recorría uno de los senderos. Llevaba guantes y una bufanda que le ocultaba parcialmente el rostro.
Gonzalo respiró hondo y salió del mausoleo. El desconocido se había detenido delante de una tumba y se había quitado el sombrero. Parecía estar leyendo las inscripciones, sumido en sus cavilaciones. Gonzalo se acercó a él, intentando parecer un visitante más del cementerio, mientras observaba con disimulo al recién llegado. «Es moreno —le había dicho Juan—. De un metro setenta, quizás algo más. Y se le ve bien alimentado, al hijo de puta». La descripción podría haber encajado con mucha gente, y de hecho casaba con aquel visitante solitario. Fue la corpulencia del hombre lo que acabó decidiendo a Gonzalo. Carraspeó.
—Buenos días, señor —saludó, levantando un poco el sombrero, con la esperanza de que pareciera un encuentro casual.
El hombre lo miró.
—Buenos días —respondió, un poco sorprendido—. Feliz Pascua.
—Igualmente.
—Gracias. —El hombre asintió y volvió a fijar su atención en la tumba sin adornos.
Gonzalo se preguntó cómo proseguiría la conversación sin traicionarse ni asustar a Báez… si es que se trataba de él.
—Bonito día —comentó.
—Sí.
—Aunque un poco frío.
El otro asintió en silencio.
—¿Qué le ha traído hoy por aquí? —preguntó Gonzalo con cierta torpeza. Inventó sobre la marcha una historia acerca de la promesa hecha a su padre agonizante de visitar su tumba todos los Domingos de Resurrección, por si el desconocido le formulaba una pregunta similar.
El hombre se encogió de hombros.
—Motivos personales.
—Sí, claro. —Gonzalo vaciló—. ¿Es usted de por aquí?
El hombre se volvió a mirar a Gonzalo y alzó las cejas.
—Porque —continuó Gonzalo, a la desesperada—, en ese caso, quizá conozca a un amigo mío. Se llama Báez.
El hombre frunció el ceño.
—Es posible. ¿Cuál es el nombre de pila de su amigo?
Gonzalo se lamió los labios.
—Diego.
Se produjo una larga pausa. El viento soplaba inclemente y en ese preciso instante Gonzalo advirtió que se hallaba indefenso.
—¿Qué quiere de Diego Báez? —dijo por fin el hombre.
—Información. Me gustaría averiguar algunas cosas que tal vez él sepa.
—Conozco un poco a Diego —respondió el hombre, todavía con el ceño fruncido—. Pero es muy reservado. ¿Por qué supone que confiará en un desconocido?
El hombre recalcó la palabra «desconocido», y Gonzalo advirtió que su afirmación de que conocía a Báez había quedado descartada. Vaciló antes de aceptar el reto.
—Es posible que le merezca la pena.
—Él conserva su negocio gracias a que sabe mantener la boca cerrada —señaló el hombre.
—Mi propuesta no le perjudicará —replicó Gonzalo con prudencia—. Además, la paga es buena.
El hombre echó un vistazo por los alrededores y al final se acercó a Gonzalo.
—¿Qué es lo que le interesa?
Al advertir que los prolegómenos habían terminado, Gonzalo experimentó un súbito alivio.
—Un guardia civil llamado Paco López —respondió en voz baja—. Lo mataron hace poco más de una semana. ¿Qué relación tenía con el mercado negro?
—¿Puedo saber quién lo pregunta?
Ahora le tocó a Gonzalo el turno de guardar silencio y alzar las cejas. El hombre se encogió de hombros y esbozó una leve sonrisa, admitiendo de manera tácita que la pregunta era inadecuada.
—Yo no tengo nada que ver con el asesinato —prosiguió el hombre, aunque la declaración no sonó del todo convincente.
—Nadie dice lo contrario —replicó Gonzalo, sin alzar la voz—. El asesinato de López no me importa. Lo que quiero saber es con quién estaba trabajando.
—¿Y dice que todo esto no perjudicará mi negocio? —Báez negó con la cabeza y se dispuso a marcharse—. Lo siento.
—Doscientas pesetas —ofreció Gonzalo en voz baja. Recordó la manera en que Juan e Isabel habían hablado misteriosamente de «nosotros»—. No pretendemos intervenir en el mercado —añadió—. Sólo queremos saber cómo se implicó, y cuándo.
Báez se volvió.
—¿Eso es todo?
—Sí.
—¿Sin nombres?
Gonzalo asintió, no sin cierta vacilación.
—¿Por doscientas pesetas? —insistió el hombre.
Gonzalo volvió a asentir.
—Que sean trescientas —exigió el desconocido.
Gonzalo, que llevaba quinientas pesetas en el bolsillo, estuvo a punto de ceder a la primera, pero entonces recordó que no le convenía mostrarse demasiado ansioso.
—Doscientas cincuenta.
Por guardar las formas, Gonzalo se permitió regatear hasta las doscientas setenta y cinco. Báez parecía tener prisa, y no paraba de mirar el reloj mientras hablaba.
—Muy bien —accedió por fin—. Paco se metió en el asunto hace seis meses. Lo trajo alguien más, un mensajero. No conozco los detalles. Ahora deme el dinero y lárguese. Tengo otra cita.
—¿Quién lo reclutó?
—Habíamos quedado en que nada de nombres.
Gonzalo maldijo mentalmente.
—Trescientas pesetas —ofreció en voz alta.
Báez dirigió una mano al bolsillo de su gabardina y por un instante Gonzalo deseó con todas sus fuerzas disponer de un arma. Entonces la mano volvió a emerger con un lápiz y un trozo de papel.
—Tome.
Báez se inclinó sobre la losa de mármol y apoyó en ella el papel para garabatear algo.
—Si quiere más información, llame a este número —indicó, con una inesperada sonrisa—. Pregunte por el jefe de Paco y se lo dirán.
—Gracias.
Con los dedos entorpecidos por el frío, Gonzalo cogió el papel, lo dobló y se guardó el número de teléfono en el bolsillo interior del abrigo. Acto seguido sacó el fajo de billetes. Báez esperó con impaciencia mientras Gonzalo contaba los billetes de veinticinco pesetas.
—Ha sido un placer hacer negocios con usted —dijo Báez. Sonrió de nuevo, como si algo le divirtiera—. Pero ahora, si me permite decirlo, no creo que los cementerios sean lugares sanos.
—No podría estar más de acuerdo.
Por detrás de los dos hombres se oyó una voz.
Gonzalo se sobresaltó, mientras que Báez dio media vuelta. Un guardia civil se hallaba tras la losa de mármol que tenían detrás, como un fantasma que acabara de levantarse de la tumba. Los estaba apuntando con su fusil.
—No se muevan —advirtió, con voz tranquila—. Les están apuntando desde detrás también.
Gonzalo se quedó paralizado. Ahora que ya casi estaba, pensó, con una familiar sensación de desaliento. Tan cerca. Entonces recordó las últimas palabras de Juan con gélida claridad. Si algo falla, intenta aguantar veinticuatro horas.
Báez ya había recuperado la compostura.
—Buenas tardes, señor guardia.
Para sorpresa de Gonzalo, avanzó unos pasos hacia el hombre armado.
—Creo que no nos conocemos. —Báez había alcanzado ya el borde del sendero, y pasó a la estrecha franja de tierra que separaba las lápidas, como para dirigirse al guardia—. Me llamo…
Se produjo el breve estampido de un fusil y Báez cayó entre las tumbas. El guardia ni siquiera se había movido.
—Buen disparo, Torres —dijo el guardia, sin alzar la voz. Se volvió hacia Gonzalo—. Le aconsejo que no se mueva, ¿señor…?
Gonzalo permaneció petrificado, mudo. No estaba seguro de si sería mejor dar su nombre y su pasaporte falsos, o si eso sólo complicaría aún más su situación. ¿Protegería a sus mentores si daba su nombre verdadero? Pero ¿qué sería entonces de Carmen? Oyó pasos y sintió que alguien lo agarraba por detrás. Así pues, era verdad que los guardias tenían rodeado el cementerio. Una trampa, dedujo Gonzalo, desesperado. ¿Para mí? ¿O más bien para Juan e Isabel? ¿O tal vez incluso para Báez? Y, en cualquier caso, ¿cómo lo habían sabido?
—¿Señor Llorente, tal vez? —preguntó el guardia en tono cordial.
Gonzalo se quedó de una pieza.
—¿Cómo…? —empezó a decir, y en ese punto se interrumpió aunque demasiado tarde.
Una sonrisa asomó en el rostro del guardia.
—Se trata de una simple hipótesis. Escuché parte de su conversación. Sospecho que lleva tiempo deseando conocerme, aunque supongo que no en estas circunstancias. Regístrelo —añadió, dirigiéndose al hombre que había esposado a Gonzalo.
El segundo guardia vació el contenido de los bolsillos de Gonzalo. Varios sepulcros blancos dieron la impresión de ser abiertos a medida que más guardias fueron saliendo de sus escondites. Uno de ellos cogió los papeles y los billetes y se los tendió al guardia que había hablado.
—Éste es el dinero, mi sargento. Y aquí tiene algunos documentos, que tal vez sean falsos. También hay un par de hojas de papel.
El guardia civil echó un rápido vistazo al pasaporte y los billetes, y leyó el resto de los papeles.
—Mike McCormick, 17 Plain View Terrace, Elizabeth, Nueva Jersey, Estados Unidos de América. ¿Tiene amigos americanos, señor Llorente?
Gonzalo se tragó las ganas de soltar una carcajada. Aquella dirección se la había dado Carmen, con la esperanza imposible de que el brigadista americano le proporcionara algún tipo de asilo. Que sigan esta pista, se dijo. Cuanto menos les cuente… intenta aguantar veinticuatro horas… Oh, mierda. El agente estaba ahora revisando el otro papel.
—Éste lo llevaba en el bolsillo interior, señor —informó uno de los guardias—. Es un número de teléfono.
Gonzalo observó al guardia intensamente y advirtió cierto temblor en la mano que sostenía el papel. Entonces comprendió que Mike McCormick no los entretendría por mucho tiempo.
Tejada contempló el papelito, leyendo y releyendo el número anotado, y movió los labios. Sin embargo, el prisionero estaba demasiado lejos para oír el asombrado susurro del sargento:
—¡Hijo de puta!