2
Tejada esperaba encontrar la calle desierta. Apenas dio crédito a su suerte cuando descubrió a una persona arrodillada junto al cadáver, al parecer cogiendo algo que estaba cerca del muerto. Con una mano indicó a Jiménez que guardara silencio y con la otra desenfundó la pistola. Entonces avanzó lo más rápida y cautelosamente posible antes de dar el alto a la figura agachada. Cuando oyó el grito, la persona permaneció inmóvil por un instante y a continuación se volvió muy despacio, con las manos en alto. El sargento oyó que Jiménez murmuraba:
—¡Dios mío, es una mujer!
Tejada inspeccionó a la prisionera. El sol le daba de pleno en la cara, tan deslumbrante como la bombilla de una sala de interrogatorios, y la vio con precisión. La mujer tenía el rostro delgado y vestía un mono azul, manchado y remendado, que le quedaba demasiado grande. Se parecía al uniforme de las milicias rojas. El viento le apartó el pelo del cuello y le perfiló la forma del cráneo. El hambre y las penalidades habían trazado arrugas en su rostro, pero Tejada tenía considerable experiencia con sitiadores y sitiados, y dedujo que la mujer debía de tener veintitantos años. Un poco mayor que Jiménez y algo más joven que él mismo. La mujer entornó los ojos para mirarlo con una expresión de hosca resignación que él conocía bien.
—A estas horas las mujeres decentes están en casa —dijo Tejada suavemente.
—Tenía que hacer un recado —respondió ella sin alterarse.
—Es una miliciana, señor —intervino Jiménez, nervioso—. Ya sabe: los rojos dejan que sus mujeres luchen por ellos. He oído decir que esas putas son peores que los hombres. Son…
—Gracias, agente —lo interrumpió Tejada, sin perder de vista a la mujer—. Me interesa ese recado.
Ella intentó apartarse el flequillo de los ojos.
—Si vuelves a moverte, dispararé —advirtió Tejada.
La mujer se mordió los labios y permaneció en silencio.
—Guardia —dijo Tejada en el mismo tono tranquilo—, cúbrame, por favor.
Esperó hasta que Jiménez hubo apuntado con su arma a la mujer y acto seguido enfundó la suya.
—Me inclino a opinar lo mismo que mi camarada —continuó, trazando un amplio círculo alrededor de la prisionera y aproximándose a ella desde atrás—. Eres una miliciana. Suelta eso, por favor, si no quieres que te rompa la muñeca —añadió, sujetando la mano que sostenía el cuaderno arrugado y el antebrazo de la prisionera—. Gracias. Ahora, como te iba diciendo, creo que no albergamos la menor duda respecto a ti. Sin embargo, me gustaría saber por qué has sido tan tonta como para regresar aquí después de haber matado a un guardia.
—Yo no lo maté —declaró la mujer con firmeza, aunque soltó un leve jadeo cuando Tejada la obligó a poner los brazos a la espalda.
—Es mejor que digas la verdad. —El sargento empezó a retorcerle un brazo y la prisionera dejó escapar un leve siseo.
—¿La verdad? —repitió ella con desdén—. La verdad es que no le habría ofrecido un vaso de agua ni en el infierno, pero yo no lo maté. Ya me gustaría haberlo hecho.
Probablemente acabaría cediendo y confesaría cuando la llevaran al puesto, pensó Tejada fríamente. Por supuesto, entonces ya sería demasiado tarde. Eso no devolvería a la vida al hombre a quien había matado. Tejada empezó a sentirse inquieto. No le preocupaba conseguir información mediante un interrogatorio, pero en este caso no cabía la menor duda respecto a la culpabilidad de la mujer.
Ella permaneció inmóvil, acatando su orden con sumo cuidado. El viento le azotaba el cabello despeinado, convirtiéndolo en un halo oscuro, y el flequillo le impedía ver, aunque ella ya no trataba de apartárselo. Unos mechones sueltos rozaron la cara del sargento, despertando en él un recuerdo desagradable: al principio de la guerra, un pueblecito había desafiado la orden de rendición y resistió durante dos días bajo el fuego antes de que sus defensores se quedaran finalmente sin municiones. Casi todos los soldados rojos murieron en el combate y al final las tropas nacionales sólo tomaron unos pocos prisioneros, incluyendo dos mujeres. Tejada había vigilado a los hombres hasta que los pelotones de fusilamiento vinieron a por ellos y se encargó de que los atendiera un capellán del ejército. Cuando las ejecuciones terminaron, despejó la oficina del puesto de la Guardia Civil que los rojos habían intentado destruir. Salió al atardecer de otoño y un grupo de soldados que reían le llamó la atención.
—¿Nos acompaña, mi sargento? —le saludó uno de sus camaradas.
Recordó que al acercarse advirtió que los hombres se arremolinaban alrededor de una de las prisioneras. Recordó la forma en que el pelo castaño, enmarañado y manchado de sangre, caía sobre el rostro de la mujer, mecido por la brisa de la tarde y oscureciendo unos ojos que parecían mirar la nada; era la misma mirada que ahora observaba en la miliciana madrileña. Recordó haber pensado que esa mujer debía de estar sufriendo y haberse preguntado por qué no se quejaba en absoluto. Recordó haberse cuestionado si estaría inconsciente y también recordó el momento en que comprendió que estaba muerta, y que los soldados estaban violando a un cadáver. Recordó haberse excusado bruscamente y vomitar luego en un callejón desierto. Por fortuna, apenas recordaba nada más, porque aquella noche, por primera vez en su vida, se emborrachó a conciencia.
Jiménez seguía contemplando a la prisionera con una mezcla de repulsa y fascinación. Tejada sabía que el muchacho tan sólo esperaba órdenes.
—¿Quién lo mató, entonces? —preguntó Tejada a la mujer—. ¿Uno de tus amigos?
Viviana empezó a experimentar auténtico terror. No saben nada de Gonzalo, se recordó, y entonces se obligó a abandonar este pensamiento, temiendo que de algún modo pudieran leerle la mente.
—¡Más bien habrá sido uno de sus amigos! —escupió. La rabia era buena. La rabia mantenía el miedo a raya—. ¡No soy amiga de asesinos!
—No es una declaración muy convincente —objetó Tejada, que se debatía entre la incredulidad y la repulsión. Este último sentimiento (la conciencia de su juventud, su mendacidad, y de lo que le sucedería si la arrestaban) acabó ganando, y Tejada tomó una decisión rápida—. No hay tiempo para juegos.
Le soltó los brazos mientras hablaba, empujándolos hacia arriba con tanta fuerza que la joven tropezó.
Viviana, preocupada por conservar el equilibrio y sorprendida por sus últimas palabras, apenas advirtió que él daba un paso a un lado. Todavía intentaba desentrañar el significado de lo que estaba ocurriendo cuando, con el rabillo del ojo, vio que el sargento alzaba el brazo.
Los ecos del disparo resonaron en los edificios a oscuras de tal modo que pareció que no había actuado un solo hombre, sino todo un pelotón de fusilamiento. Tejada miró a Jiménez, que seguía apuntando con su pistola, expectante.
—Baje el arma, guardia. Ya no la necesitaremos.
—Sí, mi sargento. —Jiménez intentó librarse de su estupor—. Es que no creía… Quiero decir… Ella ni siquiera… Es usted muy rápido, mi sargento.
—Cuestión de práctica —comentó brevemente Tejada, que pasó por encima del cadáver de Viviana para agacharse junto al hombre asesinado. Observó a Jiménez, preguntándose si el joven había visto alguna vez torturar a una mujer, si era uno de los que disfrutaría con el espectáculo—. ¿Cuánto tiempo lleva usted en el cuerpo?
—Oficialmente, unos cuatro meses, mi sargento. Cumplo los años a mediados de diciembre. Pero antes estuve en la academia. Además, lo llevo en la sangre. Mi padre también fue guardia, al igual que mis dos abuelos.
El sargento miró a Jiménez y por un instante se maravilló de lo mucho que cambiaba una persona en sólo diez años, o quizás el cambio se debía únicamente a los tres últimos. En tono burlón, aunque no exento de amabilidad, dijo:
—Ayúdeme a darle la vuelta, Jiménez.
El joven recluta se apresuró a obedecer, temiendo que el sargento lo considerara cobarde o corto de mollera. Tengo que contárselo a Durán y a Vásquez, pensó Jiménez mientras volvía al muerto boca arriba. Nunca había visto a un hombre tan rápido con la pistola. Ya verás cuando se lo cuente. «No hay tiempo para juegos», y pum. Se acabó. No me necesitó para nada. Tal vez en el camino de vuelta se presente la ocasión de preguntarle por lo de Toledo. Ya verás cuando se enteren que he salido de patrulla con Tejada de Alonso y León.
—Oh, mierda —exclamó el sargento—. Oh, mierda. ¡Paco!
Jiménez se quedó boquiabierto. No le sorprendió que el sargento Tejada conociera al muerto. Ni siquiera le habría impresionado que su superior de pronto hubiera demostrado que sabía chino. Lo que le extrañó fue el tono que empleó, y la forma en que Tejada se arrodilló, acariciando con una mano la frente del muerto, como una madre que toma la fiebre a su hijito.
—¿Lo conoce usted, mi sargento?
—Sí.
Tejada contempló el cuerpo ya rígido. En una de las casas cercanas alguien estaba cocinando y se sintió tentado de arrestar a quienquiera que fuese responsable de ese hedor a fritanga.
—Es Francisco López Pérez.
Entonces, dado que Jiménez obviamente había preguntado de qué lo conocía, Tejada amplió:
—Estuvimos juntos en Toledo.
A Jiménez se le plantearon un montón de incógnitas. Como la mayoría de ellas parecían, incluso para sí mismo, las preguntas propias de un adolescente deslumbrado, resistió la urgencia de decir algo como: «¿En el 36, mi sargento? ¿También fue un héroe del asedio, mi sargento? ¿Lo condecoraron también, mi sargento?». Por eso se limitó a decir:
—¿Está usted seguro?
Ahora le tocó a Tejada el turno de contenerse. Habría sido absurdo replicar: «Tan seguro como si fuera mi propio hermano. No se olvida a un hombre con quien has compartido el camastro durante un viaje al infierno. Maldito idiota, reconocería a Paco aunque se afeitara las cejas y se tiñera el pelo de verde».
—Sí.
—¿Sabe usted a qué compañía pertenecía? —inquirió Jiménez, atendiendo ya a cuestiones prácticas.
—No. —El sargento parecía ligeramente aturdido—. No, perdimos el contacto cuando lo trasladaron al norte. No sabía que hubiera regresado a Madrid.
Contempló el cadáver, tratando de no fijarse en el agujero de bala de la espalda ni en los miembros extendidos. «Me marcho a las Vascongadas, camarada. Arriba España y todo eso. Ya nos veremos cuando termine la guerra».
Jiménez intentaba idear un modo de preguntar con tacto qué debían hacer con los dos cadáveres que yacían en la calle, cuando de pronto Tejada se incorporó, pasó por encima del cuerpo de la miliciana y le descargó varias patadas sin pronunciar ni una palabra. Jiménez carraspeó.
—Soy un idiota —se lamentó Tejada, todavía de espaldas—. Esta mujer no se merecía morir así.
—Pero mi sargento —protestó el guardia—, si mató al cabo López…
—Si sorprendió a Paco y le pegó un tiro por la espalda, se merecía algo mucho peor.
Tejada asestó una última patada al cuerpo de la mujer, con lo cual quedó al descubierto el cuaderno que había estado bajo el cadáver.
—¿Qué es esto, mi sargento? —quiso saber Jiménez, más por distraer a su superior que por auténtica curiosidad. No es que la reacción del sargento lo hubiera asustado, pero tampoco puede decirse que se sintiera precisamente tranquilo.
—Es lo que esa mujer pretendía llevarse del cadáver de López. —Tejada se fijó en el cuaderno por primera vez—. Algo lo bastante importante para que regresara y quisiera llevárselo, después de haberlo matado —añadió en tono reflexivo, y se agachó para recogerlo.
El sargento no dijo nada más, y Jiménez, que se sentía como un idiota allí arrodillado, esperando nuevas órdenes, no tardó en incorporarse. Se apartó del cadáver del cabo López y se acercó para mirar por encima del hombro de Tejada las letras cuidadosamente escritas en el interior de la portada del libro: «Propiedad de María Alejandra Palomino».
—Debe de ser su nombre —observó Jiménez, satisfecho—. Tal vez sea una lista de rojos y la mujer lo mató para recuperarla.
—No lo creo. —La burla había vuelto a asomar en la voz de Tejada, aunque en esta ocasión sonaba mucho menos amable—. A menos que le parezca verosímil que nuestra miliciana estuviera en la clase de segundo curso de una tal señorita Fernández. Mire.
Indicó la página opuesta, donde alguien había resuelto una serie de problemas de aritmética, bajo un encabezado algo borroso.
—Está fechado en enero, señor. Tal vez se trata de un código. Para movimiento de tropas o algo por el estilo.
Tejada reflexionó que si en efecto la operación 324-62=262 ocultaba un código, en ese caso había de ser el más sutil del mundo. Resultaba difícil creer que una mente capaz de semejante codificación tuviera también la letra temblorosa de quien está aprendiendo a escribir. Hojeó las páginas de la libreta. Después de varias hojas de aritmética, un texto le llamó la atención:
Señorita Fernández 3 de febrero de 1939
Colegio Leopoldo Alas 2.º Curso Historia.
Gerona. Gerona fue asediada veintiuna vezes. Los franceses la asediaron en 1809. Resistió el asedio durante siete meses. Por eso yaman a Gerona la Immortal. Gerona está asediada ahora. El doctor Negrín está en Gerona ahora. Esperamos que Gerona la Immortal siga resistiendo.
Ortografía:
vezes veces
immortal inmortal
yaman llaman
Con letra distinta, alguien había escrito: «Copia veinte veces las faltas de ortografía». Jiménez se quedó mirando el cuaderno.
—¿Cree usted que puede haber sido una escuela para adultos? ¿Para analfabetos?
Tejada negó con la cabeza.
—No lo creo. Mire esta otra.
Señorita Fernández 21 de febrero de 1939
Colegio Leopoldo Alas, 2.º Curso Redacción.
Cuando yo era pequeña. Cuando yo era pequeña mi padre me llevó al frente. No había ningún frente entonses (entonces) y mi padre estaba vivo. El frente era un parque grande. Jugamos en el parque y comimos elado (helado).
—No lo entiendo —vaciló Jiménez—. ¿Por qué tenía esa mujer el cuaderno de una niña? ¿Y por qué mató al cabo… quiero decir, a su amigo, para recuperarlo?
Tejada sacudió la cabeza con un gesto que era más de asombro que de negación.
—Supongo que sería la madre de… —miró de nuevo la portada—, María Alejandra. En cuanto al resto, no lo sé, guardia.
Jiménez también reparó en el olor a fritanga. Eso le recordó que quedaba menos de una hora de luz y que el almuerzo era ya un recuerdo lejano.
—¿Qué vamos a hacer con el cabo López, mi sargento? ¿Y con la miliciana?
Tejada se obligo a darse la vuelta y a contemplar el cuerpo de su amigo. La rigidez empezaba ya a afectar los miembros del hombre asesinado.
—Vuelva a los barracones —ordenó—. Busque a dos hombres, y que traigan una camilla. No podemos llevárnoslo así.
—Sí, mi sargento. ¿Y la roja, señor?
Al principio Tejada se sorprendió, pero enseguida recordó la década, o el eón, que los separaba.
—No es asunto nuestro. Su gente la encontrará por la mañana, supongo.
—A sus órdenes. —Jiménez se cuadró y desapareció en la puesta de sol.
El sargento se agachó junto a su compañero caído y recordó el pasado. «Te veré cuando haya terminado la guerra». «¿Dentro de seis semanas, quieres decir?». «Si tú vas a Madrid, no durará ni tres». Tejada deseó tener un cigarrillo, algo que le permitiera tener las manos y la mente ocupadas. Examinó de nuevo el cuaderno. ¿Por qué lo había cogido Paco? ¿Lo habían matado por eso? ¿O simplemente porque llevaba el uniforme de la Guardia Civil, y los rojos estaban tan ciegos en su odio que no necesitaban más motivos para matar? Jiménez se equivocaba al pensar que el cuaderno ocultaba un código, naturalmente, pero… Repasó la última entrada. La fecha resultaba casi ilegible, borrada por una mancha marrón que corría desde lo alto de la página y se había expandido levemente al pie. Podría haber sido el 30 o el 31 de marzo. La asignatura era una vez más aritmética. Una hermosa neutralidad para estos últimos días, pensó Tejada hoscamente. En el cuaderno habían copiado una serie de divisiones, pero sólo la primera había sido resuelta. Junto a la segunda aparecían las palabras «Hazlo en casa». A la tenue luz, Tejada escrutó de nuevo la fecha. La fecha de ese día, o la del anterior. En ese caso, Paco no tuvo en su poder el cuaderno mucho tiempo. Leyó de nuevo el encabezado. Señorita Fernández, Colegio Leopoldo Alas, 2.º Curso. Era ridículo imaginar que un hombre sacrificaría su vida por ese cuaderno. Se volvió hacia el cadáver de la mujer y deseó haberla interrogado más detenidamente. Ahora sólo contaba con el nombre de una niña pequeña. Y el de su maestra, claro. En ese momento comprendió que también poseía el nombre del colegio.
Cuando los guardias Jiménez, Vásquez y Moscoso llegaron portando una camilla, encontraron a Tejada alerta y esperándolos. Les impartió las órdenes con su calma habitual, y los camilleros quedaron convencidos de que Jiménez había exagerado al describir la sorpresa y la pena del sargento.
Tejada permaneció en silencio hasta que se hallaron de regreso a los barracones. Cuando dejaron los restos mortales del cabo López en la sala del fondo, que habían convertido en enfermería, Jiménez y él se personaron ante el teniente Ramos para presentar su informe.
—Excelente —asintió Ramos—. Un problema menos. Ha sido una suerte que usted lo conociera, sargento. Pueden retirarse.
Los dos guardias saludaron y giraron sobre sus talones. Ramos, que era un maestro en eso de parecer muy ocupado con el papeleo, no los miró mientras salían. Oyó que la puerta se cerraba y en ese momento Tejada carraspeó respetuosamente en el interior de la estancia.
—Una cuestión, mi teniente.
Ramos esperó no haber dado un respingo. El sargento era un buen agente. Había ascendido rápidamente por méritos propios, no por influencia familiar, aunque por supuesto eso no le habría venido mal. Sin embargo, tenía la desagradable costumbre de sorprender a la gente. Ramos alzó la cabeza, intentando aparentar que sólo había ordenado retirarse al guardia Jiménez con el propósito de hablar en privado con su hombre de confianza.
—Por supuesto, sargento —reconoció—. Seguimos sin saber cuál es su compañía. Pero gracias a usted, eso será fácil de averiguar.
—Sí, pero no me refería a eso. —Aunque Tejada continuaba firmes, se advertía un tonillo inquisitivo en su mirada—. Seguimos sin saber por qué lo han matado, mi teniente.
—¿No dijo usted que la asesina fue una roja? —El tono del teniente no ocultaba su impaciencia.
—Sí, pero le había quitado un cuaderno que no tiene mucho sentido.
—¿Y…?
Se produjo una pausa.
—Me gustaría solicitar un permiso, mi teniente —dijo entonces Tejada—. Tres días. Motivos personales.
Ramos se quedó boquiabierto.
—¿Está usted loco, Tejada? No puedo prescindir de usted ahora.
—Estoy seguro de que los cabos Torres y Laredo sabrán sustituirme, mi teniente.
Ramos se puso en pie y se apoyó en el escritorio.
—Escuche, sargento. Mañana por la mañana, el Generalísimo Franco va a anunciar al mundo que en España impera de nuevo la paz, y será mejor que el puñetero Madrid esté en paz mañana. Nadie se irá de permiso en estos momentos.
Por un instante, Ramos pensó que el sargento iba a replicar. Sin embargo, Tejada se cuadró y respondió en voz baja:
—Sí, mi teniente.
—Puede retirarse. —Ramos volvió a sentarse—. Una cosa, Tejada.
—¿Sí, mi teniente?
—Me encargaré de que le concedan ese permiso dentro de unos días, si es posible.
Tejada emitió un sonido que podría haber sido un bufido. Tal vez de gratitud, o tal vez no.
—Gracias, mi teniente. Quería ir a Toledo para comunicárselo a la madre del cabo López personalmente.
El tono era despreocupado, pero las palabras fueron tan inesperadas que Ramos no supo qué contestar. Por lo general, Tejada se mostraba tan sentimental como una mula. Sin embargo, el sargento se retiró antes de que Ramos lograra ordenar sus pensamientos, o los papeles que reposaban suavemente sobre su mesa.
Esa noche Tejada buscó al guardia Moscoso. Lo encontró jugando a las cartas con un grupo de reclutas. Todos se apresuraron a apartarse para dejar sitio al sargento y le ofrecieron participar. Él rechazó la invitación, pero estuvo observando la partida durante unas cuantas manos, observando con interés las cartas de Moscoso y su juego. El joven, que al principio se sintió halagado por su escrutinio, acabó por ponerse nervioso. Al cabo de diez minutos murmuró una excusa, soltó los naipes, se levantó y se alejó unos metros de la partida. Tejada se incorporó y lo siguió.
—Quería hacerle una pregunta personal, si me lo permite, guardia.
—¿Mi sargento? —Moscoso se ruborizó un poco. Durante la cena, Jiménez había alardeado insufriblemente de haber sido elegido para ir de patrulla con Tejada de Alonso y León. Ésta podría ser una buena oportunidad para devolverle el tanto.
—¿De dónde es usted, Moscoso?
—De aquí, mi sargento. —Moscoso sonrió, aliviado, y se preguntó por qué se había sentido tan inquieto antes. Advirtiendo que su respuesta podría ser inadecuada, añadió—: Soy madrileño. Pero estábamos en Mallorca cuando estalló la guerra, así que mis padres se encuentran bien, a Dios gracias.
—Ah. ¿Vacaciones de verano?
—Sí, señor. Yo acababa de terminar mi primer año en el instituto, señor.
—Sin duda lamentó usted tener que dejar los estudios.
Moscoso sonrió.
—¿Quiere una respuesta sincera, mi sargento?
—Esto no es un interrogatorio. Pero si es usted de aquí, me gustaría formularle unas preguntas sobre el lugar. Creo que al teniente también le gustaría.
—Haré cualquier cosa para ayudar, señor. —Moscoso había olvidado su nerviosismo.
Tejada vaciló.
—Bueno… ¿Ha oído hablar de una escuela primaria llamada Leopoldo Alas?
El recluta parpadeó, sorprendido.
—Pues sí, señor. Creo que sí. Es una escuela pública, ¿verdad?
—¿Sabe la dirección?
—Está cerca de la plaza de Colón —respondió rápidamente Moscoso—. Bueno, al menos lo estaba. Es posible que la hayan trasladado debido a los bombardeos.
—Gracias. —La voz de Tejada era inusualmente cálida—. Le mencionaré al teniente Ramos que dispone usted de información especial que tal vez resulte de utilidad.
—Gracias, mi sargento.
—No hay de qué.
Tejada se retiró. Las rutas de las patrullas eran misión suya, y decidió que su propia ruta iba a llevarlo a la plaza de Colón en los próximos días.