19
Tejada iba a buscar comida para Alejandra cuando el teniente Ramos lo interceptó.
—¡Tejada! ¿Aún no se ha cambiado? El cabo Torres le está esperando.
El sargento intentó explicar la situación, pero Ramos no estaba de humor para escucharlo.
—Oiga, usted dijo que encontraría a la madre de la mocosa y se libraría de ella. No se puede pasar la tarde haciendo de niñera.
—Pero mi teniente —protestó Tejada—, si estoy un poco más con Alejandra…
—Debe salir de patrulla dentro de cinco minutos —lo interrumpió Ramos—. Y no va de uniforme.
—Mi teniente —insistió Tejada—, si le doy de comer, hablará conmigo.
—¡Absolutamente no! —replicó el teniente con firmeza—. Pase lo de la cena con esa joven (por cierto, no crea que me dejé engañar con lo de que era su prima), pero no le permitiré que malgaste nuestras raciones para sobornar a una mocosa roja.
Tejada resopló y reprimió la urgencia de llamar la atención sobre el tono de su superior al referirse a Elena.
—Mi teniente —empezó a decir, esperando que su voz no lo traicionara—. Si puedo…
—Dispone de cuatro minutos para presentarse de uniforme, sargento. —El tono de voz de Ramos no admitía réplica.
Tejada capituló. Al menos, pensó, el teniente no había insistido en que dejara a Alejandra en Cuatro Caminos esa misma tarde. La niña podía esperar. Al cabo de los cuatro minutos concedidos, Tejada se reunió con el cabo Torres y los dos salieron de patrulla.
Por lo general, al sargento le gustaba patrullar a pie. El ritmo lento y constante le otorgaba tiempo para pensar. Sin embargo, ese día temía quedarse a solas con sus reflexiones. ¿Cómo se habría involucrado Paco en el mercado negro? La cuestión se presentaba tan insistente como dolorosa. Paco no se habría relacionado voluntariamente con traidores y criminales. No habría sustraído alimentos de su propio puesto para venderlos de manera premeditada y cínica. Eso no habría sido propio de él, pensó Tejada. Yo me uní al Movimiento porque sabía de qué eran capaces los rojos, y llegué a la conclusión de que era preciso detenerlos. Paco, en cambio, se unió a los nuestros porque creía en un mundo nuevo y mejor. En algún lugar en lo más recóndito del archivador cerrado bajo llave de su inconsciente, el sargento sabía que se estaba mintiendo a sí mismo. Él sí había creído en el Movimiento. Simplemente, no se había dejado cegar por el brillo de la apasionada convicción de su amigo. Sin embargo, sus propios ideales se habían perdido en algún punto del trayecto. Tal vez se habían ido desvirtuando poco a poco, como los bordes de un papel de periódico amarillento. Quizás habían quedado destrozados cuando Elena le explicó por qué Viviana había salido a recuperar el cuaderno de Alejandra y él comprendió que había matado a una mujer que no era culpable de nada más que de intentar cuidar a su sobrina. Acaso se habían desvanecido en el momento en que besó a Elena, aterrado por lo que ella pudiera revelar y por su propia conciencia de que no pensaba emprender ninguna acción contra ella, sin importar lo que dijese. Sin embargo, no he cambiado tanto, se consoló Tejada. Y Paco tampoco. Imposible. Pensó en la fotografía de la muchacha sonriente. ¿Hasta qué punto conocías a Paco?, preguntó sibilinamente una voz en su cabeza. ¿Tan bien como conocías a Elena cuando creías que era una espía porque no te permitió que la acompañaras a casa? ¿O tan bien como te conocía Elena cuando asumió que no eras culpable de asesinato? ¿Estás seguro de que él creía en el Movimiento del mismo modo en que lo estabas de que aquella maldita miliciana lo había asesinado?
El cabo Torres, que había patrullado en pareja con Tejada antes, conocía los modales taciturnos del sargento. Los dos hombres no eran amigos, pero les gustaba patrullar juntos. Sus ritmos encajaban bien y mantenían un silencio de camaradas mientras cada uno se sumía en sus propios pensamientos.
Por norma general, Torres, que era un experto tirador, se ocupaba de vigilar las ventanas superiores, mientras que Tejada se dedicaba al nivel del suelo. Así que Torres se sorprendió cuando el sargento preguntó de repente:
—¿Por qué se enroló usted en el cuerpo, cabo?
—Mi padre era guardia, señor —respondió Torres, extrañándose de que el sargento se interesara en aquel asunto.
—¿Eso es todo? —añadió Tejada, decepcionado. Sin duda otros hombres se enrolaban en la Guardia Civil porque creían en… algo. Algo que pudieran explicarle, como recordatorio.
—¿Todo? —Torres pareció un poco ofendido—. Es una tradición familiar, señor.
—Por supuesto.
Tejada volvió a guardar silencio. Paco y él habían trabado amistad porque no se habían limitado a seguir una tradición familiar: cada uno de ellos comprendía que el otro creía en algo. Entonces, ¿por qué se había involucrado Paco en el mercado negro? Tejada no encontraba ninguna respuesta a la pregunta, pero estaba seguro de que no había sido por decisión del propio Paco.
Los dos guardias civiles atravesaron la Plaza Mayor y se encaminaron hacia el sur. Cerca de la catedral de San Isidro un par de curas los saludaron con la cabeza. Torres devolvió el saludo con deferencia. Tejada asintió también, pero guardó silencio. Mañana confesión, pensó tristemente. Elena… oh, Dios. Que los curas sean compasivos.
La plaza de la Cebada estaba abarrotada. Muchos parecían campesinos que hubieran acudido a la ciudad con ocasión de la Semana Santa, quizá para ir a la iglesia. Pero Tejada advirtió con amargura que los forasteros se apartaban de los guardias civiles con la misma rapidez furtiva que los madrileños. Al menos ellos dos no eran los únicos guardias de la plaza. Otra pareja de figuras uniformadas la recorría en sentido contrario. Tejada advirtió con cierta sorpresa que un tercer guardia cruzaba la plaza ante ellos, al parecer sin compañía. Fuera de servicio, pensó automáticamente el sargento, advirtiendo con desaprobación la ausencia del tricornio y la postura encogida. Algo en aquella actitud le resultó familiar. Redujo el paso, observando al hombre, y Torres, que reconoció el súbito cambio de ritmo como una señal de alerta, desvió su atención de las cornisas de los tejados y trató de seguir la mirada de su compañero.
—¿Estraperlistas, mi sargento? —preguntó Torres, sin mover los labios.
—¿Qué? —Tejada habló en voz baja, sin volver la cabeza—. ¿Por qué lo dice?
—Estamos en la plaza de la Cebada, ya sabe.
Tejada se maldijo a sí mismo. Lo sabía. Todo el mundo conocía los rumores sobre la plaza. Y aquí estaba él, viendo a un guardia que se comportaba de manera sospechosa. Cambió un poco el rumbo, cruzando la plaza más directamente para interceptar al guardia, y Torres lo siguió. Sin embargo el hombre de hombros encorvados se movía con rapidez, y aunque la multitud les abría paso, prefería no echar a correr para no alertar a la presa.
—Torres —dijo Tejada en voz baja—. Alerte a los demás.
—Sí, mi sargento. —Torres ya había empezado a volverse hacia ellos.
La multitud se arremolinó y Tejada vislumbró de nuevo al guardia solitario. Ahora se encontraba más cerca, y Tejada recordó de qué lo conocía. Era el sargento Rota, el compañero de Paco. El hombre que informó de su desaparición, pensó. Y el que trató de convencerme de que Paco se hallaba implicado en el mercado negro. Avivó el paso. Lo más probable es que Paco se viera entre la espada y la pared, pensó Tejada, sombríamente. ¿Y quién estaría en mejor situación de saberlo que su superior? ¡Hijo de puta! Pero Paco no habría seguido adelante aunque se lo hubieran ordenado. Seguramente tenían algo para presionarlo. Cuando le ponga las manos encima a Rota, ya me dirá de qué se trata, ya.
Tejada contempló la plaza. El cabo Torres había hecho señas a los guardias del otro puesto, y en ese momento convergían hacia un punto un poco por delante del sargento Rota, a un paso engañosamente rápido. Rota casi alcanzaba unos soportales que conducían a la salida de la plaza. Torres y los otros dos guardias se anticiparon a sus movimientos.
Tejada vio que Rota se detenía y sonrió, saboreando su triunfo. Echó mano a la pistola.
—¡Guardia Civil! ¡Alto!
Para chasco de Tejada, el grito procedió de los soportales. Dos civiles salieron con las manos en alto seguidos de Torres y los dos hombres a los que había reclutado.
Antes de que Tejada alcanzara a comprender qué había sucedido, Rota avanzó un paso y saludó a los tres guardias civiles.
—Buen trabajo. ¿Necesitan ayuda?
—No, señor —contestó uno de los guardias desconocidos—. Son sólo estos dos.
—Excelente. Ya que no estoy de servicio, entonces…
—Muy bien, sargento.
Tejada abrió la boca para protestar, pero Rota ya había dejado atrás a los guardias y se alejó por los soportales. Para cuando Tejada llegó, ya había desaparecido en uno de los innumerables callejones.
—¿Qué están haciendo? —exigió Tejada, mientras el cabo Torres y uno de los otros guardias esposaban a los prisioneros.
—El cabo nos dijo que estaban buscando estraperlistas, señor —respondió el otro guardia desconocido.
—Tiene usted buen ojo, señor —añadió Torres—. Yo no habría advertido lo que ocurría. Pero los hemos pillado con las manos en la masa. Mire las maletas.
El sargento comprendió que amonestar a los hombres habría sido tan injusto como desaconsejable, sobre todo en presencia de los detenidos. Torres no tenía forma de saber que se había equivocado. Furioso, el sargento se inclinó para abrir las maletas.
—¡Dios mío! —Uno de los guardias desconocidos se asomó por encima de su hombro e inspeccionó el contenido—. ¡Café! ¿Será auténtico? ¡Y, mire, también leche condensada! ¿Son pruebas, mi sargento? Quiero decir, ¿nos las llevamos o… o qué? —terminó de decir, tratando de no parecer demasiado ansioso.
—Es todo suyo si lo quieren, caballeros —intervino uno de los detenidos.
Tejada miró al hombre y alzó las cejas.
—¿Nos estás ofreciendo un soborno?
—No —se apresuró a intervenir el detenido más inteligente, tras observar al sargento—. No, desde luego que no, agente.
—Chocolate —comentó uno de los guardias, admirando el contenido de la maleta. Advirtió la mirada de Tejada y añadió rápidamente—: Pruebas, señor, por supuesto.
La única preocupación de Tejada era volver al puesto cuanto antes. De momento el sargento Rota había escapado, pero tal vez consiguieran que los estraperlistas lo delataran, si es que era su contacto. Por otra parte, aunque no lo fuera, merecía la pena informar al capitán Morales de la sospechosa conducta del hombre. A Tejada el capitán le había parecido un oficial competente. Incluso sin más pruebas, podría ordenar que vigilaran a Rota. En ese momento Tejada cayó en la cuenta de que los prisioneros le brindaban una excelente excusa para regresar al puesto e interrogar también a Alejandra. La niña tal vez vio algún rasgo del hombre que mató a Paco, pensó con talante optimista. Delgado, de hombros caídos, desaliñado… Se lo preguntaré. Dominando su irritación por la huida de Rota, el sargento dio la orden de regresar al puesto.
Los dos guardias de Cuatro Caminos accedieron a acompañar a sus camaradas y custodiar las pruebas del estraperlo. Los cuatro regresaron en silencio: los guardias Díaz y Soriano se dedicaron a escoltar a los detenidos mientras especulaban sobre el destino de los artículos requisados, el cabo Torres se preguntaba por qué el sargento Tejada no parecía más satisfecho, y Tejada deseaba que el grupo caminara más rápido.
Al principio, cuando vio que Tejada regresaba tan pronto, el teniente Ramos se molestó, pero su irritación no tardó en desaparecer. Oyó el informe de los cuatro guardias y luego ordenó que todos excepto Tejada se retiraran.
—Bien, sargento —dijo cuando la puerta se hubo cerrado—. ¿Cree que ésos son los hombres que han estado recibiendo nuestros suministros?
Tejada hizo una pausa antes de responder.
—Es posible, señor. Pero no estoy seguro.
Ramos frunció el ceño.
—Entonces, ¿por qué los ha arrestado a ellos en concreto? ¿Cree que poseen información?
—Tal vez.
Tejada pensó que lo mejor sería admitir que en realidad esos estraperlistas habían sido detenidos casi por accidente, aunque no se le ocurría ningún modo de hacerlo sin parecer incompetente.
—Lo cierto es que se produjo un ligero fallo de comunicación entre el cabo Torres y yo.
Respiró hondo y empezó a relatar su versión de los arrestos de la tarde.
Cuando Tejada terminó, Ramos sacudió la cabeza.
—La próxima vez, asegúrese de dejar claro cuál es el objetivo.
—Sí, mi teniente.
—En cualquier caso, no creo que se haya hecho ningún daño —continuó Ramos de buen humor—. Según su historia, Rota no estaba realizando ninguna actividad delictiva.
Tejada hizo una pausa. Estaba seguro de que había algo sospechoso en Rota, pero pasear por una plaza cuando se estaba fuera de servicio no constituía ninguna falta.
—Parecía sospechoso, señor —declaró, consciente de lo endeble del argumento—. Aparte de que no colaboró en el asunto de los estraperlistas.
—Ya explicó el motivo —señaló el teniente.
—Bueno, sí —admitió Tejada—. Pero… bueno, al principio no nos reconoció.
—Tampoco es de extrañar, si usted intentaba ocultarse de él —adujo Ramos.
Tejada se vio obligado a admitir que el teniente llevaba razón.
—Supongo. Pero tuve la sensación de que algo fallaba, señor. Es difícil de explicar, pero en ese momento estaba seguro.
Ramos suspiró.
—No voy a decir que no existan las corazonadas. Pero ese hombre pertenece al cuerpo, Tejada. Y acusar a alguien de su rango sin pruebas es un asunto serio.
—No es preciso presentar cargos formales, mi teniente. Si alertara usted de manera informal al capitán Morales, estoy seguro de que él tomaría las medidas pertinentes.
—¿Qué pensaría si alguien me alertara informalmente sobre usted?
—¡Eso es imposible! —replicó Tejada, molesto—. ¡Porque no hay nada de lo que alertar! No me estoy inventando nada, señor. Rota desapareció demasiado rápido. No saludó. Nada. Era muy sospechoso.
—De acuerdo, pero no puedo llamar a un superior y decirle que mi sargento considera que uno de sus hombres carece de modales sociales. Si tuviera usted algún indicio, Tejada… cualquier cosa que no fuera un simple presentimiento. ¿Se detuvo a hablar con alguien en la plaza? ¿Llevaba algún paquete?
Durante un instante, Tejada se sintió tentado de inventar alguna circunstancia sospechosa, pero al final negó con la cabeza.
—No, mi teniente. Lo siento.
—Yo también. Pero tal vez no haya sido un esfuerzo baldío. Hable con los detenidos. Si llevan latas en las maletas, no son estraperlistas de poca monta. Intente averiguar quién es su proveedor.
—Sí, mi teniente. —Tejada saludó—. ¿Hay alguna sala de interrogatorios libre, señor?
Ramos esbozó una mueca.
—Estamos en unos barracones, Tejada. ¿Qué quiere, el Alcázar de Toledo?
—Muy bien, señor —asintió el sargento, interpretando correctamente su respuesta como un no—. Por favor, infórmeme cuando quede una sala disponible.
—Lo haré. Puede retirarse.
Tejada dio media vuelta y se marchó, preguntándose cómo lograría persuadir a los detenidos para que implicaran al sargento Rota. Después de cavilar un momento, se dirigió a su habitación y comprobó la lista de guardias del día. Tuvo suerte. El agente Eduardo Meléndez se hallaba de servicio, pero no se le había asignado ninguna patrulla. Encontró a Meléndez haciendo guardia ante la improvisada prisión. Al ver a Tejada, el guardia se cuadró.
—¡A sus órdenes, mi sargento! —saludó Meléndez.
Tejada apreció el saludo. El guardia Meléndez era unos diez centímetros más alto que su superior y pesaba al menos veinticinco kilos más. En general, el sargento prefería ocuparse él mismo de la persuasión física, sin embargo en esta ocasión tenía prisa, y sabía que la presencia de Meléndez durante los interrogatorios era de lo más efectiva.
—¿Ha visto a ese par de estraperlistas que el cabo Torres ha traído esta tarde?
—Sí, mi sargento.
—Voy a interrogarlos. Agradecería su ayuda, guardia.
—A sus órdenes, mi sargento. ¿Quiere que los caliente primero un poco?
Tejada consideró la idea.
—Sí, pero no se emplee a fondo. Los quiero conscientes y coherentes. Empiece con uno, tal vez, y que el otro esté delante.
—De acuerdo, ya sé a qué se refiere, señor.
—Excelente. Le mandaré llamar cuando esté preparado para el primero.
—Sí, mi sargento.
Por desgracia, la sala que Ramos proporcionó tenía una ventana que daba al patio, pero Tejada echó las persianas y esperó tener suerte. Mandó llamar al primer estraperlista un cuarto de hora más tarde de su cita con Meléndez. Cuando trajeron al hombre, un hilillo de sangre le corría hasta el mentón, y parecía caminar con cierta dificultad.
—Siéntate —ordenó Tejada—. Debo formularte un par de preguntas.
El guardia Meléndez reforzó la orden empujando al prisionero hasta que se vio obligado a ocupar una silla que había delante de la mesa.
Tejada tomó una libreta y se sentó cómodamente en el borde de la mesa, dominando al prisionero desde su altura.
—El contrabando es un delito grave, ya lo sabes.
El hombre permaneció en silencio. Meléndez le asestó un ligero golpe en la cabeza.
—Contesta al sargento.
—Sí, señor, ya lo sé. —La voz del detenido sonaba apagada.
—Imagino que tampoco será la primera vez —continuó Tejada—. Y me pregunto qué encontraríamos si buscáramos tu historial de guerra.
—Es la primera vez, señor —aseguró el detenido en tono suplicante.
—Por supuesto, podríamos llevarte al paredón y acabar de una vez. Desde luego, sería lo más cómodo. Pero me gustaría saber quiénes son tus proveedores.
El prisionero pareció levemente mareado.
—Yo… no sé quiénes son, señor.
—¡Qué lealtad! —murmuró Tejada, meneando la cabeza—. Honor entre ladrones, ¿qué le parece, guardia?
Soltó la libreta, se inclinó hacia delante y asestó al detenido un revés, eligiendo de forma deliberada el lado que Meléndez había golpeado ya.
—No me mientas.
—N-no estoy mintiendo. —En la voz del interrogado se advertía un tono desesperado—. Nunca los he visto… ¡Ay!… Oh, Dios… me matarán.
—No serán solamente ellos —dijo Tejada con frialdad—. Y si no colaboras, créeme, me tomaré mi tiempo.
—No puedo decírselo. —El hombre empezó a sollozar y Tejada le golpeó el otro lado de la boca—. No puedo decírselo.
Media hora más tarde había rastros de sangre en el suelo y los nudillos del sargento empezaban a inflamarse. Sabía que la paciencia era la clave del éxito en un interrogatorio, pero no estaba disfrutando y le interesaba más la confirmación que la información. Corrió el riesgo.
—¿Por qué les tienes tanto miedo? ¿Han matado a alguien antes?
El prisionero respiró entrecortadamente entre sollozos y entonces asintió, casi cediendo.
—¿Quiénes? —Tejada controló su urgencia. Calma, pensó. No te traiciones. Conserva la calma.
El prisionero murmuró algo.
—Habla más alto —ordenó Tejada bruscamente.
—Un socio —repitió el hombre, con un hilo de voz—. Trató de delatarlos.
—¿Un guardia civil? —Tejada formuló la pregunta casi sin pensar.
—No. —El hombre negó con la cabeza—. No, uno de nosotros. —Alzó la cabeza y observó a Tejada con los ojos hinchados—. Yo… ¡oh, Dios! ¿Otra vez eso?
Tejada miró a Meléndez por encima de la cabeza del prisionero, sorprendido. Meléndez se encogió de hombros, sin comprender nada.
—Tal vez —contestó Tejada, esperando que la ambigüedad de la respuesta ocultara su confusión. ¿Otra vez?, pensó. ¿Alguien más ha estado haciendo preguntas?—. Depende de lo que sea «eso».
—Oh, mierda. —La voz del hombre era un gemido—. Lo de Paco. Dije la verdad antes, ¿sabe?
—¿Que dijiste la verdad? ¿A quién?
—Mire —prosiguió el prisionero con una voz que intentaba ser calculadora pero que más bien resultaba suplicante—, si le cuento lo que sé sobre Paco, sobre quién preguntaba por él y todo, ¿me dará una oportunidad? ¿Por favor?
—Te escucho —respondió Tejada, con toda la calma de que fue capaz.
—Yo creía que a Paco lo había matado un rojo. —Las palabras eran un murmullo, en parte porque al prisionero le faltaban ya algunos dientes—. Pero entonces llegó ese tipo… se hizo pasar por un cliente, y empezó a hacer preguntas sobre Paco, y sobre el francotirador que lo mató, y lo que le había pasado al francotirador.
—¿Y tú se lo dijiste? —inquirió Tejada, tomando notas furiosamente.
—Tenía una pistola —explicó el prisionero—. Además, supuse que era un guardia. En realidad lo que le interesaba era quién había matado al francotirador. Entonces se largó a toda prisa y eso ya no era propio de un guardia, así que empecé a sospechar que tal vez fuera un rojo. Ustedes son guardias civiles, y ahora también quieren saber lo de Paco, así que… —guardó silencio, desesperado.
Tejada, que había esperado obtener pruebas contra el sargento Rota, quedó intrigado por la información del prisionero. Si alguien más estaba haciendo averiguaciones acerca de la muerte de Paco, entonces era posible que a Paco lo hubieran matado los rojos. O tal vez alguien era muy listo, igual que alguien había sido muy listo con las raciones, y estaba intentando cargarle a otro el muerto.
—Cuéntame exactamente cómo conociste a ese hombre, qué te preguntó y qué le dijiste —ordenó.
Fue un relato largo y lloroso, interrumpido frecuentemente por súplicas y maldiciones por parte del prisionero. Sin embargo, al final Tejada comprendió que el investigador desconocido había mostrado un sorprendente interés primero por el francotirador que supuestamente había asesinado a Paco, y luego por la identidad de los guardias que habían acudido a la escena en primer lugar. Si alguien me busca, pensó, ha de ser por las raciones desaparecidas… Saben que estoy investigando el tema. No obstante, resulta una forma curiosa de identificarme. A menos que en efecto estén interesados en el asesino: la tía de Alejandra, cómo se llamaba… Viviana. ¿Quién iba a preguntar por ella, a menos que de algún modo se hallara involucrado en el estraperlo? Necesitaba tiempo para pensar, pero también sabía que si relajaba su presión sobre el prisionero perdería bastante de lo que había conseguido.
—Háblame de tu proveedor —ordenó, regresando a la pregunta original, porque no se le ocurría ninguna otra.
—No puedo.
Revés.
—Dame un nombre.
Tejada flexionó subrepticiamente los dedos doloridos. Le asaltó la tentación de asignar el interrogatorio a Meléndez y refugiarse en algún sitio tranquilo hasta que sus manos se recuperaran, lo cual le daría la oportunidad de pensar en la información sobre Paco. Pese a ello, sabía que la persistencia era la clave.
—Un nombre —repitió.
—Diego.
Tejada recordó el informe que el teniente Ramos le había mostrado unos días antes: «Su pareja, el sargento Diego Rota, informó de su desaparición…».
—Apellido.
—No lo sé.
Revés.
—Apellido.
—Báez. Diego Báez.
Tejada deseó tener más práctica en interrogatorios. Había estado a punto de conseguir información que apuntaba al sargento Rota. Soy un idiota, pensó. Si no lo hubiera presionado, podría haberle presentado a Ramos sólo con el nombre de pila. Desde luego, también podía mentir. Inspeccionó al prisionero. Su rostro era un amasijo sanguinolento, así que resultaba difícil interpretar su expresión. De haber contado con más experiencia sin duda habría sabido si su prisionero decía la verdad.
—¿Dónde puedo encontrarlo? —preguntó Tejada, porque ése parecía el siguiente paso lógico.
El prisionero guardó silencio.
—Cuando quiera, guardia —indicó Tejada, quien dirigió un ademán a Meléndez.
Presenciar el trabajo del guardia no era un espectáculo agradable, pero Tejada debió admitir que resultaba efectivo. En menos de una hora, el hombre reveló que Diego Báez era un intermediario, que recibía mercancía ilegal de personas a quienes el prisionero no conocía, y que luego la pasaba. El prisionero mantuvo que ignoraba dónde se encontraba Báez, aunque admitió que su colega y él se habían citado con el misterioso Diego el domingo por la tarde en la tumba de una tal María Dolores Torrecilla, en la Necrópolis del Este. Tejada consideró que ya había obtenido toda la información posible y envió al agotado hombre de regreso a su celda.
Cuando Meléndez y el prisionero se marcharon, Tejada revisó sus notas mientras se lamía meditabundo un nudillo. Le supo a sangre y se preguntó casi sin reparar en ello si sería del prisionero o si se había despellejado las manos. Al teniente Ramos probablemente le interesaría conocer las noticias referentes a Diego Báez. Sin duda estaría encantado si la Benemérita conseguía capturar a Báez el domingo. Tejada consideró brevemente que no le resultaría nada fácil encontrar guardias dispuestos a trabajar el Domingo de Resurrección. Decidió que él siempre entusiasta Jiménez sería un excelente integrante del grupo. En cualquier caso, la información que había obtenido era enigmática. ¿Me está buscando alguien?, se preguntó. ¿Y por qué? ¿Guarda relación con la tía de Alejandra? Abstraído, garabateó el nombre de la miliciana en la libreta. Viviana Llorente. La hermana de Carmen Llorente, que estaba retenida en Cuatro Caminos por la desaparición de su hermano. Su hermano Gonzalo, siguió reflexionando Tejada. Un rojo que se esconde y que tal vez quiera saber quién mató a su hermana. Gonzalo Llorente.
Tejada archivó el nombre para futuras referencias. Encontrar a un ex soldado republicano era una prioridad secundaria, comparada con la localización del hombre que robaba alimentos del puesto. Pero Tejada reflexionó satisfecho que si alguna vez resultaba imperioso capturar a Gonzalo Llorente, ya disponía de un cebo perfecto. Tras meditar un momento, se levantó y por segunda vez ese día fue a buscar comida para la sobrina de Llorente.
Un grupito de nerviosos guardias llamó la atención de Tejada cuando pasó ante la cafetería. Estaban reunidos en torno a una de las mesas, al parecer examinando algo. Fragmentos de la conversación le llegaron a través de la puerta abierta.
—No deberías… estamos en cuaresma.
—Escucha, santito, no me he fumado un pitillo decente desde hace seis meses, y éstos son de verdad.
—Tiene razón. Ya podrías esperar hasta después del Domingo de Resurrección.
—Sí, hombre, y un carajo. No serías tan estricto si se tratara de una chica.
—¿Qué son «bis-cu-its»?
—¿Qué son qué? Ay, Dios mío, galletas inglesas.
Tejada entró en la sala y alzó la voz.
—¿Ocurre algo interesante?
Las conversaciones se interrumpieron y un grupito de apocados guardias se volvió hacia él.
—Pues… no, mi sargento. No es nada —aventuró uno de los hombres más jóvenes.
—¿Qué hay en la mesa? —preguntó Tejada con suavidad, advirtiendo que los guardias parecían haberse situado ante la mesa como para ocultarlo. Reconoció a uno de ellos—. ¿Durán? ¿Puede explicar esto?
—Bueno… oímos que había capturado usted a unos estraperlistas, mi sargento. —Durán tragó saliva—. El guardia Soriano nos estaba contando su intervención, sargento, y lo rápido que fue al localizarlos. Nos estaba mostrando las… las pruebas.
—¿Mostrándoles? —Tejada alzó las cejas—. Más bien parecía una subasta.
Durán volvió a tragar saliva.
—Mejor eso a que se lo queden los rojos, mi sargento. Y… y… en fin, que hay cigarrillos Gauloises y todo.
—Éste sería capaz de vender a su propia madre por un paquete de Gauloises —dijo alguien del grupo.
Durán se volvió, indignado.
—¡No he visto que te ofrecieras a compartir ninguno!
El grupito estalló en recriminaciones. Tejada se preguntó por un momento hasta qué punto sería literal la expresión «vender a su propia madre».
—No he hablado con el teniente Ramos sobre el destino de los artículos confiscados —anunció, alzando la voz para hacerse oír pese a la discusión—. Comprendan que hasta que se haga inventario, nadie tiene derecho a reclamarlo.
—Sí, mi sargento —respondieron en un murmullo manso y general.
—Sin embargo —continuó Tejada—, se requisaron dos maletas. Imagino que con una bastará como prueba, suponiendo que esté llena y contenga muestras de todos los artículos hallados.
—¡Sí, mi sargento! —En esta ocasión el coro fue más entusiasta.
Tejada avanzó un paso y el grupo se apartó para mostrarle lo que había sobre la mesa. Como había esperado, una de las maletas estaba abierta, y el contenido esparcido. Los guardias volvieron a centrarse en los lujosos artículos prohibidos y continuaron discutiendo. Tejada cogió la lata de brillantes colores de las galletas inglesas. Se produjo una dura disputa por el chocolate, y probablemente llegarían a las manos por los cigarrillos y el café antes de que pasara mucho rato, pero ninguno de ellos pareció particularmente interesado en la cajita de metal. Tejada la sopesó un momento, reflexionando. Nunca antes había intervenido en nada remotamente ilegal, pero de niño le encantaban las galletas inglesas… «Vender a su propia madre».
—¿A alguien le interesa esto en especial? —preguntó, levantando la lata.
Los guardias lo observaron por un instante y todos negaron con un gesto.
—En ese caso…
El sargento se colocó la lata bajo el brazo y salió discretamente, dejando una impresión de alivio entre los guardias.
—Por un momento temí que fuera a causarnos problemas —comentó Soriano.
—No —se apresuró en tranquilizarlo uno de los hombres del puesto de Manzanares—. El sargento es buena gente. Podría habérselo quedado todo, o quitarnos los cigarrillos. Pero es un caballero.
—Me pregunto si le gustan esas galletas tan raras —intervino Durán, pensativo.
Tejada se encaminó hacia la enfermería. No haré preguntas, planeó. Si se las ofrezco, a lo mejor accede a hablar conmigo. Para su sorpresa, encontró al guardia Jiménez sentado en la cama junto a Alejandra, cantándole en inglés:
—Heaven, I’m in heaven, and the cares that hung around me through the week, seem to vanish, like a gambler’s lucky streak…
Cuando Tejada se acercó el joven guardó silencio. Alejandra, que estaba sentada en la cama y sonreía, se desplomó y dirigió al sargento una mirada de cautela.
—Hola, mi sargento —saludó Jiménez tranquilamente—. Estaba intentando entretener a Aleja.
—Muy amable por su parte, guardia —respondió Tejada, divertido—. No sabía que hablara usted inglés —añadió.
Jiménez sonrió, halagado.
—No lo hablo, señor. Sólo sé algunas canciones de las películas. Las oigo por la radio. Además, fui a ver Sombrero de copa cuando estaba de permiso.
—Ya. —Tejada asintió vagamente. Era consciente de la existencia del cine, pero esta forma de diversión no le atraía especialmente.
—Mi sargento… —Jiménez se levantó y bajó un poco la voz—. He descubierto algo, creo. Aleja… su nombre completo es Alejandra Palomino.
—Sí —asintió Tejada—. ¿Qué ocurre?
—Pues… —Jiménez volvió a mirar a la niña, que estaba sentada en la cama, observándolos con atención—. El nombre me resultó conocido, señor. Y entonces lo recordé. Es el nombre que estaba escrito en el cuaderno que encontramos la semana pasada. Junto a… —miró de nuevo a Aleja—, ya sabe.
—Sí —lo interrumpió Tejada secamente—. Buena deducción, Jiménez.
—Le he devuelto el cuaderno, mi sargento. —Jiménez parecía bastante cohibido—. Espero no haber cometido un error. Estaba en el despacho del teniente Ramos, y él dijo que lo cogiera y… bueno… que sacara de aquí a la mocosa, así que…
—No importa. —Tejada empezaba a impacientarse—. ¿Algo más?
—No.
Jiménez estaba preocupado. Tal vez había hecho algo mal y el sargento era demasiado amable. Se justificó añadiendo, un poco nervioso:
—Así descubrí que a Aleja también le gusta el cine. Por esa foto.
—¿Qué foto? —preguntó Tejada, sobresaltado.
—Ésta, señor. Debió de meterla usted en el cuaderno sin percatarse. —Jiménez alzó un cuadradito blanco, ansioso por complacer—. Aleja quería quedársela, pero le dije que debía de ser de usted.
Tejada tomó automáticamente la foto que se le ofrecía y reconoció a Isabel, la novia de Paco.
—¿Qué tiene esto que ver con el cine? —preguntó, sintiéndose como un estúpido.
—¿No la reconoce, señor? —se extrañó Jiménez, un poco decepcionado por la ignorancia de su ídolo—. Es Ginger Rogers. La actriz americana.