18
Gonzalo no sabía cuánto tiempo había permanecido sentado en la oscuridad. Es como estar enterrado en vida, pensó. La idea le recordó que al cabo de no mucho tiempo bien podría estar enterrado, aunque no vivo. Se preguntó si tendría que haber corrido el riesgo con la Guardia Civil. Trató de pensar con claridad, pero nada tenía sentido.
El sonido de alguien al descorrer el cerrojo de su prisión lo sobresaltó. La puerta se abrió y apareció la mujer de negro. Se había quitado el velo, y Gonzalo vio una cara larga de facciones angulosas, enmarcada por rizos negros. La mujer conservaba el revólver de Gonzalo. Lo apuntó firmemente con el arma mientras avanzaba.
—Levántate. —Para su sorpresa, su voz resultaba casi amistosa—. Date la vuelta.
Gonzalo obedeció y oyó que la mujer se retiraba unos pasos. Se preguntó si llegaría a percibir la detonación antes de que lo alcanzara la bala. Entonces oyó unos pasos más y notó que lo desataban. Un momento después, tenía las manos libres. Se volvió lentamente, frotándose las muñecas, y vio que el barbudo Juan (o Andrés) empuñaba el arma y permanecía de pie en la puerta. Sin embargo, ya no lo estaba apuntando.
—Manuela ha hablado en tu favor —intervino la mujer.
—Lo cual significa que tenemos que ayudarte —añadió el hombre, mientras lo acompañaba de vuelta a la cocina.
Gonzalo se sentó. El hombre de la barba tomó asiento frente a él, mientras la mujer permanecía detrás, de pie.
—¿Ayudarme? —repitió Gonzalo, aturdido.
El barbudo sonrió.
—Supongo que lo mejor será empezar por una disculpa, camarada. Debes de haber estado cagado de miedo.
—Más o menos —admitió Gonzalo, quien consideró que la diversión del hombre resultaba decididamente inapropiada—. Podrías decirme qué está pasando.
—Lo siento, amigo mío, eso no está en mi mano —replicó Juan—. Ahora necesitarás documentos falsos, ¿no? Y un motivo para cruzar la frontera. Probablemente un disfraz, aunque no creo que tengan fotografías tuyas. —Inspeccionó a Gonzalo—. No presentas ningún rasgo distintivo. Eso constituye una ventaja.
Gonzalo se lo quedó mirando, boquiabierto: todos los planes de Carmen parecían hacerse realidad. Pensó que debería sentirse jubiloso. Le estaban ofreciendo la vida, y ni siquiera habían mencionado asuntos de dinero.
—¿Quieres decir… Francia? —apuntó, demasiado confuso para analizar sus sentimientos.
—Todavía no lo sé —replicó Juan—. Tal vez Portugal. Allí podemos buscar un barco, o intentar enviarte vía Gibraltar. —Negó con la cabeza—. Lo malo de Madrid es que está en mitad de ninguna parte, joder.
Gonzalo se envaró ante el insulto a su patria. Sabía a qué se refería el hombre, desde luego, aunque se le antojaba menos ofensivo decir que Portugal y Francia quedaban lejos. Madrid era el centro de todo.
—No pensaba marcharme —adujo, pidiendo disculpas.
—No puedes quedarte. —La voz de Juan mostraba la calmada convicción de quien expresa lo evidente.
—No quiero marcharme —repitió Gonzalo, pese a sentirse un poco desagradecido. Le parecía una falta de respeto rechazar la ayuda que le ofrecían. Ansioso por aclarar su posición, añadió—: Sé… que no viviré. Pero no me importa.
El hombre de la barba entornó los ojos.
—No lo hacemos por ti, camarada, sino por nosotros. No estaremos a salvo si te quedas.
Gonzalo sabía que el hombre tenía razón. No obstante, su motivo para aferrarse a la vida guardaba relación con la ciudad, y su obstinación le hizo decir, lentamente:
—Entonces, antes de marcharme, el hombre que mató a mi… mujer… es un sargento de la Guardia Civil del puesto de Manzanares. Me gustaría encontrarlo. Ése era mi plan.
—¿Estás loco?
Justo cuando Juan soltaba aquella pregunta, la mujer alzó la voz para intervenir con súbita intensidad:
—¿Cómo sabes que es un sargento del puesto de Manzanares?
Gonzalo se encogió de hombros, sin saber a qué pregunta contestar. Juan miró a su compañera y entonces dijo lentamente:
—Buena pregunta. ¿Cómo sabes que es un sargento del puesto de Manzanares?
—Es una larga historia.
—Tenemos tiempo. —Una vez más, fue la mujer quien habló.
Gonzalo se encogió otra vez de hombros y resumió como mejor supo sus investigaciones sobre la identidad del asesino de Viviana. Dado que ya conocían a Manuela, el hombre de la barba asintió levemente unas cuantas veces y se relajó cuando Gonzalo les contó lo que ella había dicho. Animado, Gonzalo continuó describiendo su descubrimiento accidental del envoltorio de chocolate y sus posteriores averiguaciones en el mercado negro. El hombre de la barba volvió a tensarse y la mujer se acercó para observar de cerca a Gonzalo, quien explicó lo del cuaderno perdido de Aleja y mencionó su plan de esconderse para observar al guardia que había de visitar a su hermana.
—Pero entonces llegó Manuela y nos dio el aviso, así que perdí la oportunidad. Probablemente ya habrá visto a Carmen… Espero que mi hermana se encuentre bien —añadió, consciente de que a ellos no les importaba la seguridad de Carmen y avergonzado por no haber pensado más en ella durante su encierro.
—¿Estás seguro de que Paco estaba involucrado en el estraperlo? —dijo con voz sombría el hombre de la barba, ignorando las últimas palabras de Gonzalo.
—Si supiera quién es Paco… —replicó Gonzalo.
—¿No lo sabes? Joder, qué mierda. —El hombre frunció el ceño—. Paco era el guardia muerto, el guardia por el que mataron a tu Viviana. Pero ¿qué demonios estaba haciendo en el mercado negro? ¿No decías que era el monaguillo perfecto?
Gonzalo advirtió que la última pregunta no iba dirigida a él, sino a la mujer. Ella asintió.
—Pues sí, eso creía —replicó con aspecto triste—. Era… oh, un fascista ideal. Vocinglero y fanfarrón, y demasiado corto de miras para saber por qué luchaba. Un estúpido, en muchos aspectos. Pero no un hipócrita.
—¿Lo conocías? —preguntó Gonzalo, con sorpresa y una pizca de miedo.
—Bastante bien. —La voz de la mujer podía ser amarga, o divertida, o simplemente afligida. Resultaba difícil determinarlo—. Era una fuente de información bastante valiosa.
—¿Quieres decir que era un espía? —Gonzalo farfulló la palabra, incapaz de contenerse. Por un momento compadeció a ese hombre, que había muerto intentando servir a la República. De pronto comprendió que culpar a Viviana del asesinato del guardia podría resultar tremendamente conveniente para… quien fuese. Se estremeció. No era extraño que les interesara averiguar quién había matado a Viviana.
—No exactamente —dijo la mujer, todavía con un aire de pesadumbre. El hombre la miró con el ceño fruncido, indicándole que se callara, y ella negó con la cabeza—. ¿Qué importa ya, Andrés? Está muerto. —Se volvió hacia Gonzalo—. Paco creía estar enamorado de mí. Una auténtica historia de amor. No era difícil sonsacarle información acerca de su trabajo. Era de ésos que no creen que las mujeres vayan a preocuparse por la guerra y la política. —Suspiró, y su voz tembló ligeramente cuando añadió—: Ya lo ves, un estúpido. Pero bastante íntegro, de una honradez incluso torpe. Supusimos que había muerto por eso.
—¿Crees que alguien descubrió su relación contigo? —preguntó Gonzalo, cuya mente era un torbellino de ideas.
La mujer asintió.
—Sí. Tenía sentido. Él pertenece… pertenecía a una familia destacada. Les habría resultado embarazoso que lo sometieran a un consejo de guerra. Supusimos que habían decidido librarse de él en silencio, aunque ignorábamos si les había contado algo antes. Podría haberme identificado a mí… y a unas cuantas personas más.
—¿Cómo lo averiguaron? —preguntó Gonzalo.
—El idiota enviaba dinero. —Por lo visto Juan había decidido que la situación no iba a empeorar porque Gonzalo supiera más—. Quería ayudar a su «prometida». —Juan esbozó una mueca de desdén, o tal vez de diversión—. No es que no apreciáramos la moneda de Burgos, pero era evidente que tarde o temprano alguien acabaría descubriéndolo y trataría de localizar a esa «Isabel» que estaba recibiendo los pagos.
—Veo que ese nombre abunda —observó Gonzalo entono adusto.
Juan sonrió.
—Es un nombre corriente, camarada.
Gonzalo asintió y de pronto recordó algo.
—El estraperlista con quien hablé dijo que a Paco no le importaba el dinero. Dijo que lo enviaba «a una chica». ¿Eras tú?
La mujer (Isabel, a falta de un nombre mejor) parecía pensativa.
—Sí, de hecho… oh, sí, eso encajaría. Hace unos seis meses empezó a mandar dinero. Dijo… —Cerró los ojos—. A ver si lo recuerdo bien. Algo así: «Ahora tengo una paga extra. No me enorgullezco de lo que hago para ganarla, pero de todas formas no me permiten elegir. Así que me alegraré mucho si a ti te ayuda en algo».
Juan se echó a reír.
—¿Entonces se dedicó al crimen para mantener a Isabel? Qué tierno.
—También es posible que alguien descubriera quién era realmente «Isabel» —sugirió Gonzalo—. Y lo chantajeó.
—Si lo hubieran chantajeado, no habría dispuesto de dinero —objetó Juan.
Isabel negó con la cabeza.
—No, comprendo lo que quiere decir. Si Paco se lió con los contrabandistas porque fue coaccionado, no le habría importado el dinero. —Su rostro se suavizó durante un momento—. Sería muy propio de él cederlo, si consideraba que no le correspondía legítimamente. Desde luego, todo lo que heredara de su padre sería «legítimo», pero esto no. Así pensaba.
—¿Habría seguido suministrándote información, de saber que estabas en el otro bando? —dijo Gonzalo.
Juan maldijo en voz baja.
—¡Durante seis meses pudo haber estado pasándonos información falsa!
—No. —Isabel se mostró convencida—. Ya te lo dije: él nunca habría podido ser espía. Era demasiado… natural. Muy mal mentiroso. No me refiero a que no supiera mantener la boca cerrada, pero siempre se notaba cuando estaba ocultando algo. Tal vez no se supiera de qué se trataba, pero sí que había algo.
—En ese caso, ¿cómo podrían haberlo chantajeado? —objetó Juan.
Esta vez fue Isabel quien torció el gesto.
—Seguro que alguien amenazó con ir a su madre con el cuento de que seguía en contacto conmigo. Esa vieja estirada no me apreciaba. Fue él quien decidió mantener nuestra correspondencia en secreto, «hasta que convenzamos a mi madre», por usar sus propias palabras. Todo el sistema era tan complicado que no podía salir bien en ningún caso. Por eso digo que nunca habría sido un buen espía.
Juan daba golpecitos con las gafas sobre la mesa.
—Esto no cambia nada, entonces. Tal vez les preocupara más un riesgo de seguridad que el mercado negro.
—Es posible —coincidió Isabel. Dirigió a Gonzalo una breve sonrisa—. Al menos, gracias a tu vendedor de chocolate, sabemos que los estraperlistas creyeron que su muerte fue una coincidencia.
—Me alegro de servir de ayuda —dijo Gonzalo secamente—. Supongo que no existe ninguna posibilidad de que encontréis a ese sargento, a cambio de mi información.
Juan negó con la cabeza.
—Absolutamente ninguna. No podemos permitir que una cuestión personal se interponga en el camino de la causa.
Gonzalo comprendía la postura de Juan, pero le resultaba difícil preocuparse más por la causa que por Viviana.
—Ojalá dispusiéramos de más datos sobre la relación de Paco con el mercado negro —intervino Isabel, mientras él reflexionaba—. Si se lo contó a alguien que no pertenecía a la Guardia Civil…
Juan asintió.
—Lo averiguaremos. Pero primero tenemos que sacarlo a él de aquí. Se volvió hacia Gonzalo. —Tendrás que permanecer oculto mientras preparamos los papeles. Te sacaremos de la ciudad lo antes posible.
Gonzalo experimentó un conato de rebelión. Era un hombre, no un paquete sospechoso que era preciso entregar a toda prisa. Comprendía que esa gente no confiara en él del todo, pero deseó que no lo trataran como a un niño, algo que podía pasar pasivamente de una mano a otra.
—¿Y por qué no investigo la relación de vuestro Paco con el estraperlo? —se ofreció—. Nadie me conoce como parte de vuestro grupo, y así haría algo útil mientras sigo en Madrid.
El hombre y la mujer intercambiaron una mirada.
—No es mala idea —opinó Isabel—. Ninguno de nosotros correría peligro, pero…
—Pero —coincidió el hombre de la barba. Estudió a Gonzalo entornando los ojos—. ¿Eres miembro del partido?
Gonzalo vaciló. La verdad podría ser la respuesta equivocada a esa pregunta. Y la respuesta equivocada tal vez entrañaba un riesgo. Había sido socialista antes de la guerra, y simplemente carabinero durante la contienda. Ninguno de sus anfitriones (¿Rescatadores? ¿Captores? ¿Cuál era el nombre adecuado para ellos?), había revelado su afiliación.
—¿Te preocupa que sea un quintacolumnista? —preguntó, en el tono más despreocupado que le fue posible.
—Eso —reconoció el hombre de la barba—, o simplemente un loco. No permitiremos que vayas por ahí disparando a los guardias para llevar a cabo una venganza privada.
Gonzalo corrió el riesgo.
—Tienes mi palabra como miembro del partido —dijo en voz baja—. No haré nada que no sea por el bien de la causa.
Juan (o Andrés) lo miró durante un largo instante. Entonces sacó el revólver y se lo entregó a la mujer.
—Veré si mis superiores están de acuerdo —explicó, sin apartar los ojos de Gonzalo—. Tú espera aquí.
—¿Aquí? —preguntó Gonzalo, en un débil intento de humor—. ¿O en la alacena otra vez?
—Aquí —respondió el hombre, con una leve sonrisa. Se volvió hacia Isabel—. Vigílalo.
Ella asintió y Gonzalo sintió un nudo en el estómago. Eran muy amables al arriesgarse a ayudarlo, pero en ese momento era poco más que un prisionero. Juan (o Andrés) se marchó y Gonzalo se quedó sentado frente a Isabel, quien lo contempló con expresión amistosa. No obstante, la mujer todavía empuñaba la pistola, y él no albergaba la menor duda de que la utilizaría si él intentaba huir.
Gonzalo habría deseado romper el silencio, pero todo lo que se le ocurría era susceptible de ser interpretado como una sospechosa petición de información. La mujer tampoco habló. Él imaginó un diálogo entre ambos: «¿Y de dónde eres?». Su pelo negro, su tez pálida y sus rasgos célticos sugirieron una respuesta: «De la costa gallega». «Dicen que es una tierra muy bonita». «Sí, preciosa. ¿Tú eres de Madrid?». «Sí.» «¿Cuándo te uniste al partido?». La conversación ficticia se detuvo aquí. Gonzalo se preguntó si el hombre de la barba intentaría verificar su declaración de que era comunista. Les he dado mi palabra como miembro del partido, pensó Gonzalo. Pero si consigo encontrarme con ese sargento no incumpliré mi promesa, ya que nunca he pertenecido al partido. Ojalá se presente la oportunidad…
—¿Quieres comer algo? —La voz de Isabel rompió su ensimismamiento.
—Sí, gracias.
Ella sonrió.
—Algo habrá en la nevera.
Él se sintió aturdido, y entonces vio que la pistola seguía apuntándolo. Isabel quería mostrarse amable, pero no pensaba arriesgarse en absoluto. Tras una larga pausa, Gonzalo se levantó y se encaminó hacia la nevera que había en un rincón.
Encontró un poco de pan rancio. Lo tomó y le ofreció un pedazo a Isabel. Ella rehusó, pero con una sonrisa de disculpa. Gonzalo comió en silencio. La cocina estaba ahora en penumbra, mientras el sol se ponía tras el edificio de enfrente.
Se oyeron pasos, y Gonzalo pensó que la inestable escalera que conducía al sótano proporcionaba un excelente sistema de alarma. La pistola desapareció bajo la mesa y la mujer se deslizó el velo sobre la cara antes de que llamaran a la puerta.
—¿Quién es?
—Andrés, con noticias de Isabel.
La puerta se abrió, y en ella apareció de nuevo el barbudo guía de Gonzalo.
—Todo arreglado. —El hombre se sentó a su lado—. Los demás han aceptado tu idea. Digamos que es una forma de pagar por tus documentos.
—Será un placer. —Gonzalo se relajó un tanto.
—Bien. —El hombre miró a Isabel—. ¿Quieres que nos reunamos en el lugar de costumbre?
Ella asintió y sacó el revólver de su escondite, dejándolo sobre la mesa. Entonces se levantó y recogió su abrigo. En la puerta, se volvió.
—Adiós, Gonzalo. Buena suerte.
El hombre esperó hasta que la puerta se cerró tras ella y sus pasos en la escalera se apagaron. Entonces se inclinó hacia Gonzalo.
—Muy bien —dijo en voz baja—. Éste es el trato.