CAPITULO 17

17

Tejada siguió reflexionando mientras se quitaba el uniforme y se ponía las ropas que le había traído Jiménez. El joven recluta había tenido el detalle de proporcionarle una camisa limpia y planchada además de la chaqueta. Le extrañó que Jiménez no sólo dispusiera de ropas de paisano, sino también de una muda de camisa, mientras que el propio Tejada no tenía más que su uniforme. Desde luego, Jiménez era nuevo en el cuerpo y probablemente conservaba algo de ropa de su vida civil. Esto es lo que yo elegí, pensó el sargento, para no convertirme en el señorito Carlos. Sólo ser miembro de la Guardia Civil, sin más tonterías. Bueno, ahora soy guardia civil y las niñas gritan de miedo al verme. Sin embargo, sabía que no eran los alaridos de una niña pequeña lo que le preocupaba, sino el recuerdo del suspiro ahogado de una muchacha algo mayor. Se abrochó la chaqueta, que le quedaba algo estrecha, y bajó a ver a Aleja, que seguía acostada donde la había dejado, en compañía del cabo Ventura. El farmacéutico le había vendado la cabeza y le había colocado un apósito frío. Aleja parecía más despierta y mucho más tranquila.

—No —estaba diciendo Ventura—. Tengo un niño que es mayor que tú y otros dos que son más pequeños. Pero no tengo hijas. Y tú, ¿tienes algún hermano?

—No. —Aleja parecía bastante sensata—. Soy hija única.

—Entonces tus padres deben de cuidarte mucho —observó Ventura.

Los labios de Aleja temblaron.

—Mi padre está muerto. Mamá me cuida. —No consiguió retener unas cuantas lágrimas—. Quiero ir con mi mamá.

—Claro que sí —murmuró Ventura. Miró por encima del hombro y se levantó—. ¿Dónde está la madre, señor? —preguntó en voz baja.

—No lo sé —replicó Tejada en el mismo tono—. Estaba a punto de averiguarlo cuando se puso histérica.

El sargento se agachó para mirar a la niña a la cara.

—Hola, Alejandra. ¿Cómo te encuentras?

Alejandra lo observó con los ojos muy abiertos y asustados. Tejada comprendió que lo había reconocido, incluso sin el uniforme, y suspiró al advertir el silencio de la niña.

—No te haré daño —aseguró—. Si me cuentas qué le pasó a tu madre, intentaré dar con ella. ¿No quieres que la encuentre?

La niña lo observó en silencio y al cabo de un instante dijo, con vocecita muy frágil:

—Se la llevaron.

—¿Quiénes?

—Ustedes. Los guardias.

Tejada respiró hondo. En realidad no le sorprendía. La huella, el registro, el terror irracional de la niña: todo apuntaba a lo mismo. Sin embargo, seguía sin entender por qué había desaparecido la señora Llorente. ¿La habían detenido? ¿O actuaban los guardias por su cuenta?

—¿Dijeron adónde la llevaban? —preguntó Tejada, sin mucha esperanza.

—A la cárcel —susurró Aleja—. Y no me dejaron ir con ella. Uno de ellos me pegó en la cabeza.

Tejada se relajó y advirtió que su tensión se debía al temor por la vida de Alejandra. Si la niña estaba diciendo la verdad (y no existían motivos para suponer que mentía), entonces su herida había sido accidental. Eso significaba que el asesino de Paco no sabía que era testigo. Pensó un momento. La niña se mostraba ahora coherente, pero no se fiaba de él y sería difícil interrogarla sobre el asesinato de Paco. Lo más sencillo para ganarse su confianza sería encontrar a la madre. Tejada sintió cierto alivio al saber que los guardias habían mencionado la cárcel en vez de referirse al siniestro «paseíllo».

—¿Por qué detuvieron a tu madre, Alejandra? —preguntó, mientras componía mentalmente un despacho con el nombre de la prisionera, la fecha de la detención y las acusaciones contra ella, para hacerlo circular por todos los puestos.

Aleja mantuvo la boca cerrada.

—Díselo al sargento, pequeña —instó Ventura—. Será más fácil encontrar a tu mamá si sabemos a quién hemos de buscar.

La niña siguió en silencio.

—¿Qué es lo que hizo? —intentó de nuevo Tejada, sin obtener la menor respuesta.

—¿Leyeron los guardias alguna acusación? —preguntó Ventura en tono cordial—. ¿Usaron palabras complicadas que no entendiste? ¿Recuerdas las palabras?

Aleja mantuvo un testarudo silencio. Tejada recordó que estaba tratando no sólo con una alumna de Elena, sino con la sobrina de la miliciana que había encontrado junto al cadáver de Paco. Demasiado joven para ser roja, pensó. Unos cuantos días antes ese pensamiento le habría enfurecido y disgustado. En cambio, en ese momento lo asaltó un incontenible arrebato de melancolía por las mentes y los corazones irrecuperablemente retorcidos por la ideología marxista. Ventura seguía engatusando a la niña, sin éxito. Tejada sabía que su papel consistía en hacer de malo.

—Di la verdad —ordenó, tan bruscamente como le fue posible mientras se inclinaba sobre la cama—. ¿Por qué la detuvieron? ¿Estraperlo? ¿Robo? ¿Prostitución?

—¡Mi sargento! —le reprochó el cabo, todavía en el papel de mediador—, no es más que una niña.

—Seguro que ya entiende de todas esas cosas —replicó Tejada, despectivo, aunque sus sentimientos eran contradictorios. Sabía que tenía razón, pero Ventura también. Alejandra Palomino tal vez no fuera inocente, sin embargo no dejaba de ser una niña pequeña. No parecía justo que las dos verdades fueran compatibles. Tal vez Aleja percibía que en realidad no corría ningún peligro. O acaso simplemente estaba decidida a no hablar. La cuestión es que se obstinó en su silencio y se los quedó mirando con los ojos muy abiertos. Tejada habría de convencer al teniente Ramos para que localizara el paradero de Carmen Llorente sin saber de qué se la acusaba. Decidió que la presencia de Alejandra quizá fuera su mejor argumento.

—¿Podemos trasladarla sin problemas? —le preguntó a Ventura.

El cabo asintió.

—Sí, señor, siempre que se trate de una distancia corta. Pero yo no lo recomendaría.

—Gracias. —Tejada volvió a inclinarse sobre Alejandra—. La llevaré al despacho del teniente —explicó, mientras la tomaba en brazos—. Él averiguará dónde está la madre. Oh, no empieces a llorar otra vez —le dijo a Aleja, con disgusto—. Vamos a buscar a tu madre.

El teniente había observado la técnica de Ventura y supo llevar a la niña con más seguridad. Le ayudó que, aunque ella lloriqueaba y gemía, en esta ocasión no se debatía. El número que hacía guardia ante el despacho del teniente les cerró el paso.

—No puede usted… —empezó a decir.

—Esto requiere la atención inmediata del teniente, guardia —lo interrumpió Tejada—. Yo asumo la responsabilidad.

—Esto… a sus órdenes, mi sargento. —El hombre miró a Alejandra indeciso—. Esto… ¿por qué…?

—Apártese, guardia —exigió Tejada, justo antes de abrir la puerta.

Como de costumbre, Ramos se hallaba tras su endeble mesa, tecleando furiosamente la máquina de escribir. Alzó la cabeza cuando la puerta se abrió y recibió una impresión general de una chaqueta de paisano y una niña llorosa.

—Aquí no pueden entrar civiles —exclamó—. ¿Quién le ha permitido…? ¡Tejada! ¿Qué coño pasa aquí?

—Lo siento, mi teniente. —Tejada alzó la voz por encima del llanto de la niña, pero habló con su calma habitual—. Ésta es María Alejandra Palomino Llorente.

Ramos inspeccionó a la niña que el sargento llevaba en brazos.

—¿Y qué?

—Es la testigo de la que le hablé, señor —explicó Tejada, sin mencionar que su información sobre María Alejandra había aumentado de forma considerable desde la última vez que habló con Ramos—. La que tal vez sepa algo sobre el asunto que usted me encomendó.

—Oh. —Ramos asumió la situación y reparó en el vendaje que Alejandra llevaba en la cabeza—. Dios mío, Tejada, ¿era preciso que la golpeara tan fuerte?

Tejada se envaró, pero respondió con voz inexpresiva:

—No, señor. Resultó herida en un accidente, señor, en un asunto que no tiene nada que ver. Su madre ha sido arrestada esta mañana, y se ha mostrado bastante trastornada desde entonces. Se me ocurrió que si hacíamos alguna llamada telefónica para localizar a la señora Llorente, tal vez se calmaría. Así yo podría plantearle algunas preguntas y conseguir las correspondientes respuestas.

—¿De qué se acusa a su madre?

—No lo sé, mi teniente.

—¿Dónde la tienen?

—No lo sé.

—¡Jesús! —Ramos fulminó con la mirada a su subordinado—. ¿Y cree que una llamada telefónica servirá de algo?

Tejada ya había preparado la respuesta.

—El lugar más probable es aquí o en el puesto de Alcalá, señor. Pero también cabe ampliar la investigación. Conozco el nombre de la mujer, y cuándo fue arrestada. No debería ser muy difícil.

—No quiero que pierda toda la tarde —protestó el teniente. —Le espera una patrulla.

—Sí, mi teniente. A sus órdenes —acató Tejada—. ¿Qué debo hacer con la niña, entonces?

Demasiado tarde, Ramos advirtió que había caído en una trampa.

—¿Por qué no la lleva al piso donde la encontró? —preguntó, sin mucha esperanza.

—Queda un poco retirado, mi teniente —le informó Tejada, en tono complaciente—. Como mencionaba en mi informe de anoche…

—¡Muy bien, entonces no la lleve! —replicó Ramos, irritado—. Encuentre cualquier otro sitio.

—¿Dónde, mi teniente?

Ramos apretó los dientes.

—Esto no es ningún parvulario.

—No, mi teniente —acordó su subordinado, con docilidad.

—No puede quedarse.

—No, desde luego.

El teniente Ramos rebuscó en su mesa y por fin halló un papel arrugado.

—Ésta es la lista de hombres que salieron de patrulla esta mañana. Pregunte a cualquiera de ellos si saben algo de esa mujer. Después, puede llamar por teléfono.

—Gracias, mi teniente.

—¿Por qué no hace que se calle?

—No le gustan los uniformes —explicó Tejada.

—Ya veo, por eso va vestido así. —Ramos sonrió—. Por cierto, ha visto usted a ese chico… ¿cómo se llama… Jiménez?

Tejada le devolvió la sonrisa.

—Sí, mi teniente. Muy… colorido, ¿verdad?

Ramos esbozó una mueca. Lo que fuera a decir a continuación quedó interrumpido por una llamada a la puerta. Acto seguido entró un hombre que lucía un bigote perfectamente recortado y llevaba el uniforme del ejército. Un teniente. Saludó a Ramos, y éste le devolvió el saludo e interrogó a Tejada con la mirada. El recién llegado se presentó.

—Doctor Villalba, a su servicio, teniente. Se me ha comunicado que había una emergencia médica en este puesto.

—Aquí, señor —intervino Tejada, quien ya había decidido que cualquier disculpa por la exageración de Moscoso sería una pérdida de tiempo—. La paciente es esta niña.

El médico pareció sobresaltado.

—¿Es usted consciente, sargento, de que mis servicios deben ser prestados exclusivamente a la Guardia Civil?

—Sí, mi teniente. —Tejada no movió ni una ceja—. Con el debido respeto, señor, la salud de esta niña es de vital importancia para una investigación en curso.

El doctor Villalba estuvo a punto de protestar, pero Ramos apoyó a Tejada y el médico acabó accediendo a llevar a María Alejandra abajo para realizar una exploración rutinaria. Tejada, agradecido, entregó a la niña a sus cuidados y los del siempre servicial cabo Ventura y empezó su búsqueda de Carmen Llorente.

Ninguno de los hombres del puesto sabía nada de ella, y una rápida llamada al puesto de Alcalá (donde el capitán Morales tuvo el tacto de no preguntarle por el rumbo de su investigación) también fue infructuosa. Su llamada al puesto de Cuatro Caminos, en cambio, provocó una apresurada consulta, y luego una voz se puso al teléfono.

—Sargento Martínez al aparato… Sí, sargento. María del Carmen Llorente se encuentra aquí retenida en conexión con la desaparición de su hermano, Gonzalo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Tejada.

—Es un rojo. No se presentó en Chamartín, y ha estado escondido desde entonces. Ayer obtuvimos cierta información sobre él.

Mierda, pensó Tejada. Ahora entiendo por qué Alejandra no quería soltar prenda.

—Tengo aquí a la sobrina de Llorente por otro asunto —dijo—. ¿Dónde se encuentra retenida su madre? Me gustaría entregársela.

Se oyó ruido de papeleo y la voz al otro extremo de la conexión no tardó en confirmar que Carmen Llorente se hallaba en la nueva cárcel, al norte del puesto de Cuatro Caminos. No estaba en aislamiento y aún no había sido interrogada.

—Vamos a dejarla para que se le bajen un poco los humos —explicó el sargento Martínez—. Así suelen mostrarse más dispuestos a cooperar.

—Buena suerte. Su hija es tozuda como una mula.

—Las mujeres son siempre las peores. Pero para serle sincero, aquí estamos ya bastante abarrotados. No sé si el capitán aprobará un traslado.

—Sólo tiene siete años —apuntó Tejada, alarmado ante la idea de que al otro sargento se le ocurriera dejarlo al cuidado de Aleja—. No necesitará mucho espacio.

—Un momento.

Después de una breve consulta, Martínez regresó. Aunque resultaba difícil identificar el tono de voz al teléfono, Tejada habría jurado que el otro hombre se mostraba reacio.

—Muy bien. Traiga a la mocosa.

—Gracias. Le debo una —se despidió amistosamente.

Tejada miró la información que había anotado en un trozo de papel disponible. Por lo visto Carmen Llorente tenía un hermano que se escondía. Recordó la manera en que la vecina de Carmen había dicho «Vive con su…», antes de rehacer rápidamente la frase. Lo más probable es que Aleja estuviera intentando proteger a su tío. Tras unos momentos de reflexión, Tejada bajó las escaleras y se encontró con el doctor Villalba en la puerta de la enfermería.

—Esta niña ha tenido mucha suerte, sargento —dijo el médico, después de recibir el saludo de Tejada.

—¿Mi teniente?

A Tejada se le ocurrió que una niña que había sido golpeada mientras arrestaban a su madre por traición no podía considerarse afortunada del todo, pero el doctor Villalba estaba claramente satisfecho con su diagnóstico.

—El cráneo de un niño es bastante más frágil que el de un adulto —explicó el médico—. Ha faltado poco para la fractura. Y eso —concluyó Villalba con cierto entusiasmo macabro— podría haber sido fatal.

—Comprendo. Gracias, doctor. —Tejada se arriesgó a hacer una pregunta—. ¿Se recuperará por completo?

—Bueno, eso queda en manos de Dios —respondió el médico, con cierto aire de decepción—. Pero el pronóstico es bueno. Que esté tranquila un rato. Y si hay algún pariente, dígale que la alimente bien. Sufre de malnutrición.

Tejada se preguntó durante un instante si los estudios de medicina tenían el efecto secundario involuntario de distanciar a los profesionales de su entorno. Como Villalba era su superior, se abstuvo de observar que la mayoría de los niños de Madrid probablemente sufría de malnutrición. Le dio las gracias al doctor Villalba, lo acompañó a la salida, y a continuación regresó con Alejandra.

—Te traigo buenas noticias —dijo con cuidado, sentándose junto a ella—. Creo que he encontrado a tu madre.

Aleja intentó incorporarse.

—¿Podemos ir a verla ahora?

Tejada ya esperaba esta reacción, pero la ansiedad de Alejandra se le antojó casi patética.

—Te llevaré con ella dentro de un rato —aseguró, recordándose que no había perjudicado a la niña, sino que le estaba haciendo un favor—. Pero antes me gustaría que respondieras a algunas preguntas.

—¿Y podré ver a mamá?

—Sí, cuando hayas contestado.

Alejandra guardó silencio un momento mientras asimilaba la nueva situación.

—¿No puedo verla primero? —rogó, con un atisbo de pesar en su voz.

—No puedo llevarte con ella hasta que hayas respondido a las preguntas. Pero si estás cansada, esperaremos un poco. El médico ha recomendado que descanses.

La expresión de Aleja reflejó la angustia que la atenazaba, y Tejada comprendió que había captado su suave amenaza. En realidad no es crueldad, se dijo. La niña ni siquiera sabría dónde estaba su madre si yo no la hubiera encontrado. Además, es preciso descubrir si dispone de alguna información. Con todo, deseó que la expresión de Aleja fuera más infantil, que no le recordara tanto a la de los adultos a quienes había interrogado. Era sólo una niña pequeña.

—Quiero ir con mi mamá —susurró la niña. Tejada estaba a punto de intervenir cuando ella añadió, con heroico esfuerzo—: Pero ahora estoy cansada. Esperaremos.

El sargento recordó de nuevo al interrogador a quien había conocido en Toledo, un hombre muy orgulloso que se mostraba muy bien dispuesto a compartir secretos. No les des nada. Mantenlos en la duda, imaginando qué sabes y lo que pretendes averiguar. Tejada suspiró y descartó el consejo.

—No tiene nada que ver con tu tío Gonzalo —le aseguró.

Aleja se puso tensa y le dirigió una mirada de congoja.

—Ahora estoy cansada —repitió, insegura.

Las últimas palabras del doctor Villalba inspiraron al sargento.

—Muy bien. ¿Quieres comer algo?

Aleja siguió callada, pero su mirada cambió. Tejada lo advirtió y aprovechó la oportunidad.

—Tú descansa. Yo volveré dentro de un rato. Así charlaremos mientras comes algo y luego iremos a ver a tu madre.

Se levantó para marcharse rápidamente, antes de que algo estropeara el cebo que había tendido. Pese a ello, no pudo evitar oír que Aleja se echaba a llorar de nuevo.