16
Mientras huía con el rostro oculto bajo el ala del sombrero, Gonzalo se sintió profundamente agradecido por haber cenado bien la noche anterior. Al menos se notaba descansado y bastante fuerte. Comprendió que no sabía qué hacer ni dónde pasar las ocho horas siguientes. Manuela había dicho con toda claridad que no se presentara en la catedral hasta la tarde. Andar vagando sin rumbo era un medio seguro de llamar la atención y de encontrarse con más gente que lo conocía. El truco consistía en parecer que sabía adónde se dirigía. Pero ¿adónde ir?
Se había encaminado hacia el centro de la ciudad sin pensar, como un animal herido busca su madriguera. Ignoraba si sería el sitio más recomendable o si por el contrario era el que entrañaba más peligros, pero no le cabía duda de que sería el lugar más abarrotado de gente, y su instinto y su experiencia le decían que la seguridad se encontraba en las multitudes. Se metió deliberadamente por las callejuelas, donde las casas se apoyaban unas contra otras como camaradas heridos, y evitó las anchas avenidas, donde las bombas habían abierto cráteres entre los edificios.
Se detuvo cuando llegó a la Puerta del Sol, sin saber ya adónde dirigirse. Éste era el núcleo del laberinto: el centro de Madrid. No obstante, el laberinto había sido penetrado. Los balcones de los edificios aparecían engalanados con las banderas rojigualdas de los nacionales y con el rojo y el negro de la Falange. El corazón de la ciudad había sido horadado. Al contemplar el lugar, Gonzalo recordó por qué había evitado la Puerta del Sol hasta entonces. El agujero abierto en el pavimento, donde una bomba alemana había dejado una obscena parodia de los cimientos de un edificio, seguía allí. Su visión todavía resultaba dolorosa. Había visto el cráter por primera vez un día que iba con Viviana del brazo. Nunca antes la había visto llorar. Mi amor, mi amada, mi preciosa, ¿cómo han podido hacerte esto? ¿Y cómo lo he permitido? Gonzalo no sabía si el lamento iba dirigido a su amante o a su ciudad. Quizás a ambas.
Al otro lado de la plaza, un maltratado poste proclamaba la entrada al metro. Gonzalo contempló la orgullosa M circunscrita en el rombo propio del metropolitano, y el cartel: «Abierto al público». Nadie se había molestado en retirar los anuncios, aunque ya no había ninguna necesidad de refugios antiaéreos. El metro había protegido a los madrileños durante toda la guerra. Ahora lo ampararía a él. Rebuscó en el bolsillo el dinero que le había proporcionado Carmen. Tal vez le permitiera comprar un billete.
El hedor a sudor y orines golpeó a Gonzalo como una bofetada cuando bajó las escaleras, y con el olor le asaltó el recuerdo de la última ocasión en que cogió el tren: había besado a Viviana y a continuación subió a un convoy atestado. Voces roncas cantaban La Internacional y él trató de unirse al himno, aunque tenía la cara casi aplastada contra la espalda de otro. Gracias a Dios, fue un trayecto breve, porque no habría soportado la pestilencia mucho más rato. Pero no, ésa no fue la última vez que había viajado en metro. Recordó vagamente a Jorge gritando: «Mierda, Gonzalo, ¿estás herido? ¡Un médico! ¡Un médico!». Y a continuación lo acostaron en una camilla, mientras él perdía y recuperaba la conciencia al tiempo que lo bajaban por una escalera interminable, y los gritos y las imprecaciones. «Maldición, atiéndelo, lo estamos perdiendo. Rápido, rápido, ahí viene un metro para evacuarlos… ¡Me importa una mierda si va lleno, le han pegado un tiro, y hay que trasladarlo ahora!». No recordaba el último trayecto de vuelta, en el tren hospital, algo que de hecho agradecía.
Al pie de las escaleras había una pareja de guardias civiles, al parecer de patrulla. Gonzalo los vio y estuvo a punto de detenerse. Si lo pillaban pasando dinero de la República, tal vez le pedirían la cédula de identificación. Admitir que carecía de documentación sería fatal. Sin embargo, no podía entrar en el metro sin billete, y si daba media vuelta y subía las escaleras ahora que los guardias lo habían visto también resultaría extraño. Se dirigió lentamente a la taquilla intentando decidir qué hacer. Podía rebuscar en el bolsillo, y luego decir algo así como: «Vaya, lo siento, creí que llevaba la cartera encima. Mierda, tendré que ir a buscarla». Aunque eso también implicaba pasar ante los guardias por segunda vez. ¿Y si ellos o la taquillera se mostraban demasiado solícitos? «Busque en los otros bolsillos, señor», sugerirían tal vez. Y entonces, ¿cómo explicaría la presencia de la pistola de carabinero?
Con el corazón desbocado, Gonzalo se acercó a la taquilla. Dado lo temprano de la hora, no había cola.
—Un billete. De ida y vuelta. A Cuatro Caminos, por favor —consiguió balbucear. Había pretendido que su voz sonara imperiosa, o al menos ausente, pero le pareció patéticamente entrecortada y culpable.
—Cinco céntimos —dijo la muchacha tras la rejilla.
—Lo siento, no tengo cambio.
Gonzalo le tendió un billete al azar, esperando que la taquillera no lo examinara con más atención que él mismo.
La muchacha miró el billete de cinco pesetas y luego a él. A continuación observó con más atención el número de serie del billete. El corazón de Gonzalo se encogió.
—Esto no es válido —objetó ella en voz baja. Y luego, más fuerte—: ¿Tiene un billete de una peseta, señor? Me vendría mejor para el cambio.
Gonzalo se quedó paralizado, indeciso sobre las intenciones de la muchacha.
—Yo… no estoy seguro —murmuró.
—¿Tiene moneda de Burgos?
—No estoy seguro. —Gonzalo notó que se ruborizaba y deseó ser más hábil mintiendo.
—Gracias, señor. —La voz de ella volvió a sonar con fuerza. En un rápido susurro, añadió—: No te preocupes. Los carabineros deberían viajar sin pagar, camarada.
A continuación deslizó un billete por debajo de la rejilla.
Gonzalo la miró. Nadie lo había llamado camarada desde antes de su ingreso en el hospital. La joven le guiñó un ojo. Lleno de una repentina alegría, Gonzalo le devolvió el gesto. El metro seguía siendo el metro: madrileño como siempre hasta la médula.
—Gracias, señorita —respondió en voz alta, y cogió el billete.
El olor que emanaba de los túneles ya no lo molestó después de eso. Los madrileños se habían refugiado en las estaciones cuando no había ningún otro sitio adónde ir, y éste era su olor: el de los que eligieron refugiarse no en un campamento extranjero, sino en las entrañas de su propia ciudad. A fin de cuentas, eso era lo que él estaba haciendo.
Gonzalo bajó al andén sin perder más tiempo, pero sin apresurarse. La mayoría de los carteles que proclamaban «Defendamos Madrid» y «Viva la República» habían desaparecido. Unos cuantos todavía colgaban de las paredes de los túneles, medio arrancados, con gigantescas tachaduras negras o con obscenidades garabateadas en rojo. Gonzalo había esperado encontrarse con multitudes. Recordaba los andenes llenos de refugiados sin hogar, con la mirada perdida, sentados en las raídas mantas que eran su única posesión. En ese momento el andén se encontraba vacío, excepto por unos cuantos obreros madrugadores. Se preguntó adónde habrían ido los refugiados.
El tren tardó en llegar, aunque no lo suficiente para Gonzalo. El trayecto hasta Cuatro Caminos era muy breve. Sin embargo tuvo un golpe de suerte. Había pocos revisores de servicio y nadie le pidió el billete, que todavía le valdría para dos viajes más. Cuando bajó del tren, advirtió que lo más sensato sería hacer transbordo a la línea número dos, que también terminaba en Cuatro Caminos. Era la ruta más larga y podía recorrerla hasta más allá de la Puerta del Sol y luego regresar a Cuatro Caminos. Eso le ocuparía más o menos una hora. Luego tardaría otra hora y media en regresar a la catedral de San Isidro. Miró el reloj de la estación. Eran las nueve y cuarto pasadas. Faltaba una eternidad.
Dejó la estación, preguntándose si habría algún sitio por allí cerca para descansar un rato. Sin embargo, las calles alrededor de la estación estaban silenciosas, casi muertas. Cuatro Caminos había sido construido para convertirse en un barrio nuevo y moderno, junto con la línea de metro. Las calles eran anchas y bien pavimentadas. No obstante, los combates en el frente norte habían destrozado las ventanas de los edificios otrora lujosos y las bombas habían alcanzado unos cuantos. Las construcciones se alzaban oscuras y silenciosas, y la hierba crecía en las grietas de las aceras. Los pájaros cantaban con denuedo, acaso queriendo compensar el silencio. Gonzalo sabía que pronto aquellos edificios darían paso al enorme y seco vacío de la meseta castellana y se encontraría en pleno campo. Resultaría imposible esconderse en aquella tierra llana y estéril, e imposible guiarse en ese desierto desconocido y monótono. Dio media vuelta y se apresuró para regresar al metro.
La estación continuaba desierta aunque ya eran más de las nueve y media. Antes de la guerra los andenes habrían estado repletos de viajeros. Gonzalo comprendió, mientras el tren entraba en la estación, que podría dejarlo pasar fácilmente y aguardar al siguiente, mientras nadie lo viera esperar. Se volvió y se dirigió a las escaleras vacías, donde los conductores de los convoyes no lo verían. Se quedó allí más de una hora, dejando pasar varios trenes. Por fin, la presencia de un revisor lo obligó a subir al siguiente.
Al otro extremo de la línea, Gonzalo repitió el proceso: salió de la estación, deambuló sin rumbo fijo durante un rato, y al cabo regresó, dejando pasar cuantos metros le fue posible antes de abordar uno. Cuando por fin se encontró de nuevo en Cuatro Caminos casi daban la una. Esta vez empezó a caminar con más decisión, de vuelta al centro de la ciudad, hacia la catedral de San Isidro. Siguió una ruta indirecta y trató de aminorar el paso, cosa que le resultó inesperadamente difícil. Aunque habría asegurado que no estaba nervioso, su objetivo le impulsaba a llegar allí lo antes posible.
Eran poco menos de las tres cuando se encontró cerca de la catedral, un edificio del siglo XVII ennegrecido por las llamas, impresionante a pesar de los cristales rotos que en otros tiempos fueron vidrieras. Gonzalo caminó más despacio a medida que se aproximaba. Hacía mucho tiempo que no entraba en una iglesia. Se quitó el sombrero y se internó en aquel espacio sombrío, esperando que la tenue luz ocultara su rostro. Para su sorpresa, la iglesia se encontraba casi llena. Entonces lo recordó: era Viernes Santo. Sí que somos devotos ahora, pensó amargamente. Persígnate y rézale a Franco, el Hijo y el Espíritu Santo. Mientras ocupaba un banco casi vacío al fondo de la iglesia, se preguntó cuántas de las personas que se arrodillaban a su alrededor habrían lanzado piedras contra las vidrieras y los curas al principio de la guerra.
Al menos la multitud de fieles le permitía pasar inadvertido. Gonzalo había recibido la confirmación cuando terminó los estudios primarios, porque su madre así lo había querido. Abandonó la práctica religiosa al año siguiente, al mismo tiempo que dejó el colegio, porque era el hombre de la casa y no estaba bien que su madre y Carmen llevaran ellas solas la carga. A los doce no había lamentado renunciar a la escuela ni a la religión. Con el tiempo se arrepintió de haber dejado los estudios, pero no así la Iglesia. Había olvidado todas las oraciones y ceremonias, primero por descuido y más tarde por principio, no obstante en ese momento movió los labios cuando el resto de los feligreses hablaba, y se levantó y se arrodilló con ellos, imitando sus movimientos mecánicos cual una marioneta.
Cuando descubrieron la cruz y la liturgia hubo concluido, la multitud salió lentamente, hablando muy poco. ¿Creen los curas que nos arrepentimos de nuestros pecados?, se preguntó Gonzalo mientras seguía a los demás. ¿De verdad piensan que guardamos silencio y penitencia porque un hombre inocente murió hace casi dos mil años? ¡Como si no tuviéramos otros problemas! Empezó a abrirse paso hacia un lado entre los feligreses, dirigiéndose hacia la capilla lateral, donde había velas encendidas. Esperó hasta que la iglesia se vació. Indeciso, se arrodilló delante de la imagen de la Virgen, incómodamente consciente de que había llegado demasiado temprano y preguntándose durante cuánto tiempo podría fingir que se hallaba absorto en la oración sin resultar sospechoso.
Después de lo que le pareció una eternidad, aunque en realidad no fueron más de diez minutos, oyó pasos tras él. Inclinó la cabeza, con el corazón desbocado, deseando y temiendo que la persona que tenía a sus espaldas se detuviera. Los pasos cesaron un instante y luego se acercaron a él. Se produjo un crujido y un hombre con barba se arrodilló en el banco de madera junto a Gonzalo.
—¿Has visto a Isabel últimamente? —preguntó en voz baja.
Gonzalo tragó saliva.
—No, desde que se casó —susurró.
—Qué lástima —respondió el hombre. Después de unos minutos de silencio, el hombre dijo, en el mismo tono de voz—: Tuerce a la derecha cuando salgas y camina despacio hacia la Plaza Mayor.
Gonzalo inclinó la cabeza, murmuró una oración que recordaba de la infancia, se persignó, y se levantó. El hombre, aparentemente concentrado en sus rezos, se quedó allí, ante las velas.
Gonzalo se encontraba a sólo unos metros de la Plaza Mayor, preguntándose qué debía hacer a continuación, cuando alguien le tocó el brazo.
—Volvemos a vernos —dijo una voz familiar. Gonzalo parpadeó sorprendido, y enseguida reconoció al hombre barbudo de la iglesia. Ahora llevaba unas gafas gruesas—. ¿Eres Gonzalo?
Gonzalo sintió un nudo en la boca del estómago. No quería revelar su nombre a un desconocido. Sin embargo…
—¿Quién eres tú? —preguntó.
—Llámame Juan. Vamos, los demás están esperando.
El hombre de la barba empezó a cruzar rápidamente la plaza, en apariencia ajeno a los guardias civiles apostados en todo el perímetro.
—¿Los demás? —preguntó Gonzalo, siguiéndolo.
—¿Juegas al fútbol? —preguntó el desconocido llamado Juan en voz alta, como si fuera sordo.
—No, desde que era niño.
—Yo tampoco, pero tendrías que ver a mi sobrino. No hay un defensa que se le resista. ¡Algún día será famoso, ya verás!
—Ya. —Gonzalo se sintió como un idiota—. ¿Qué edad tiene?
—Sólo nueve años, pero incluso los chicos mayores lo quieren en su equipo. ¿Sabes qué hizo la semana pasada?
Juan se lanzó a contar una anécdota que se prolongó hasta que los dos hombres llegaron a la zona norte de la Gran Vía. Se detuvo delante de una casa cualquiera, sacó una llave y entró, arrastrando a Gonzalo consigo.
—Vamos, es abajo.
Empezó a descender por un tramo de escaleras mal iluminadas, demasiado estrechas para necesitar un pasamanos, cuyos peldaños crujían ominosamente al pisarlos. Gonzalo lo siguió, consciente de que había depositado su vida en manos de aquel excéntrico desconocido y preguntándose si no habría cometido un error fatal. Juan estaba recorriendo a toda prisa el pasillo del sótano, al parecer a tientas, ya que se encontraban completamente a oscuras. Se detuvo sin previo aviso y llamó a una puerta. Gonzalo, que lo seguía de cerca, chocó con él.
—¿Quién es?
—Andrés, con noticias de Isabel.
Gonzalo parpadeó, sorprendido por la mentira de Juan. No tardó en comprender que era mucho más probable que el hombre de la barba le hubiera mentido a él, y que «Juan» fuera en realidad «Andrés». O, aún más, que su nombre auténtico no fuera ninguno de esos dos. La puerta se abrió y lo empujaron a una habitación pequeña, una especie de cocina, donde ya había dos personas. Una era un hombre de unos cincuenta años, con bigote blanco. La otra era una mujer, vestida de negro y con un velo que le ocultaba los rasgos. Los dos se levantaron cuando Gonzalo y Andrés (o Juan) entraron. El hombre habló primero.
—Camaradas. —Cerró el puño pero sólo lo levantó hasta el nivel de su cara, en un saludo casi furtivo.
—Camarada. —El acompañante de Gonzalo devolvió el saludo e inclinó la cabeza con deferencia—. ¿Todo tranquilo?
—Sí. —El hombre mayor se volvió hacia Gonzalo—. ¿Eres amigo de Javier Arce?
—Sí —asintió Gonzalo, sin saber qué se esperaba de él. ¿Cómo demonios conocía Javier a esta gente?, se preguntó. ¿Y quiénes son? Sintió que lo estaban evaluando, aunque no estaba seguro de para qué. Ansioso por romper el silencio, añadió—: Me llevé una sorpresa cuando me enteré de que lo habían detenido.
—Igual que todos nosotros —respondió el hombre secamente, y la tensión de la habitación se redujo un tanto—. ¿Por qué te busca la Guardia Civil? —En esa atmósfera de contraseñas y secretos, la cuestión resultó de una explicitud sorprendente.
Gonzalo hizo una pausa. No era ésta la pregunta que esperaba. La respuesta se le antojaba demasiado obvia para correr el riesgo de expresarla en voz alta. Sin embargo, el hombre del bigote blanco esperaba sus palabras.
—Yo soy… era… carabinero —explicó Gonzalo, despacio—. Llevo escondido desde que nos ordenaron que nos presentáramos en el estadio de Chamartín.
Demasiado tarde, se le ocurrió que la pregunta podía ocultar una trampa.
—¿Eso es todo? —preguntó el hombre, con énfasis.
—Sí —respondió Gonzalo, extrañado. Su curiosidad venció a su miedo—. ¿Por qué quiere saberlo?
—Necesitamos descubrir quién más está involucrado —intervino la mujer por primera vez. Su voz no casaba con su aspecto. Parecía joven, inesperadamente entrecortada, y empañada por las lágrimas—. No podemos permitirnos perder a nadie más.
—Me temo que no puedo ayudarles —adujo Gonzalo.
Estaba recordando su última conversación con Manuela, y fragmentos aleatorios de información empezaron a encajar: la tendencia de Javier a dar largos paseos a horas intempestivas, su inusitado conocimiento del mercado negro y la Guardia Civil. Gonzalo había llegado a preguntarse hasta qué punto podía estar metido en política un barrendero. No se le había ocurrido que las razones para arrestar a Javier podrían haber sido otras, aparte de su situación de empleado municipal.
—Sólo conocía a Javier muy por encima.
Habló en pasado sin darse cuenta. Si habían detenido a Javier por espía, lo mejor que podía esperarse era que estuviera muerto.
El hombre canoso alzó las cejas.
—Hemos hablado con la mujer de Javier. —Su voz sugería incredulidad.
Gonzalo se sintió aturdido. Sólo conocía a Javier por la amistad de Carmen con Manuela. Ella podría haberlo explicado mejor que nadie. Entonces, ¿por qué no lo había hecho?
—No comprendo —se aventuró a decir.
—La última vez que hablaste con ella, le pareció que estabas muy ansioso por conseguir información.
La voz del hombre contenía cierto tono de amenaza, y Gonzalo fue consciente de que Juan (o Andrés) se había colocado tras él. Entonces sintió que algo le presionaba suavemente la espalda. Al volverse descubrió que el hombre de la barba empuñaba una pistola.
—Te sugiero que nos des algunas explicaciones, amigo Llorente —le dijo el hombre al oído—. Hemos corrido un riesgo considerable al traerte aquí. Pon las manos donde yo pueda verlas.
Las manos de Gonzalo, que se habían dirigido poco a poco a los bolsillos de su abrigo, se detuvieron, y luego muy despacio las apartó. La mujer se acercó en silencio y lo desarmó con una eficacia producto de la práctica. La mente de Gonzalo trabajaba frenéticamente, tratando de encontrar una explicación plausible, pero todo lo que se le ocurrió fue la verdad.
—Le pregunté a Manuela por un asesinato —empezó con cautela—. Mi… mi mujer… fue asesinada el día antes de que arrestaran a Javier. Quería encontrar a su asesino.
Era la primera vez que llamaba a Viviana «mi mujer». Pero «compañera» y «camarada» se le antojaron palabras demasiado frías, sobre todo entre esos aterradores desconocidos, y el término convencional parecía cuadrar mejor con sus sentimientos.
—¿Por qué le preguntaste a Manuela?
Era la mujer quien preguntaba. El hombre del bigote blanco la miró con el ceño fruncido y Gonzalo dedujo que no debería intervenir en el interrogatorio.
—Manuela la encontró. —Gonzalo esbozó un gesto de dolor—. Me dijeron que la Guardia Civil la había matado. Quería averiguar quién había sido, y… —En ese punto se detuvo.
—¿Por qué mataron a tu esposa? —intervino de nuevo el hombre mayor.
Gonzalo vaciló, pero la presión de la pistola contra sus riñones resultó muy persuasiva.
—Había un guardia civil, muerto. Supongo que dedujeron que ella lo había matado.
El hombre del bigote blanco frunció el ceño.
—Y ese guardia muerto, ¿cuál era tu interés en él?
—Ninguno. Pensé que si encontraba a su compañero, localizaría… al hombre que estaba buscando.
—¿Qué te dice el nombre de Diego Báez? —preguntó con brusquedad, como si esperara pillar a Gonzalo desprevenido.
Gonzalo negó con la cabeza.
—Nunca he oído hablar de él —respondió. No estaba seguro de si saldría de eso con vida, aunque en realidad ignoraba qué era «eso» exactamente.
—¿Y Paco López?
—Tampoco lo conozco.
Gonzalo era muy consciente de la presión del cañón en su espalda. Sabía que existía una pequeña posibilidad de que sus interrogadores le creyeran. Intentó tragar saliva.
—He venido en busca de ayuda —declaró con toda la firmeza posible—. Porque Manuela me advirtió que alguien me había delatado a la Guardia Civil. No sé nada más.
Durante un momento todos guardaron silencio y Gonzalo imaginó que estaban esperando una señal del hombre del bigote blanco. Por fin, el viejo habló:
—En ese caso, camarada, no te importará que te retengamos aquí temporalmente. Supongo que te haces cargo de nuestra situación.
—Desde luego. —Gonzalo no fue capaz de añadir nada más. Habría sido demasiado embarazoso si le temblara la voz.
—Como gesto de buena fe, entonces… hasta que comprobemos que eres lo que dices que eres…
El hombre cogió algo de la encimera que tenía al lado. Cuando se acercó a Gonzalo, éste vio que se trataba de una cuerda.
Permitió que le ataran las manos sin resistirse. De todas formas, habría resultado difícil oponerse. La fuerza del hombre mayor contradecía su pelo blanco, y el más joven (Juan o Andrés) seguía allí detrás, con la pistola preparada.
Condujeron a Gonzalo, con firmeza pero sin brutalidad, hacia una especie de despensa adjunta a la cocina. Parecía más una alacena grande que una habitación, sin ventanas, con unos estantes vacíos. Alguien había colocado un taburete en un rincón.
—Puedes sentarte, si quieres —indicó el hombre mayor—. Volveremos dentro de un rato.
Gonzalo se sentó, consciente de que seguían apuntándolo con el arma. El hombre mayor se marchó, y el de la pistola lo siguió. Cerraron la puerta de la despensa, dejando a Gonzalo sumido en una oscuridad total. Oyó que una llave giraba en la cerradura, y voces apagadas tras la puerta. Luego, sólo quedó el silencio.