CAPITULO 15

15

Tejada había pasado casi la noche entera en blanco. Al final se sumió en un duermevela inquieto antes del amanecer y soñó que asesinaban a Paco ante sus ojos. Mató a la miliciana mientras Paco caía, y cuando llegó junto a los cuerpos advirtió que la roja tenía la cara de Elena. En ese momento el cadáver de Paco le dio un golpecito en el hombro y dijo: «Arriba esos ánimos, amigo. No es más que una puta roja», entonces se volvió con ferocidad sobre su amigo muerto y empezó a golpearlo hasta que se quedó allí tendido, sin vida, como se suponía que debía estar. Se despertó sudando.

Tejada empleó la mañana en resolver el papeleo, tratando de no acordarse de Elena. En cambio, intentó concentrarse en lo que había descubierto sobre la muerte de Paco, aunque evitó pensar en la fuente de su última información. Casi decidió no interrogar a Alejandra Palomino. Si Paco nunca había llegado a estar en posesión del cuaderno, era improbable que la niña le proporcionara pistas sobre qué o quién había atraído a su amigo al mercado negro. No obstante, Tejada se vio obligado a admitir que si Alejandra había visto en efecto al asesino de Paco, acaso le proporcionaría una valiosa información. Después de vacilar durante toda la mañana, finalmente el sargento se dirigió a la calle Tres Peces.

Su primer pensamiento cuando llegó a lo alto de las escaleras y encontró a Aleja tirada en el suelo fue que el asesino de Paco había vuelto a actuar para silenciar a una testigo. Una rápida inspección reveló que la niña aún respiraba. La puerta de su casa estaba entornada, como si alguien se hubiera marchado a toda prisa sin molestarse en cerrarla. Tejada recogió a la niña inconsciente y la acomodó en el sofá del salón.

El daño de Aleja era muy claro: tenía un lado de la cabeza cubierto de sangre. Tejada se encaminó a la cocina, buscando agua para lavar la herida, y encontró un estropajo, junto a un balde de agua jabonosa, en mitad de las gastadas baldosas. Cerca del cubo había pisadas, huellas marrones sobre el suelo recién fregado. El tacón de una de las marcas estaba borroso, como si alguien hubiera resbalado. Tejada observó las huellas un instante, y entonces levantó el pie para inspeccionar la suela de su propio calzado. La forma encajaba demasiado con la huella para que le resultara tranquilizador.

Lavó la cara de Aleja y, a falta de hielo, le aplicó un paño frío sobre la cabeza para mitigar la hinchazón. No estaba seguro de cuál debía ser el siguiente paso. La aterrada mujer a quien había entrevistado el día anterior no se encontraba presente. Una rápida inspección reveló que habían registrado la casa. A juicio del sargento, quienes lo habían hecho eran profesionales. Pensó en las huellas, tan similares a las de sus propias suelas, y sin pretenderlo recordó la frase de Elena Fernández: «Su testimonio implica a un guardia civil». La maestra no le mentiría. Trató de prescindir de ese punto, que le resultaba doloroso, y se concentró una vez más en Aleja. Se le ocurrió que quien había visitado antes la vivienda sin duda se habría asegurado de que la niña estuviera muerta. El golpe recibido podría haber sido fatal, y de hecho todavía entrañaba peligro, pero una segunda acometida, que podrían haber realizado con suma facilidad, habría acabado con la cría. Al agresor no le había preocupado si la niña vivía o moría. Lo cual resultaba absurdo, si en efecto la habían atacado para impedir que revelara un secreto. No obstante, tanto el registro como la ausencia de la señora Llorente se le antojaban igualmente ilógicos.

Tejada trató de recordar sus conocimientos sobre heridas en la cabeza. Cuanto más tiempo permanecía una persona inconsciente, más graves eran las consecuencias, eso seguro, pero no había forma de saber en qué momento habían golpeado a la niña. Cuando ya había decidido llevar a la niña al hospital más cercano para solicitar una opinión profesional, la oyó hablar.

Al despertar, se encontró tendida en el sofá, con un paño húmedo en la frente. Le dolía la cabeza, peor aún que cuando pasó la gripe el año anterior. Se agitó, inquieta, tratando de recordar por qué le dolían tanto las sienes.

—¿Mamá?

—¡Gracias a Dios!

Era la voz de un desconocido. Apareció la cara de alguien que se inclinaba sobre el sofá. Aleja parpadeó, pues no conseguía enfocar la mirada. De hecho, el hombre parecía nadar, sumergido bajo el agua. No lo reconoció. Volvió a cerrar los ojos.

—¡Quiero a mi mamá!

—Tranquila. No te muevas.

El hombre dio la vuelta y se sentó en el sofá, a sus pies. Hablaba como un maestro. O tal vez como un médico. O como el señor Del Valle, el patrón de mamá.

—Me duele la cabeza —informó Aleja, por si era médico y quería saber qué le pasaba.

—No me extraña. —Aleja no conocía la palabra «ironía», pero supo entender el tono de voz. Cuando el hombre volvió a hablar parecía muy serio—. ¿Puedes decirme tu nombre?

—Aleja.

—¿Y eso es el diminutivo de qué, Aleja?

—María Alejandra.

—¿Sabes contar, Aleja?

—¡Claro! —Aleja tuvo la sensación de que se estaba burlando de ella.— ¡Ya soy mayor! —Abrió los ojos y lo miró contrariada.

Él sonrió.

—De acuerdo. Dime: ¿cuántos dedos ves?

Ella entornó los ojos.

—Tres.

—Muy bien. —El desconocido parecía tan satisfecho como si ella fuera un bebé pequeñito que ni siquiera supiera contar hasta tres—. ¿Has estudiado geografía también? ¿Sabes la capital de España?

—¡Madrid, por supuesto! —Decididamente, él la estaba tratando como si fuera un bebé—. Siempre ha sido Madrid.

—Bueno, casi siempre.

Alejandra se sintió incómoda al intuir que el hombre consideraba que había dicho algo gracioso. Decidió que todas esas preguntas eran bastante tontas, así que resolvió formular una más interesante.

—¿Dónde está mi mamá?

El hombre frunció el ceño y planteó otra cuestión.

—¿Recuerdas qué sucedió antes de… que despertaras aquí?

Aleja se esforzó por recordar. Tío Gonzalo se había ido por la mañana, pero eso no podía contárselo a nadie, ni siquiera a un médico. No obstante, era consciente de que su marcha era importante. Después de que se fuera, mamá tuvo cuidado de retirar todas sus cosas antes de limpiar la casa a fondo.

—Estaba quitando el polvo —respondió, convencida de que esa contestación no la comprometía—. Mamá fregaba el suelo de la cocina.

—¿Acabaste de quitar el polvo? —preguntó el hombre, muy serio.

Aleja seguía notando unos pinchazos en la cabeza, pero el dolor ya remitía y no le enturbiaba la visión, de manera que se concentró en los rasgos del hombre. No parecía una cara amenazadora. Se preguntó por qué se había asustado, al menos durante un momento, la primera vez que lo había visto.

—Llamaron a la puerta —contestó despacio.

—¿Qué pasó entonces?

La niña se fijó en el traje del desconocido: una guerrera verde caqui con el cuello rojo.

Había sucedido algo malo, algo relacionado con el tío Gonzalo, pero Aleja observó la guerrera caqui y, sin saber muy bien por qué, llegó a la conclusión de que era mejor que no le contara nada acerca de su tío.

—Yo… tengo sed —dijo, porque era verdad.

—Te traeré un vaso de agua.

El hombre se levantó. Cuando estuvo de pie, Aleja descubrió que era muy alto, advirtió que la guerrera y los pantalones eran del mismo color, y se fijó en que llevaba una cartuchera, además de una pistola.

De pronto Aleja recordó lo que le había sucedido, reconoció el uniforme del hombre, y empezó a gritar.

Al principio Tejada había esperado que Aleja le aclarara la situación, pero en el punto crucial de la historia, la niña se puso histérica. El sargento se quedó sorprendido y un poco preocupado por el cambio. Si bien hasta entonces Alejandra se había mostrado confusa y un poco alerta, en ese momento se mostraba aterrada, hostil. Lo más enloquecedor de todo era la sensación de que podría haberle revelado algo que ya no estaba dispuesta a contar.

Después de intentar consolarla sin éxito durante unos minutos de pesadilla durante los cuales fue incapaz de pensar en nada, Tejada decidió que, después de todo, tal vez necesitara un médico. No estaba seguro de conocer el camino al hospital más cercano, y tampoco quería dejar sola a Aleja mientras lo buscaba. Sin embargo, la idea de recorrer el laberinto de calles en dirección a un destino incierto, y además llevando en brazos a una niña que gritaba, no le resultaba atractiva en absoluto. Sería más sencillo trasladarla al puesto de la Guardia Civil y llamar desde allí por teléfono a un médico.

En cuanto cogió a Aleja en brazos, Tejada advirtió que se había equivocado al suponer que el problema consistía en recorrer las serpenteantes callejuelas con una niña que gritaba. En realidad se trataba de hacer el trayecto con una niña que gritaba, pataleaba, arañaba y no paraba de agitarse. Con una clara sensación de disgusto y el ferviente deseo de haberse hecho acompañar por un subordinado, el sargento bajó las escaleras, haciendo todo lo posible por mantener la cabeza herida de Aleja en el hueco del codo mientras le sostenía las piernas con el otro brazo. La niña ya era demasiado mayor para llevarla con facilidad, pero Tejada sospechó que cualquier otro medio habría exigido la cooperación activa de la criatura.

Varias personas volvían a casa para la siesta y Tejada notó las miradas sobresaltadas de unos cuantos, aunque todos apartaban los ojos en cuanto él los observaba. Caminar era agotador. Aleja no pesaba más que la mochila reglamentaria que los guardias civiles llevaban en sus patrullas de montaña, pero Tejada la agarraba con torpeza, y por otra parte las mochilas no se revolvían ni gritaban.

El tranvía que bajaba por la calle Toledo fue la respuesta a las oraciones del sargento. Lo detuvo y subió a bordo. Estaba repleto, pero los viajeros se apretujaron unos contra otros para cederle espacio a él y a su ruidosa carga. En la reclusión del vehículo las miradas eran más concentradas, y Tejada empezó a sentirse como si se hallara delante de un reflector muy brillante, rodeado de ojos acusadores. Oía las expresiones de compasión que murmuraban bajo la protección de los sollozos de Aleja.

—Pobrecita.

—Es una pena.

—Qué lástima.

Tejada quiso mirar a alguien (a cualquiera) fijamente y explicar como en una confidencia (pero con voz lo bastante alta para que cuantos lo rodeaban lo oyeran): «La he encontrado con este chichón en la cabeza. La llevo a que la vea un médico». Sin embargo, todos evitaban sus ojos y él fue escrutando una fila tras otra de rostros, tan herméticos como los postigos de las tiendas de la ciudad.

Tejada experimentó un gran alivio cuando llegó al puesto. Las protestas de Aleja se habían convertido ya en gemidos y el sargento se preguntó cuánto eran capaces de gritar los niños antes de quedarse afónicos. Al parecer, mucho tiempo. Moscoso y un número joven a quien Tejada no reconoció estaban de guardia. Saludaron marcialmente al ver a Tejada y observaron a la niña con curiosidad.

—Tome. —Tejada confió su carga a Moscoso—. Tenga cuidado con la cabeza. Y sígame.

P-pero, señor… —tartamudeó Moscoso, y entonces agarró desesperadamente a Aleja, que se había recuperado lo suficiente para patalear como una salvaje mientras la pasaban de unas manos a otras—. Parece un poco trastornada. ¿No cree que tal vez una mujer sería… ¡ay!… mejor?

—Sin duda —respondió el sargento, de camino hacia la enfermería—. Pero no veo a ninguna por aquí, y la he traído desde la calle Tres Peces. No le hará daño, guardia.

El gruñido de dolor de Moscoso cuando Aleja le mordió la mano contradijo las palabras de su superior, pero Tejada no le prestó atención. El último comentario del guardia había sacado a la luz un pensamiento que Tejada había estado cubriendo como una herida: Elena habría sabido cómo tratar con la niña.

Cuando llegaron a la enfermería, Moscoso depositó con alivio a Aleja en un camastro y se apartó. La niña, al advertir que había quedado libre, intentó incorporarse y escapar, pero las piernas le fallaron y cayó al suelo. Los dos guardias civiles la observaron desde una distancia prudencial.

—Llame a un médico, Moscoso —ordenó el sargento—. Infórmele de que tenemos a una niña de unos siete años con una contusión leve y una crisis de histeria. Ah, y pregúntele al cabo Ventura si disponemos de algo que la tranquilice.

—Sí, señor. —Moscoso se inspeccionó la mano. Unas cuantas gotas de sangre habían aflorado en el dorso y la palma mostraba una serie de marcas de dientes—. Um… ¿Mi sargento?

—¿Sí, guardia?

—En fin… no tendrá la rabia, ¿verdad?

—No, que yo sepa, guardia. —Tejada sonrió—. Tendré más datos sobre el tema cuando me consiga a un médico.

—Sí, señor. Ahora mismo. —Moscoso salió rápidamente.

Tejada inspeccionó el sollozante bulto que componía su testigo principal de asesinato y se preguntó de nuevo qué habría provocado aquella reacción tan repentina y violenta. ¿Se debía a algo que hubiera hecho él, o era por algún demonio privado que la niña había evocado? Alejandra había empezado a llorar llamando a su madre. ¿Dónde estaría la mujer? ¿Habría visto también la desconfiada señora Llorente más de lo que le convenía?

El cabo Ventura, un hombrecito calvo y dicharachero responsable de la rudimentaria farmacia del puesto, interrumpió sus meditaciones.

—Moscoso asegura que tiene aquí una niña con la rabia, señor —dijo, poniéndose un par de oscuros guantes de cuero que contrastaban extrañamente con la bata blanca que llevaba encima del uniforme.

—Moscoso exagera —replicó el sargento, ausente. Como en otras ocasiones, estaba pensando que la bata blanca era una tontería.

—Oh, bien. —Ventura contempló con pesar los guantes, a continuación miró de reojo a su superior, y por fin decidió dejárselos puestos—. ¿Hay algo que pueda hacer, sargento?

—¿La calmaría la morfina?

Ventura observó a la niña con mirada profesional y se arrodilló junto a ella.

—Oh, claro. Se quedará como un angelito. Aunque probablemente una copa de coñac surtiría el mismo efecto.

Recogió con cuidado a Aleja del suelo, sosteniéndole la cabeza. Tejada advirtió que era una posición mucho más cómoda que la que él había intentado.

—Muy bien, pequeña. Muy bien —murmuró Ventura—. Sí, lo sé. Ya sé que quieres ir con tu mamá. Pero cálmate, bonita.

La depositó amablemente sobre el camastro y esta vez la niña se quedó allí, mirándolo, con los ojos muy abiertos pero bastante tranquila.

—Bien hecho —comentó Tejada en voz baja.

El cabo se encogió de hombros.

—Tiene más o menos la edad de mi segundo hijo. ¿Por qué la ha traído aquí, mi sargento?

—La encontré inconsciente en una casa que había sido saqueada —replicó Tejada, sin mencionar que en realidad la estaba buscando—. Le habían dado un golpe en la cabeza.

—Ya. —Ventura palpó con cuidado un lado de la cabeza de Aleja, y ella gimió—. Entonces más vale no administrarle morfina, señor. Si es que quiere que se despierte después, claro.

Moscoso regresó a la carrera, consiguió reducir el ritmo a una marcha rápida, y por mor del decoro dio un taconazo antes de hablar.

—Lamento haber tardado tanto, señor. Ha sido preciso llamar a tres puestos. El doctor Villalba está en la carretera de La Coruña. Le advertí que se trataba de una emergencia, señor, y contestó que estará aquí dentro de media hora.

—Gracias, guardia —replicó Tejada con gesto adusto—. Tal vez Ventura pueda curarle esa mano antes de que regrese al servicio.

Reflexionó un momento.

— Y envíeme a Jiménez, si está de guardia.

—Sí, señor. —Moscoso se entregó de buen grado a los cuidados del cabo Ventura.

Cuando el cabo se marchó, Alejandra se irguió apoyándose en un codo y lo siguió con la mirada. Tejada esbozó una mueca de malestar. Por algún motivo él se había convertido en el villano, aunque la había atendido cuando recuperó el conocimiento, y Ventura en cambio adoptaba el papel de héroe. No parecía lógico. El ruido de unos pasos distrajo su pensamiento.

—¡Mi sargento!

La voz del guardia Jiménez resonó en las paredes de la enfermería como la llamada de una corneta.

—¡Presentándose al servicio, mi sargento!

El taconazo del joven guardia podría haber pulverizado el mármol. Su brazo se alzó recto como un ariete cuando saludó. Incluso para tratarse de Jiménez, tanta formalidad resultaba excesiva.

Tejada se volvió e inspeccionó al joven.

—¿Qué es eso que lleva puesto, Jiménez? —preguntó con suavidad.

—¡Un jersey, señor! —Jiménez permaneció rígido en posición de firmes.

—Descanse. ¿Puedo preguntar por qué?

Obediente, Jiménez colocó las manos a la espalda, aunque difícilmente podría haberse dicho que asumiera la posición de descanso.

—Según me han comunicado, ha ordenado usted que me presentara inmediatamente, señor. Acabo de regresar de permiso, señor.

Tejada inspeccionó al recluta. El muchacho llevaba unos pantalones oscuros e inclasificables y un jersey ancho tejido siguiendo la pauta más sencilla posible. El cuerpo era de un color amarillo que habría resultado chillón en cualquier circunstancia. En contraste con las brillantes mangas rojas, era una abominación. Jiménez parecía un extintor ambulante.

—Ya veo —observó Tejada, en tono inexpresivo.

—El jersey es un regalo de mi abuela, señor. —Las mejillas de Jiménez igualaron en tono al de las mangas.

—Ya veo. —El rostro y la voz de Tejada permanecieron graves. Mentalmente, agradeció a sus santos patronos que sus propias abuelas se limitaran a hacer ganchillo.

—Se supone que es la bandera española, señor —explicó Jiménez, en cuya voz se advertía cierto tono de súplica—. Mi abuela es muy patriótica.

Tejada asintió despacio, sin aventurarse a hablar. Por fortuna, en este punto los interrumpieron.

—Para que sea la bandera española, le falta el color morado.

El sargento advirtió, sorprendido, que Aleja había hablado.

—Pero de todas formas es un jersey bonito —añadió la niña en tono amable.

Jiménez soltó un suspiro de alivio y se volvió hacia la pequeña.

—¿Quién es, señor? —preguntó, sonriendo—. La veo muy joven para ser una roja.

Tejada sonrió, pero no se atrevió a reír abiertamente, por miedo a que Jiménez malinterpretara (o más bien interpretara de forma correcta) la causa de su diversión.

—Que ella misma se presente.

Jiménez se agachó para situarse a la altura del camastro.

—¿Cómo te llamas?

Aleja dirigió a Tejada una mirada cargada de miedo. Permaneció en silencio. Tejada se asomó por encima del hombro de Jiménez, preocupado.

—¿No te acuerdas? Hace un rato me lo has dicho.

Aleja intentó apartarse y se agarró con una mano al jersey de Jiménez, dándole un apretoncito de desamparo.

El guardia volvió la vista atrás.

—No tengas miedo del sargento, pequeña. No te hará ningún daño.

Los labios de Aleja temblaban, pero la niña se obstinó en guardar silencio. En efecto, es muy joven para ser una roja, pensó Tejada. Pero también es dura. Seguro que dentro de diez años será capaz de soportar la tortura. Los rojos empiezan a entrenar pronto a sus jóvenes.

El sargento miró el colorido jersey de Jiménez y de repente recordó la bata blanca de Ventura.

—Jiménez, déjela un momento.

Cuando se retiraron unos pasos, el sargento dijo en voz baja:

—¿Tiene más ropas de paisano?

—No, señor. —Jiménez parecía aturdido—. Bueno, al menos no dispongo de un traje completo. ¿Por qué?

Tejada examinó al guardia, y sin ningún entusiasmo concreto. Tenían más o menos la misma altura y constitución, aunque Jiménez todavía conservaba cierta desmaña propia de la adolescencia.

—Entonces me gustaría que me la prestara. Además, usted debería llevar el uniforme.

—¿Sargento? —Jiménez no se mostró reacio, aunque no acababa de comprender. El sargento Tejada era la única persona del puesto que no se había reído al ver su jersey. Esto, en opinión de Adolfo Jiménez, demostraba por sí solo que era todo un caballero, un hombre amable y considerado. Para él, el sargento era lo más parecido al perfecto oficial que existía. Sin embargo, esta petición era una prueba de fe.

—Creo que le asusta el uniforme —explicó Tejada—. Y necesito formularle algunas preguntas sin que esté demasiado aterrada para contestar. Llame a Ventura, pídale que se quede aquí con ella hasta que yo vuelva, y luego tráigame sus ropas, cuando se haya cambiado.

—Sí, mi sargento. —Jiménez sonrió, encantado de contar con la confianza de Tejada y convencido una vez más del buen criterio y la cordura de su superior.

—Ah, Jiménez… —lo llamó de nuevo en tono casual.

—¿Sargento?

—El… regalo de su abuela es un objeto personal. Comprendo que debe de tener un gran valor sentimental para usted. No es necesario que me lo preste.

—Comprendido, mi sargento —asintió Jiménez. Entonces, agradecido por la delicadeza de su superior, añadió—: Tengo una chaqueta que le quedará bien, mi sargento. Se la traeré.

Tejada esperó hasta que Ventura tomó asiento junto a Aleja, ordenó al cabo que no se marchara bajo ninguna circunstancia, y fue a cambiarse de ropa.