CAPITULO 14

14

El Viernes Santo amaneció claro, brillante y soleado. Gonzalo acababa de afeitarse y Carmen le lavaba la cara a Aleja cuando alguien llamó a la puerta con estrépito. Los dos hermanos intercambiaron una mirada. Gonzalo recogió su navaja y se dirigió al dormitorio. La llamada se repitió.

—¿Quién es? —preguntó Carmen en voz bien alta. La puerta del armario se cerró tras Gonzalo.

Carmen abrió con precaución y descubrió a Manuela Arce en el umbral, respirando entrecortadamente. Soltó un suspiro de alivio. Manuela se apresuró a entrar en el piso y cerró con cuidado antes de conducir a su amiga al salón.

—¿Dónde está Gonzalo? —preguntó en voz baja.

—¿Gonzalo? —repitió Carmen, desconcertada—. No lo sé.

No tenía motivos para recelar de Manuela, pero no era el tipo de pregunta que se contesta a la ligera.

Manuela suspiró de alivio.

—Ya se ha ido, entonces. Menos mal. No importa. Lamento haberte molestado tan temprano.

Se dio la vuelta como para marcharse, pero Carmen la cogió por el brazo.

—¿A qué te refieres? ¿Por qué has venido?

—¿No lo sabes? —Manuela bajó la voz y habló con rapidez—. Un amigo de Javier dice que vio al viejo Tacho anoche. Ya sabes, el vendedor de churros. Aseguró que Tacho estaba borracho como una cuba y se quejaba de que dieran tan poco vino a cambio de treinta monedas de plata.

—¿Qué? —Carmen palideció.

—El amigo de Javier consiguió sonsacarle que ayer se había encontrado con Gonzalo. Tacho lo delató para conseguir la recompensa que ofrecía la Guardia Civil. Pueden venir en cualquier momento.

Manuela se volvió de nuevo, dispuesta a marcharse.

—¿Por qué no me has advertido antes? —protestó Carmen.

—Acabo de enterarme —replicó Manuela—. Esperaba noticias de Javier, ¿sabes?

—¿Quién es ese amigo? —exigió Carmen.

—Una persona de confianza. —Manuela estaba ya en el recibidor.

Los pensamientos de Carmen se atropellaban en una sucesión frenética.

—¿Alguna noticia de Javier?

Manuela negó con la cabeza, amargamente.

Nichevó.

La palabra en ruso confirmó la sospecha de Carmen.

—¡Manuela! —Agarró a su amiga por el brazo—. Gonzalo sigue aquí. Si este amigo tuyo lo ayudara…

Manuela vaciló.

—Se lo preguntaré, pero no sé. Aparte de que no será gratis.

—¿Dónde pueden verse?

—Que vaya a la catedral de San Isidro esta tarde —indicó Manuela rápidamente—. En la capilla de los responsos debe mirar bajo las vidrieras intactas. Alguien le preguntará si sabe algo de Isabel. Él ha de contestar: «No, desde que se casó». Pero no te prometo nada.

—¡Muchísimas gracias!

Carmen abrazó a Manuela, quien se zafó enseguida.

—Déjame salir de aquí, idiota. Seguro que los guardias se encuentran ya de camino.

Se marchó y Carmen corrió al dormitorio. Abrió la puerta del armario y refirió rápidamente a su hermano su conversación con Manuela. Gonzalo, maldiciendo entre dientes, cogió el abrigo y se guardó la pistola en el bolsillo una vez más.

—No me llevaré ninguna bolsa —dijo—. Así no llamaré la atención.

Carmen no consiguió contener las lágrimas.

—Manuela comentó que tal vez pedirían dinero. Pero a lo mejor, si logras convencerlos…

—Ya veremos —contestó Gonzalo, aunque no se sentía optimista.

Su hermana rebuscó frenética en los cajones de la cómoda.

—Si ese guardia vuelve para hablar con Aleja, intentaré averiguar quién es —prometió.

—Gracias.

Gonzalo se sintió extrañamente conmovido por el vano gesto.

—Toma. —Con actitud triunfal Carmen le tendió un trozo de papel—. Es la dirección del chico americano. Cógela. Tal vez te sea útil.

Obediente, Gonzalo se guardó el papelito en el bolsillo.

—Y aquí tienes algo de dinero. —Carmen tendió un puñado de billetes—. Los amigos de Manuela tal vez lo acepten.

Carmen sabía tan bien como Gonzalo que era una tontería: en la ciudad, nadie aceptaba ya moneda republicana. Pese a ello, Gonzalo se lo guardó también en el bolsillo y luego abrazó a su hermana.

—Cuida de Aleja —le pidió.

—Lo haré —respondió ella, sollozando.

Aleja, que lo había estado observando todo desde la puerta con los ojos como platos, intervino.

—Ten cuidado, tío.

Gonzalo se agachó para estrecharla en sus brazos.

—Lo tendré, cariño. Obedece siempre a tu madre y sé buena.

Se levantó, revolvió el pelo de su sobrina y se dirigió a la puerta. Carmen la oyó cerrarse y, con el corazón en un puño, esperó a oír el alto de la Guardia Civil o ruidos de lucha en la escalera. No hubo nada de eso. Al cabo de cinco minutos en los que sólo percibió el silencio, Carmen empezó a esperar que Gonzalo hubiera conseguido escapar. Con cuidado, revisó la casa para asegurarse de que no quedaba ningún rastro de la presencia de su hermano.

Transcurrió una hora en la que no sucedió nada. El apresurado intento de Carmen por eliminar cualquier pista se convirtió en una concienzuda limpieza de la casa. Aleja la ayudó, tarareando el estribillo de una cancioncilla que le había enseñado Viviana.

—¿Recuerdas la última vez que viste al tío Gonzalo? —advirtió Carmen.

—Cuando ingresó en el hospital —replicó Aleja, obediente.

—Buena chica. —Carmen sonrió.

Era casi mediodía. La niña limpiaba el polvo y la madre fregaba el suelo de la cocina, arrodillada. Habían abierto la ventana para airear la casa y el ajetreo de la calle les llegaba con toda claridad. Aleja seguía cantando: «Todos los patitos se fueron a nadar, el más pequeñito se quiso quedar…».

Los golpes en la puerta sonaron distintos a cuando había llamado Manuela. Esta vez no los daban con los nudillos, sino con las culatas de los fusiles.

—¡Abran a la Guardia Civil! —El grito se oyó con toda claridad a través de la gruesa madera.

Carmen soltó el estropajo y todos los temores que había arrinconado mientras limpiaba los rincones oscuros y debajo de las sillas la asaltaron de repente. Se levantó y se dirigió a la puerta, donde el repique de golpes sugería que los guardias estaban dispuestos a derribarla. Aleja, que había soltado el trapo, siguió a su madre al pasillo con las manos a la espalda. La niña ya no cantaba.

Carmen abrió la puerta y se encontró ante los cañones de los fusiles que empuñaban cuatro guardias.

—¡Manos arriba! —gritó uno—. ¡Todos vosotros, manos arriba! ¡Media vuelta!

Carmen se volvió con las manos levantadas y sintió que uno de los hombres la empujaba con el arma. Aleja se apretó contra la pared con las manos obedientemente alzadas por encima de la cabeza. Carmen permitió que el guardia la condujera hasta el salón. Aleja la siguió. Tenía los labios apretados y los ojos muy abiertos.

—¿Dónde está?

Era el mismo guardia que había gritado antes. Carmen había vivido tantas veces esta escena en sus peores pesadillas que sintió como si estuviera representando un guión ensayado. Sin embargo, los ensayos no le evitaron el miedo escénico.

—¿Quién?

—Lo sabes muy bien. Gonzalo Llorente Cárdenas, cabo primero de los carabineros —declaró con voz torva—. Está acusado de traición.

—Mi hermano. —La voz de Carmen sonaba como una mala grabación: rayada y entrecortada—. Mi hermano… —repitió, tratando de ajustar el volumen— no está aquí.

—Eso ya lo veremos. —El que hablaba era obviamente el oficial al mando—. Gómez, vigílalas a ella y a la mocosa. Los demás, buscad. Empezad por el dormitorio.

Los hombres a sus órdenes se dispusieron a obedecerle. Carmen, sentada en el sofá y frente al guardia llamado Gómez, oyó el ruido de la puerta del armario al ser abierta y luego un chirrido, cuando buscaron bajo la cama con los rifles. Luego una serie de estrépitos mientras sacaban metódicamente los cajones de la cómoda, uno por uno, y vaciaban su contenido en el suelo.

El guardia al mando se acercó a la ventana abierta.

—¿Se escapó por aquí? —Se asomó receloso a la ventana, como si temiera que Gonzalo siguiera allí encaramado a los ladrillos. Luego se dirigió a la cocina.

—¡Acabo de fregar! —protestó Carmen. Años de costumbre fueron más fuertes que su terror.

—Mala suerte.

El hombre entró en la cocina y luego soltó una maldición cuando resbaló en el suelo mojado. Carmen reprimió una sonrisa.

Los guardias registraron todas las habitaciones a fondo y Carmen se pasó los siguientes minutos dando mentalmente las gracias a Manuela una y otra vez. El que estaba al mando volvió a plantarse delante de Carmen.

—¿Quién le dio el soplo? —exigió.

—¿Qué?

Carmen sabía que «no sé de qué está hablando» resultaría más convincente que el monosílabo, pero sentía un nudo en la garganta y hasta el simple hecho de pronunciar una única palabra suponía todo un esfuerzo.

—¿Quién le dio el soplo? —repitió el guardia, amenazador—. Sabemos que estaba aquí.

—Mi hermano estuvo hospitalizado hace unos meses. No lo he visto… —Carmen tragó saliva— desde el final de la guerra.

—Mentira —replicó él sucintamente. Dirigió un gesto a uno de los otros hombres, quien agarró a Carmen por el brazo y la obligó a ponerse en pie. Aleja, que se agarraba a la mano de su madre con todas sus fuerzas, fue desplazada por el súbito movimiento y empezó a gemir—. Entonces, vamos. Ya te acordarás de cuándo lo viste por última vez… en la cárcel.

Carmen no se resistió cuando el guardia le puso los brazos a la espalda, pero cuando empezaron a empujarla hacia la puerta, se debatió.

—¡Espere! ¿Y mi hija?

Se detuvieron.

—¿Dónde está su tío?

—¡No lo sé!

—Entonces, que él cuide de la cría.

—Por favor, déjeme llevársela a la vecina —suplicó Carmen—. Sólo será un minuto. ¡Por favor!

Aleja, que había estado escuchando con atención, corrió hacia su madre y se abrazó a ella.

—¡Quiero ir contigo!

—No, Aleja. —Carmen forcejeó un instante en un intento de liberar los brazos y consolar a su hija, pero su captor no cedió—. No, no te preocupes, cariño. Volveré pronto. Pero…

—¡Nooooo! —La voz de Aleja se convirtió en un gemido sin palabras.

—Se lo está poniendo peor a la niña, señora —apuntó uno de los hombres, que no había hablado hasta entonces—. Díganos dónde está Llorente. Ahórrese el mal trago.

—No lo sé —repitió Carmen, profundamente agradecida por estar diciendo la verdad e intentando olvidar que Gonzalo tal vez se hallaría en la catedral de San Isidro al cabo de unas pocas horas. Advirtió con súbita y fría claridad que si amenazaban con lastimar a Aleja sin duda les revelaría cuanto quisieran saber—. Por favor —repitió, tratando de controlar el temblor de su voz—. Permitan que se la lleve a la vecina. ¡Déjenme decirle a alguien lo que ha pasado, para que vengan a por ella! ¡Por favor!

Aleja advirtió que el pánico de su madre era cada vez mayor y gritó. Los guardias civiles se la estaban llevando. Los mismos guardias que le habían arrebatado a la tía Viviana y al tío Gonzalo. Se agarró a su madre hasta las escaleras, gritando y llorando, y oyó que su madre también lloraba, y entonces el oficial al mando ladró una orden, y la culata de un rifle cayó sobre su cabeza, y el mundo explotó y se quedó todo negro.